lunes, 29 de junio de 2015

EL DESCAMINO DE SANTIAGO. 2ª ETAPA. O PEDROUZO – ARZÚA.


Desesperados por aquella fragorosa noche, poco antes de amanecer, nos levantamos los dos a oscuras intentando no hacer ruido con el fin de no molestar a la parejita. Así y todo, con la luz del cuarto de baño, no tuvimos más remedio que soltar unas carcajadas al ver aquéllos casi ciento ochenta centímetros de altura y casi ochenta kilos de carne, envueltos en piel lechosa, de la fornida austriaca, que cubrían casi por completo el raquítico cuerpo del portugués, hasta el punto que tuvimos que cerciorarnos que aun seguía allí.
Como habíamos quedado todos los miembros del grupo en desayunar a las ocho, una vez duchados y pertrechados para nuestra segunda etapa, fuimos pagando y saldando cuenta con los posaderos, a los cuales, aprovechamos para darle las gracias por su amabilidad.

Ya en el camino, con la mayoría del grupo con ganas de haber dormido algo mas, sobre todo la hercúlea austriaca y el esmirriado portugués, pareja a la que ya en el desayuno le habíamos atribuido el remoquete de “la una y media”, comenzamos a encontrarnos con los peregrinos más madrugadores, que sólo tenían en su mente el completar la credencial, que era la cartilla que todos los peregrinos obtenían al principio de su itinerario y que iban sellando en los puntos establecidos para ello a lo largo del camino. En este sentido, todos aquellos peregrinos que nos encontrásemos en esta jornada, llevarían su credencial a falta tan solo del último sello, precisamente el que le estampasen en la catedral de Santiago y con la que conseguirían la tan ansiada “Compostela” que acreditaba haber realizado el camino. Nosotros, y me refiero al grupo primario de ocho, después de alguna que otra triquiñuela que no hay porqué recordar, conseguimos la credencial en la mismísima catedral pero sin ningún sello estampado, ya que por entonces no habíamos comenzado el camino, siendo nuestro primer sello el que conseguimos en la iglesia de Santa Eulalia, en O Pedrouzo, donde se extrañaron que nuestra credencial no tuviese ninguna señal de paso del camino, teniéndole que echar una pequeña y benevolente trola para que nos pusieran el sello. Lo que si estaba claro es que si hubiesen vigilado nuestro comportamiento, no nos hubieran concedido la credencial, ya que como bien se explica en ella, se concede sólo a quien hace la peregrinación con sentido cristiano, matiz éste del que, visto lo visto, nos alejamos un mucho.
Las que si estaban rebosantes de sellos eran las credenciales de los nuevos componentes del grupo. Las austriacas habían comenzado su camino en Astorga, con diez o doce sellos, y el portugués, con la “Compostela” en su poder, al haber comenzado en Portugal, tenía un rosario de estampaciones.


