Seiscientos
gramos de gambas blancas, algo más de trescientos de langostinos,
medio kilo bien despachado de cañaillas y un bogavante de no sé
cuanto. En la misma mesa, compartiendo espacio, una botella de Sangre
de Giuda, made in Italy, y una de Ribera tinto de la última cosecha
Excelente, que para gusto …., los sabores ( y ahora los entendidos
dirán que al marisco le viene mejor un blanco; bueno, pues muy
bien). Y de postre, una buena merenga de dos pisos y una delicatessen
de chantilly, acompañadas ambas, del resto, más de media, de la
copa de Pesquera.
Y ya,
en mi reclinable, con los auriculares puestos, escuchando al filipino
Aute, autor de una enorme y grandiosa poesía visual, a esperar la
visita de las ahora añoradas musas. ¿Canallas, que me tenéis
abandonado!
Muchas
lunas soportando los casi cuatro minutos de brutales embestidas sin
rechistar y sintiendo tan solo como se humedecían sus mejillas,
muchos bruscos despertares sintiendo como su prenda más íntima era
desgarrada, y muchos, por enumerar algunos tan solo, sueños en
soledad preguntándose si la palabra dulzura existía en una
relación.
Quizás,
todos esos “muchos” fueron los que la impulsara, en sus continuas
visitas a la biblioteca municipal, a entablar amistad con ese hombre,
que al igual que ella, era asiduo a soñar despierto. Entre
cigarrillos en el soportal de la biblioteca y asientos contiguos en
el bus urbano, fue naciendo una complicidad que acabo donde tenía
que acabar.
Deseándolo,
pero temiéndolo, porque era así, oyó como él cerraba la puerta
con llaves, viéndose enseguida envuelta en la robustez de los
fornidos brazos de su deseado amigo. Los labios de aquellos dos seres
insatisfechos se entrecruzaron, y ni uno ni otro esperaban que aquel
primer contacto durase tanto tiempo. Ella, sobre todo ella, se dejaba
llevar por aquella atmósfera tan, al mismo tiempo, deseada como
desconocida. Existía -se decía-, realmente existe. Sus manos,
descontroladas por su voluntad, emulando a las de su compañero de
biblioteca, planchaban suavemente las arrugas que la camisa de rayas
había cogido en el asiento del bus de la linea 4, todo ello sin
dejar de saborear los labios de su amante. Paso a paso se fueron
acercando al dormitorio, donde, nada más cruzar el marco de la
puerta de acceso, sintió como su vestido se levantaba por su parte
trasera y comenzaba a sentir la hercúlea mano de su acompañante por
su zona lumbar; nuevamente piel con piel. Sorprendida, comenzaba a
sentir sensaciones inusuales para ella.
Los
minutos pasaban unos tras otros y no cejaban los besos, abrazos,
mimos y miradas. Después de muchos, su vestido desabotonado se posó
en el suelo de mármol avetado, por debajo de sus zapatos azules de
algo más de medio tacón, dejando al descubierto su recién
estrenada ropa interior, comprada el día antes en la sección de
lencería de unos grandes almacenes. Con exquisitez y ternura sintió
como su cuerpo era desplegado en el dos por dos de viscolastic,
comenzando a vivir los mejores momentos de su existencia. ¡Dios!
-pensaba ella-, hoy no hay embestidas ni brusquedades, hoy no hay
arremetidas ni cuatro minutos mal contados. Hoy, con los ojos
cerrados, y con miedo a abrirlos, por si ello le suponía bajar del
cielo, se dejaba mecer en los brazos del deleite.
Mientras,
él, ansioso por entrar en sus entrañas, se resistía y no cejaba de
recorrer parsimoniosamente aquel cuerpo todavía, después de algo
más de horas desde que cerrase la puerta con llaves, vestido por
aquellas dos piezas de color malva.
Después
de mucho más de cuatro minutos, y sin embestidas como las que tanto
estaba acostumbrada a soportar, ella le pidió con su mirada que la
desnudase.