lunes, 10 de octubre de 2016

AQUEL BANCO DE MADERA VIEJA TRATADA

Corrían ya los cubatas y los rebujitos como canicas en pendiente, mucho tiempo después de que ella, en compañía de unos amigos, llegase al real desde el pueblo vecino, poco antes de que comenzase la segunda edición de noticias de la Cinco. Y entre baile y baile, risotada y risotada, y copa y copa, sus innumerables intentos por vislumbrar la peculiar figura casi atlética de su amigo, fueron en vano. 

Carlota, que así se llamaba la casi achispada cincuentona, sin querer reconocer que había venido a la feria con la única intención de intimar con Cándido, que así se llamaba el cuasiatleta, no dejaba de experimentar una desazón al ver que pasaban los momentos y no podía cumplir su deseo de deleitarse con la compañía de su amigo. En un par de ocasiones, o en tres o en cuatro, las conversaciones con sus contertulios le aportaron cierto mariposeo en su interior al oír que se referían a él, pero al igual que ese cosquilleo llegaba, se marchaba sin dejar ninguna nota que le hiciese abandonar la zozobra que la abrazaba. Seguía con sus copas, con sus bailes y con sus cambios de caseta; y nada; él no aparecía. Y lo que más le hacía enfadar era saber que se encontraba allí, a pocos metros, en cualquiera de las cinco casetas que ellos, año tras año, frecuentaban. Estaba claro que el azar, el destino, o la fatalidad según ella, no deseaban que se encontrasen.
Y Cándido mientras a su aire. Él, y lo tenía claro, se hacía todos los años varias decenas de kilómetros para agarrarse a sus amigos de adolescencia y no separarse de ellos absolutamente para nada. A él los cosquilleos le venían por el abrazo que le daba Guzmán, el que le daba Juan Pedro, o el beso sonoro que le propinaba siempre José María, y que él muy gustoso devolvía. A él le desazonaba el que Miguel Angel no hubiese podido venir o que Carlos, por motivos que todos sabían pero que nadie quería tratar de lleno, lo más seguro es que no viniese o que si lo hacía, lo haría para llegar e irse.

Estaba amaneciendo cuando los dos llegaron a la orilla del lago, sentándose exhaustos en uno de los quince bancos de madera vieja tratada, que no hacía ni tres meses que la nueva corporación municipal había ordenado poner a lo largo de una buena parte del recorrido de toda la orilla; bueno, de parte de ella, ya que distaban treinta o cuarenta metros entre banco y banco. 

Acompañados por los movimientos y vuelos nerviosos e inseguros de una bandada de jilgueros de la última puesta, fueron testigos de cómo el astro rey emergía victorioso de entre los picos puntiagudos que conformaban la cadena de montañas que alimentaba con sus aguas el paradisiaco lago, donde carpas, barbos y blas blas saltaban como dándole la bienvenida al sábado de feria, aunque para aquella pareja cincuentona el viernes aun no había terminado.
Con la vista perdida en aquel mayestático nacimiento y en la otra orilla, los dos, sin pronunciar palabra, recordaban eso sí, algo avergonzados, todo lo sucedido con anterioridad.

Tras encontrarse en una de las casetas de feria, ya avanzada la madrugada, tras un saludo entregado, tras un brindis que a esas alturas de la noche ya podía ser el enésimo, y tras unos bailes cargados de miradas y movimientos sugerentes, los dos, sin tener que haber ninguna petición expresa, abandonaron el real arropados por una conversación envolvente y sin rumbo a ninguna parte. Tras cruzar todo el pueblo, sin ser conscientes ellos, y con la luz cada vez más tenue, lo que encendía sus ganas de entregarse el uno al otro, llegaron a la misma orilla del lago, rompiendo él, abruptamente, las palabras de ella, con un “¿nos cruzamos el pantano?”, a lo que ella contestó, porque así lo exigía el guión, con un “estás loco...., y además, no tenemos traje de baño”. “Desnudos”, contestó él. La respuesta de ella, con la mirada, fue afirmativa. Tras hacer un sólo lío con toda la ropa, los dos le hicieron compañía a las carpas. Los algo más de doscientos sesenta metros existentes entre las dos orillas fue un paseo para los expertos nadadores; el más que ella. No cruzaron palabra en toda la travesía; sólo él, en su papel de protector, y tras adelantarse una y otra vez en las que ella se quedaba atrás unos metros, volvía lo nadado para ponerse a su altura, recibiendo entonces de ella una mirada cargada de complicidad y agradecimiento, mirada que él trataba de vislumbrar en la oscuridad. 
Tras llegar a la orilla, y ya exhibiéndole a la noche su desnudez, ella emitió un “¡qué pelete, quillo!, a lo que él, cogiéndola fuertemente de la mano, le contestó con un “quitémonos el frío”.
En poco más de una hora se encontraban, cogidos de la mano, nuevamente en el agua dispuestos a comenzar el camino de regreso escoltados por carpas y barbos; sólo un par de lechuzas y algún que otro topillo fueron testigos de su estancia al otro lado del lago; la luna, en cuarto creciente, no les acompañó en ningún momento.
El camino de vuelta lo hicieron más pausado, como si deseasen no llegar a la orilla, con unísonas brazadas y cruzando las miradas cada dos, intentando en cada par, vislumbrar el pensamiento del otro, ya que la oscuridad les impedía que viesen los ojos henchidos de felicidad de su compañero de travesía.

Una vez perdida la desnudez, decidieron, con sonrisas y miradas de complicidad, ver amanecer sentados en uno de los bancos de madera vieja tratada que la nueva corporación municipal había ordenado instalar a lo largo de la orilla, hacía ya algo más de tres meses.
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