Si
alguna vez te desvela mi optimismo, no me reprendas.
Si
alguna vez te molesta mi sonrisa, por a destiempo, no me riñas.
Si
alguna vez te incomoda mi sed de aventura, acércame tu cantimplora,
que yo seguiré la senda.
Si
alguna vez te cansas de cabalgar conmigo, pídeme con tu mirada que
tire de las riendas de mi corcel.
Si
alguna vez adviertes como caigo sin paracaídas, confía en mí, sé
cómo remontar el vuelo.
Si
alguna vez, aclarando la oscuridad de nuestra habitación las
primeras luces de la mañana entrando por las rendijas de la persiana
de color marrón que pusimos meses atrás tras tocarnos el cupón de
la ONCE, percibes que no soy tan bello como cuando me conociste, date
media vuelta y piensa, aunque sólo sea pensar, que tienes mucha
parte de culpa en mi adquirida fealdad.
Si
alguna vez notas que he vuelto a restregar ajo en mi tostada con
aceite, haciendo caso omiso o ignorando tu repulsa hacia esa
hortaliza, sólo decirte que ni me lo tomes en cuenta ni que te sirva
de pábulo para enojarte, que si sucede, pudiera ser debido a que es
una llamada de atención, intencionada por mi parte, para hacerte
comprender que las llamas pierden consistencia si no se le alimenta
con buena madera.
Si
alguna vez te sorprende, haciéndote pensar lo que no debiera, que te
colme de mimos, carantoñas o regalos, no creas que lo hago por las
razones que tu pudieras hacerlo conmigo, sino que, y esto te lo digo
tal como lo siento, me apetecía; simplemente me apetecía.
Si
alguna vez me ves salir de casa cargado con la mochila y con el
cepillo de dientes eléctrico que me regalaste cuando cumplí los
cuarenta y ocho, no creas que me voy a hacer el Camino de Santiago
que tengo pendiente desde hace ya unos años (desde antes que me
regalaras el cepillo de dientes eléctrico), sino que a lo mejor, y
te digo que a lo mejor, no vuelvo más.
Por
cierto, cariño, ¿dónde está mi mochila y el cargador del cepillo eléctrico?