Desesperados
por aquella fragorosa noche, poco antes de amanecer, nos levantamos
los dos a oscuras intentando no hacer ruido con el fin de no molestar
a la parejita. Así y todo, con la luz del cuarto de baño, no
tuvimos más remedio que soltar unas carcajadas al ver aquéllos casi
ciento ochenta centímetros de altura y casi ochenta kilos de carne,
envueltos en piel lechosa, de la fornida austriaca, que cubrían casi
por completo el raquítico cuerpo del portugués, hasta el punto que
tuvimos que cerciorarnos que aun seguía allí.
Como
habíamos quedado todos los miembros del grupo en desayunar a las
ocho, una vez duchados y pertrechados para nuestra segunda etapa,
fuimos pagando y saldando cuenta con los posaderos, a los cuales,
aprovechamos para darle las gracias por su amabilidad.
Ya
en el camino, con la mayoría del grupo con ganas de haber dormido
algo mas, sobre todo la hercúlea austriaca y el esmirriado
portugués, pareja a la que ya en el desayuno le habíamos atribuido
el remoquete de “la una y media”, comenzamos a encontrarnos con
los peregrinos más madrugadores, que sólo tenían en su mente el
completar la
credencial, que era la cartilla que todos los peregrinos obtenían al
principio de su itinerario y que iban sellando en los puntos
establecidos para ello a lo largo del camino. En este sentido, todos
aquellos peregrinos que nos encontrásemos en esta jornada, llevarían
su credencial a falta tan solo del último sello, precisamente el que
le estampasen en la catedral de Santiago y con la que conseguirían
la tan ansiada “Compostela” que acreditaba haber realizado el
camino. Nosotros, y me refiero al grupo primario de ocho, después de
alguna que otra triquiñuela que no hay porqué recordar, conseguimos
la credencial en la mismísima catedral pero sin ningún sello
estampado, ya que por entonces no habíamos comenzado el camino,
siendo nuestro primer sello el que conseguimos en la iglesia de Santa
Eulalia, en O Pedrouzo, donde se extrañaron que nuestra credencial
no tuviese ninguna señal de paso del camino, teniéndole que echar
una pequeña y benevolente trola para que nos pusieran el sello. Lo
que si estaba claro es que si hubiesen vigilado nuestro
comportamiento, no nos hubieran concedido la credencial, ya que como
bien se explica en ella, se concede sólo a quien hace la
peregrinación con sentido cristiano, matiz éste del que, visto lo
visto, nos alejamos un mucho.
Las
que si estaban rebosantes de sellos eran las credenciales de los
nuevos componentes del grupo. Las austriacas habían comenzado su
camino en Astorga, con diez o doce sellos, y el portugués, con la
“Compostela” en su poder, al haber comenzado en Portugal, tenía
un rosario de estampaciones.
Al
igual que ocurriese en la primera de nuestras etapas, el rosario de
peregrinos renqueantes con los que nos cruzábamos, ponían caras de
extrañeza al ver nuestro sentido de marcha, pululando por sus
cabezas mil y una hipótesis que explicaran nuestro ilógico
proceder. Era por ello por lo que fueron muchos los que al cruzarse
con nosotros, disparaban frases en cierto tono irónico y burlesco.
Tan
hartos estábamos ya de ese tipo de comentarios que, para abstraernos
y que no calaran en nuestros pensamientos, en nuestra moral y en
nuestras ganas de pasárnoslo bien, inventamos un juego que consistía
en tener que acertar el origen de esos maltrechos peregrinos cuando
todavía se encontraban a algo más de cien metros de nosotros.
Elegíamos sobre la marcha a un grupo y todos escogíamos una región
española de procedencia. Al tiempo que llegaban a nuestra altura, y
antes que ellos hiciesen ningún comentario, uno de nosotros le
preguntábamos de dónde eran. Tras la respuesta, el que hubiese
acertado de nosotros tenía que gritar un “te lo dije pisha, te lo
dije”, a lo que el resto del grupo le contestaba con un caluroso
aplauso. Cuando no había ningún acertante, se escuchaba un
estruendoso “oooohhhhh” por nuestra parte. Las caras de asombro
de los peregrinos dibujaban expresiones múltiples ante nuestra
“locura”, extrayendo por nuestra parte de esa reacción, la
idiosincracia y el carácter de la región de procedencia de los
preguntados; no era la misma reacción la de un andaluz que la de un
catalán, o la de un vasco que la de un castellano, por poner un
ejemplo.
La
verdad es que entre unos “te lo dije pisha, te lo dije” y unos
“oooohhhhh”, nos plantamos casi sin darnos cuenta, pasada la
aldea de Boavista, en en el arroyo Langüello, a menos de dos horas
de nuestro punto final en el día de hoy, aprovechando para hacer un
pequeño alto en el camino y refrescarnos un poco los pies.
Allí
entablamos conversación con un grupo de neozelandeses, compuesto por
dos mujeres y tres hombres; aunque más bien que conversación,
podemos decir que fue un arduo y penoso chapurreo en inglés, sobre
todo por parte de nosotros los españoles, ya que las austriacas sí
que tenían un fluido inglés. Muestra de ese fluido entendimiento
fue que la fornida y fogosa austriaca se alejó del grupo en compañía
de uno de los neozelandeses, también corpulento y fornido, hasta
detrás de una tupida malla de tojos, donde sin mediar muchas
palabras y sin tener en cuenta que nos encontrábamos a escasos
treinta metros, nos ofrecieron una sintonía de sonidos libidinosos.
Estaba claro que la “una”, olvidándose por un momento de su “y
media”, buscaba nuevas relaciones internacionales.
