Cuarto día de la
“descoronavización”. Cuarto día en el que, pese a los
resultados, se están ganando batallas. Sí, digo bien, ganando
batallas; batallas que no son efímeras, que a su paso están dejando
un poso y que a largo plazo tendrá su peso en la victoria final.
Porque una batalla victoriosa es el comportamiento sin desfallecer
del personal sanitario y auxiliares de los hospitales, porque una
batalla victoriosa es asomarte a la ventana y no ver a ningún
peatón, concienciado el pueblo de la necesidad de quedarse en casa,
porque una batalla victoriosa es la presencia de esos trabajadores
que por “Decreto” se encuentran al “pie del cañón”
exponiéndose cada minuto, porque una batalla victoriosa es el hecho
de que estés leyendo las tonterías y pamplinas de este
“juntaletras” o te pongas a oír la actuación en directo de
Rozalén o Alejandro Sanz. Que no te quepa la menor duda de que son
victorias, y que como ya apunté antes, copiado en su día de mi
amigo Fernando, con el paso de los días dejarán un poso inolvidable
y un peso en nuestras conciencias.
Y vuelvo ahora con
mi parisina, aquella de uno cuarenta por uno que tanto trabajo me
costó embarcar en el avión y que vari@s
de vosotr@s os habéis interesado por
ella, mandándome comunicaciones privadas, como adelantándose a la
historia (real) que tuvo que vivir mi apreciado oleo.
Os cuento. Aunque
pude conseguir que embarcase conmigo, la azafata, la de Toulouse, me
exigió que no podía ocupar mi asiento, ya que molestaría a los dos
pasajeros que tenían que ir junto a mí, pues tuve la “gran
suerte” de tocarme el asiento central, trasladándome al último
asiento de cola que circunstancialmente estaba libre por una
cancelación de última hora. Sin pega alguna, dije yo. Y fue
entonces cuando, ya en pleno vuelo, entablé conversación con un
orondo argentino, cubierto de un sombrero tipo Bogart que ahora que
recuerdo no le favorecía en nada, y con una pipa de madera de cerezo
sin picadura, que también se dirigía para Sevilla. Tengo que
reconocer que su melodioso hablar me cautivó (no pensar mal),
provocando que desplegase el rollo en el que iba envuelto mi lienzo,
quedando mi preciosa parisina expandida a lo ancho de todo el pasillo
central, entre el reposabrazo del porteño y el mío. El argentino
quedó prendado con la pintura, y tras analizarla minuciosamente,
cosa que yo no hice cuando la adquirí en plena rue du
Mont Cenis, me miró fijamente a los ojos y echó mano a su chequera
que llevaba en el bolsillo interior de su chaqueta Armani de cuadros
escoceses, diciéndome: “pide plata”, a lo que yo me quedé
desconcertado sin saber qué contestar.
Me
vais a perdonar, pero esto se está alargando y relatar toda la
historia de mi parisina os va a quitar demasiado tiempo, así que
mañana seguiré con el relato.
Y
no olvidar eso de “seguir en casa”. Ya queda menos.