viernes, 20 de marzo de 2020

SÉPTIMO

Séptimo día de confinamiento. Una semana. Coronavirus, cabrón. Las cifras aumentan, pero nuestra fuerza también. El final no se ve, pero esa incertidumbre nos hace más fuerte y nos apiña más. No podemos desfallecer. No podemos caer en el error que cayeron los sufridores de la peste negra a mediados del siglo XIV. El comportamiento de la población ante aquella epidemia fue muy dispar. Mientras que los más pudientes huían a sus villas con el fin de escapar de la enfermedad, como bien se relata en el Decamerón, los que no tenían esa posibilidad de escapar, se entregaron a los placeres mundanos al presentir que su fin estaba cerca. Otros se apoyaron en la fe, haciéndose más devotos de lo que ya eran, mientras que otros se encerraron en sus casas con el fin de no relacionarse con nadie por miedo al contagio. Nosotros, ahora, no. Nosotros hechos una piña, aunque nos encontremos elementos discordantes. 

Y para ello vamos a seguir recordando la historia de aquella parisina.

El porteño, después de entrecruzar nuestras manos, sacó su Mont Blanc para rellenar el cheque. Tuve un momento de lucidez y le salí de inmediato al paso, antes que firmase, dejándole claro que no era muy amante de los cheques, que me gustaban ver a los billetes verdes de mil pesetas unos encima de otros formando un taco. El argentino, con toda la parsimonia del mundo, y sin inmutarse me dijo que no había problema, pero que tendría que esperar a llegar a Sevilla para ir a una oficina bancaria, y eso tendría que esperar al día siguiente, ya que el avión, tras el transbordo en Madrid no tomaría tierra en San Pablo hasta después de las diez de la noche. Yo recuerdo, que me mosqueé un poco, y ni corto ni perezoso, acordándome de diez letras de mi Opel Kadett le dije que teníamos cinco hora de transbordo en Madrid, que en el aeropuerto habría con toda seguridad alguna oficina bancaria donde sacar el dinero, a lo que él me contestó que así lo haría.
Ya en el aeropuerto madrileño, a solas con mi mujer, le relaté todo lo sucedido, apreciando que la incredulidad se adueñaba de su cara y de sus gestos. “Vamos a ver, me dijo, no te echo la bronca porque sé que el argentino ese no va a volver con las noventa mil pesetas, pero la parisina se compró porque desde que la vi me sedujo, y cuando yo le ponga un buen marco ni te imagina cómo se va a hermosear tu salón”. “Pero niña, que con las noventa mil pesetas te lleno yo las cuatro paredes de parisinas; y encima soy capaz de comprarte hasta un reloj de pared”, le dije al tiempo que le pellizcaba la mejilla a modo de caricia con el interior de mis dedos índice y corazón. “Así que, continué convenciéndola, si vuelve el gordito feliz, le recogemos muy gustosamente el fajo de billetes, le damos la parisina y ya nos pasaremos por un buen anticuario y te compras un par de buenos cuadros ya enmarcados y todo”. Realmente creo que la convencí, pero debo de admitir que el paso de los minutos sin ver aparecer al argentino, me hizo pensar que aquello había sido un fiasco y que la intención del boludo orondo no era otra que quedarse con la parisina de mi mujer y donarme un cheque sin fondo. Al final, como casi siempre, las mujeres llevan razón.
Pero cuál no sería nuestra sorpresa que una hora antes de embarcar, nos vimos aparecer a Honorio, que así se llamaba el argentino, haciéndonos señales con el brazo y acercándose hacia nosotros con una sonrisa de oreja a oreja y dándose golpecitos en el lado del corazón como diciendo que en el bolsillo interior de su Armani llevaba las noventa.

Y ya lo vamos a dejar para mañana, esperando que las noticias sean mejores.

Y no olvidar eso de “seguir en casa”. Ya queda menos.
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