Séptimo
día de confinamiento. Una semana. Coronavirus, cabrón. Las cifras
aumentan, pero nuestra fuerza también. El final no se ve, pero esa
incertidumbre nos hace más fuerte y nos apiña más. No podemos
desfallecer. No podemos caer en el error que cayeron los sufridores
de la peste negra a mediados del siglo XIV. El comportamiento de la
población ante aquella epidemia fue muy dispar. Mientras que los más
pudientes huían a sus villas con el fin de escapar de la enfermedad,
como bien se relata en el Decamerón, los que no tenían esa
posibilidad de escapar, se entregaron a los placeres mundanos al
presentir que su fin estaba cerca. Otros se apoyaron en la fe,
haciéndose más devotos de lo que ya eran, mientras que otros se
encerraron en sus casas con el fin de no relacionarse con nadie por
miedo al contagio. Nosotros, ahora, no. Nosotros hechos una piña,
aunque nos encontremos elementos discordantes.
Y
para ello vamos a seguir recordando la historia de aquella parisina.
El
porteño, después de entrecruzar nuestras manos, sacó su Mont Blanc
para rellenar el cheque. Tuve un momento de lucidez y le salí de
inmediato al paso, antes que firmase, dejándole claro que no era muy
amante de los cheques, que me gustaban ver a los billetes verdes de
mil pesetas unos encima de otros formando un taco. El argentino, con
toda la parsimonia del mundo, y sin inmutarse me dijo que no había
problema, pero que tendría que esperar a llegar a Sevilla para ir a
una oficina bancaria, y eso tendría que esperar al día siguiente,
ya que el avión, tras el transbordo en Madrid no tomaría tierra en
San Pablo hasta después de las diez de la noche. Yo recuerdo, que me
mosqueé un poco, y ni corto ni perezoso, acordándome de diez letras
de mi Opel Kadett le dije que teníamos cinco hora de transbordo en
Madrid, que en el aeropuerto habría con toda seguridad alguna
oficina bancaria donde sacar el dinero, a lo que él me contestó que
así lo haría.
Ya
en el aeropuerto madrileño, a solas con mi mujer, le relaté todo lo
sucedido, apreciando que la incredulidad se adueñaba de su cara y de
sus gestos. “Vamos a ver, me dijo, no te echo la bronca porque sé
que el argentino ese no va a volver con las noventa mil pesetas, pero
la parisina se compró porque desde que la vi me sedujo, y cuando yo
le ponga un buen marco ni te imagina cómo se va a hermosear tu
salón”. “Pero niña, que con las noventa mil pesetas te lleno yo
las cuatro paredes de parisinas; y encima soy capaz de comprarte
hasta un reloj de pared”, le dije al tiempo que le pellizcaba la
mejilla a modo de caricia con el interior de mis dedos índice y
corazón. “Así que, continué convenciéndola, si vuelve el
gordito feliz, le recogemos muy gustosamente el fajo de billetes, le
damos la parisina y ya nos pasaremos por un buen anticuario y te
compras un par de buenos cuadros ya enmarcados y todo”. Realmente
creo que la convencí, pero debo de admitir que el paso de los
minutos sin ver aparecer al argentino, me hizo pensar que aquello
había sido un fiasco y que la intención del boludo orondo no era
otra que quedarse con la parisina de mi mujer y donarme un cheque sin
fondo. Al final, como casi siempre, las mujeres llevan razón.
Pero
cuál no sería nuestra sorpresa que una hora antes de embarcar, nos
vimos aparecer a Honorio, que así se llamaba el argentino,
haciéndonos señales con el brazo y acercándose hacia nosotros con
una sonrisa de oreja a oreja y dándose golpecitos en el lado del
corazón como diciendo que en el bolsillo interior de su Armani
llevaba las noventa.
Y
ya lo vamos a dejar para mañana, esperando que las noticias sean
mejores.
Y
no olvidar eso de “seguir en casa”. Ya queda menos.