Corrían
ya los cubatas y los rebujitos como canicas en pendiente, mucho
tiempo después de que ella, en compañía de unos amigos, llegase al
real desde el pueblo vecino, poco antes de que comenzase la segunda
edición de noticias de la Cinco. Y entre baile y baile, risotada y
risotada, y copa y copa, sus innumerables intentos por vislumbrar la
peculiar figura casi atlética de su amigo, fueron en vano.
Carlota,
que así se llamaba la casi achispada cincuentona, sin querer
reconocer que había venido a la feria con la única intención de
intimar con Cándido, que así se llamaba el cuasiatleta, no dejaba
de experimentar una desazón al ver que pasaban los momentos y no
podía cumplir su deseo de deleitarse con la compañía de su amigo.
En un par de ocasiones, o en tres o en cuatro, las conversaciones con
sus contertulios le aportaron cierto mariposeo en su interior al oír
que se referían a él, pero al igual que ese cosquilleo llegaba, se
marchaba sin dejar ninguna nota que le hiciese abandonar la zozobra
que la abrazaba. Seguía con sus copas, con sus bailes y con sus
cambios de caseta; y nada; él no aparecía. Y lo que más le hacía
enfadar era saber que se encontraba allí, a pocos metros, en
cualquiera de las cinco casetas que ellos, año tras año,
frecuentaban. Estaba claro que el azar, el destino, o la fatalidad
según ella, no deseaban que se encontrasen.
Y
Cándido mientras a su aire. Él, y lo tenía claro, se hacía todos
los años varias decenas de kilómetros para agarrarse a sus amigos
de adolescencia y no separarse de ellos absolutamente para nada. A él
los cosquilleos le venían por el abrazo que le daba Guzmán, el que
le daba Juan Pedro, o el beso sonoro que le propinaba siempre José
María, y que él muy gustoso devolvía. A él le desazonaba el que
Miguel Angel no hubiese podido venir o que Carlos, por motivos que
todos sabían pero que nadie quería tratar de lleno, lo más seguro
es que no viniese o que si lo hacía, lo haría para llegar e irse.
Estaba
amaneciendo cuando los dos llegaron a la orilla del lago, sentándose
exhaustos en uno de los quince bancos de madera vieja tratada, que no
hacía ni tres meses que la nueva corporación municipal había
ordenado poner a lo largo de una buena parte del recorrido de toda la
orilla; bueno, de parte de ella, ya que distaban treinta o cuarenta
metros entre banco y banco.
Acompañados
por los movimientos y vuelos nerviosos e inseguros de una bandada de
jilgueros de la última puesta, fueron testigos de cómo el astro rey
emergía victorioso de entre los picos puntiagudos que conformaban la
cadena de montañas que alimentaba con sus aguas el paradisiaco lago,
donde carpas, barbos y blas blas saltaban como dándole la bienvenida
al sábado de feria, aunque para aquella pareja cincuentona el
viernes aun no había terminado.
Con la
vista perdida en aquel mayestático nacimiento y en la otra orilla,
los dos, sin pronunciar palabra, recordaban eso sí, algo
avergonzados, todo lo sucedido con anterioridad.
Tras
encontrarse en una de las casetas de feria, ya avanzada la madrugada,
tras un saludo entregado, tras un brindis que a esas alturas de la
noche ya podía ser el enésimo, y tras unos bailes cargados de
miradas y movimientos sugerentes, los dos, sin tener que haber
ninguna petición expresa, abandonaron el real arropados por una
conversación envolvente y sin rumbo a ninguna parte. Tras cruzar
todo el pueblo, sin ser conscientes ellos, y con la luz cada vez más
tenue, lo que encendía sus ganas de entregarse el uno al otro,
llegaron a la misma orilla del lago, rompiendo él, abruptamente, las
palabras de ella, con un “¿nos cruzamos el pantano?”, a lo que
ella contestó, porque así lo exigía el guión, con un “estás
loco...., y además, no tenemos traje de baño”. “Desnudos”,
contestó él. La respuesta de ella, con la mirada, fue afirmativa.
Tras hacer un sólo lío con toda la ropa, los dos le hicieron
compañía a las carpas. Los algo más de doscientos sesenta metros
existentes entre las dos orillas fue un paseo para los expertos
nadadores; el más que ella. No cruzaron palabra en toda la travesía;
sólo él, en su papel de protector, y tras adelantarse una y otra
vez en las que ella se quedaba atrás unos metros, volvía lo nadado
para ponerse a su altura, recibiendo entonces de ella una mirada
cargada de complicidad y agradecimiento, mirada que él trataba de
vislumbrar en la oscuridad.
Tras
llegar a la orilla, y ya exhibiéndole a la noche su desnudez, ella
emitió un “¡qué pelete, quillo!, a lo que él, cogiéndola
fuertemente de la mano, le contestó con un “quitémonos el frío”.
En
poco más de una hora se encontraban, cogidos de la mano, nuevamente
en el agua dispuestos a comenzar el camino de regreso escoltados por
carpas y barbos; sólo un par de lechuzas y algún que otro topillo
fueron testigos de su estancia al otro lado del lago; la luna, en
cuarto creciente, no les acompañó en ningún momento.
El
camino de vuelta lo hicieron más pausado, como si deseasen no llegar
a la orilla, con unísonas brazadas y cruzando las miradas cada dos,
intentando en cada par, vislumbrar el pensamiento del otro, ya que la
oscuridad les impedía que viesen los ojos henchidos de felicidad de
su compañero de travesía.
Una
vez perdida la desnudez, decidieron, con sonrisas y miradas de
complicidad, ver amanecer sentados en uno de los bancos de madera
vieja tratada que la nueva corporación municipal había ordenado
instalar a lo largo de la orilla, hacía ya algo más de tres meses.