Palabras
sí que tuvieron que haber en aquél encuentro detrás del tojal, ya
que a su vuelta, el fornido neozelandés tuvo un encuentro dialéctico
con sus compañeros de grupo, pidiéndonos a continuación, todo
chapurreando, claro está, la posibilidad de unión entre los dos
grupos, accediendo por su parte a deshacer su camino. Por nuestra
parte no hubo ningún inconveniente, viendo de esta manera crecer el
grupo hasta un número de veinte.
Nunca
supimos lo que la fornida le dijo al fornido, pero estaba claro que
se lo tuvo que pintar todo de color de rosa para que los de nuestras
antípodas tomasen la decisión de cambiar de sentido de marcha. A
pesar de todo, y haciendo honor a la verdad, hay que decir que cuando
volvimos al camino, la österreichische volvió junto a su
escuchimizado portugués, al que no dejó de hacerle carantoñas en
todo lo que restó de etapa.
Así
llegamos el grupo de veinte hasta la hermosa capilla de Santa Irene,
a escaso un kilómetro de nuestro destino final, Arzúa. Rodeada de
un majestuoso robledal, que por esta zona le llaman carballeira, esta
capilla de finales del siglo XVII era un hervidero de pestilentes
peregrinos que iban buscando la fuente del mismo nombre, Santa Irene,
que según la tradición, es la fuente de la eterna juventud, por lo
que todo aquél que se lave la cara con su agua se conservará
siempre joven. La verdad es que la mayoría de los peregrinos que se
encontraban allí, además de la cara, deberían de desprenderse de
sus ropajes para lavarse las interioridades, porque, a pesar de estar
al aire libre, algunos no eran aconsejables para que fueran compañía
íntima ni cercana.
Y
la verdad fue que la estancia en la fuente de la eterna juventud
sirvió para corroborar que, a pesar de que la “sintonía tojal”,
que fue como la llamamos desde que ocurrió, fuese del agrado de la
ígnea austriaca, desde su vuelta al grupo no dejó de, como apunté
anteriormente, actuar como una carantoñera con su portugués,
llegando al punto de ser ella la que con sus garatusas, humedeciera
el rostro del luso con el agua de la fuente de Santa Irene, como
diciéndole “¡no te enfades tú, caballito mío, por haber estado
con ese finolis, que cuando podamos vamos a hacer sonar toda una
sinfonía!”.
Y
con la esperanza de que hiciese efecto esa agua milagrosa, en un
abrir y cerrar de ojo llegamos a Arzúa, donde sus soportales y
fachadas revestidas de madera nos dieron la bienvenida. Tras cruzar
la empedrada rúa do Carmen llegamos a la rúa Cima do Lugar, donde
está situado el albergue público. Y bingo: de las cuarenta y tantas
camas que tiene, la mayoría en literas, conseguimos que nos
acogieran a los veinte; claro está, si llevábamos la credencial del
peregrino. Como así era, no tuvimos problemas, eso sí, previo pago
de seis euros por cabeza. Fue entonces, y como detalle de bienvenida
por nuestra parte, y sin que sirviera de precedente, como se lo
advertimos a todos, decidimos pagar el alojamiento de todo el grupo;
o sea, ciento veinte euros del ala que saqué de mi bolsillo y que
recogió muy amablemente la hospedera, quien nos dijo que a lo largo
del día nos haría llegar veinte sábanas desechables y que antes de
las ocho de la mañana teníamos que salir.
Tras
utilizar una de las dos duchas existentes y organizar un turno de
guardia para vigía de las mochilas, todos los miembros del grupo
salimos a la calle para buscar manduca, si bien los españoles y el
portugués pasamos antes por la iglesia de la Magdalena para que nos
sellaran la credencial, ya que austriacas y neozelandeses la habían
sellado en su anterior paso.
Uns
pican e outros non. Eso es lo que dicen de los pimientos de Padrón,
de los auténticos, de los de denominación de origen, de los que se
cultivan a escasos cuarenta kilómetros de donde nos encontrábamos.
Pues eso fue lo primero que nos pedimos para abrir boca: tres o
cuatro platos de pimientos de Padrón. Y fue a la frondosa fogosa a
quien le tocó el primero de los que pican. Era para verla: abría la
boca, gritaba, bufaba, se ponía colorada, volvía a bufar, bebía
cerveza, agua, tinto, blasfemaba, maldecía, volvía a bufar y no
dejaba de pedir ayuda; todos reíamos y sólo el portugués trataba
de tranquilizarla. La verdad fue que llamó la atención de todos los
comensales que se encontraban en otras mesas, sacándole a todos unas
risotadas y multitud de comentarios. El portugués, con el fin de
demostrar no sabemos qué, ya que se lo había demostrado todo lo que
a ella le interesaba, cogió del plato la porción de pimiento que su
amiga había dejado de mala manera y, en un alarde de valentía y
dedicándole un “vale para você”, que traducido al español
significa “va por ti”, se introdujo en su boca todo el pimiento,
incluido el rabo, sacando de la austriaca unas sonrisas y no sé
cuántos besos. La verdad fue que pasamos un almuerzo de lo más
divertido.
Tras
un par de digestivos con alcohol propios de la tierra, nos retiramos
hasta el albergue para descansar hasta la hora de la cena, teniendo
en cuenta que la etapa del día siguiente era más larga y más
rompepiernas que las dos que llevábamos a las espaldas, esperando
que no hubiese banda sonora, más que nada por respeto a los
peregrinos que nos acompañarían en la habitación del albergue y a
los que no conocíamos de nada.