Al igual que ocurriese en la primera de nuestras etapas, el rosario de peregrinos renqueantes con los que nos cruzábamos, ponían caras de extrañeza al ver nuestro sentido de marcha, pululando por sus cabezas mil y una hipótesis que explicaran nuestro ilógico proceder. Era por ello por lo que fueron muchos los que al cruzarse con nosotros, disparaban frases en cierto tono irónico y burlesco.
Tan hartos estábamos ya de ese tipo de comentarios que, para abstraernos y que no calaran en nuestros pensamientos, en nuestra moral y en nuestras ganas de pasárnoslo bien, inventamos un juego que consistía en tener que acertar el origen de esos maltrechos peregrinos cuando todavía se encontraban a algo más de cien metros de nosotros. Elegíamos sobre la marcha a un grupo y todos escogíamos una región española de procedencia. Al tiempo que llegaban a nuestra altura, y antes que ellos hiciesen ningún comentario, uno de nosotros le preguntábamos de dónde eran. Tras la respuesta, el que hubiese acertado de nosotros tenía que gritar un “te lo dije pisha, te lo dije”, a lo que el resto del grupo le contestaba con un caluroso aplauso. Cuando no había ningún acertante, se escuchaba un estruendoso “oooohhhhh” por nuestra parte. Las caras de asombro de los peregrinos dibujaban expresiones múltiples ante nuestra “locura”, extrayendo por nuestra parte de esa reacción, la idiosincracia y el carácter de la región de procedencia de los preguntados; no era la misma reacción la de un andaluz que la de un catalán, o la de un vasco que la de un castellano, por poner un ejemplo.
La verdad es que entre unos “te lo dije pisha, te lo dije” y unos “oooohhhhh”, nos plantamos casi sin darnos cuenta, pasada la aldea de Boavista, en en el arroyo Langüello, a menos de dos horas de nuestro punto final en el día de hoy, aprovechando para hacer un pequeño alto en el camino y refrescarnos un poco los pies.
Allí entablamos conversación con un grupo de neozelandeses, compuesto por dos mujeres y tres hombres; aunque más bien que conversación, podemos decir que fue un arduo y penoso chapurreo en inglés, sobre todo por parte de nosotros los españoles, ya que las austriacas sí que tenían un fluido inglés. Muestra de ese fluido entendimiento fue que la fornida y fogosa austriaca se alejó del grupo en compañía de uno de los neozelandeses, también corpulento y fornido, hasta detrás de una tupida malla de tojos, donde sin mediar muchas palabras y sin tener en cuenta que nos encontrábamos a escasos treinta metros, nos ofrecieron una sintonía de sonidos libidinosos. Estaba claro que la “una”, olvidándose por un momento de su “y media”, buscaba nuevas relaciones internacionales.
Palabras sí que tuvieron que haber en aquél encuentro detrás del tojal, ya que a su vuelta, el fornido neozelandés tuvo un encuentro dialéctico con sus compañeros de grupo, pidiéndonos a continuación, todo chapurreando, claro está, la posibilidad de unión entre los dos grupos, accediendo por su parte a deshacer su camino. Por nuestra parte no hubo ningún inconveniente, viendo de esta manera crecer el grupo hasta un número de veinte.
Nunca supimos lo que la fornida le dijo al fornido, pero estaba claro que se lo tuvo que pintar todo de color de rosa para que los de nuestras antípodas tomasen la decisión de cambiar de sentido de marcha. A pesar de todo, y haciendo honor a la verdad, hay que decir que cuando volvimos al camino, la österreichische volvió junto a su escuchimizado portugués, al que no dejó de hacerle carantoñas en todo lo que restó de etapa.
Así llegamos el grupo de veinte hasta la hermosa capilla de Santa Irene, a escaso un kilómetro de nuestro destino final, Arzúa. Rodeada de un majestuoso robledal, que por esta zona le llaman carballeira, esta capilla de finales del siglo XVII era un hervidero de pestilentes peregrinos que iban buscando la fuente del mismo nombre, Santa Irene, que según la tradición, es la fuente de la eterna juventud, por lo que todo aquél que se lave la cara con su agua se conservará siempre joven. La verdad es que la mayoría de los peregrinos que se encontraban allí, además de la cara, deberían de desprenderse de sus ropajes para lavarse las interioridades, porque, a pesar de estar al aire libre, algunos no eran aconsejables para que fueran compañía íntima ni cercana.
Y la verdad fue que la estancia en la fuente de la eterna juventud sirvió para corroborar que, a pesar de que la “sintonía tojal”, que fue como la llamamos desde que ocurrió, fuese del agrado de la ígnea austriaca, desde su vuelta al grupo no dejó de, como apunté anteriormente, actuar como una carantoñera con su portugués, llegando al punto de ser ella la que con sus garatusas, humedeciera el rostro del luso con el agua de la fuente de Santa Irene, como diciéndole “¡no te enfades tú, caballito mío, por haber estado con ese finolis, que cuando podamos vamos a hacer sonar toda una sinfonía!”.
Y con la esperanza de que hiciese efecto esa agua milagrosa, en un abrir y cerrar de ojo llegamos a Arzúa, donde sus soportales y fachadas revestidas de madera nos dieron la bienvenida. Tras cruzar la empedrada rúa do Carmen llegamos a la rúa Cima do Lugar, donde está situado el albergue público. Y bingo: de las cuarenta y tantas camas que tiene, la mayoría en literas, conseguimos que nos acogieran a los veinte; claro está, si llevábamos la credencial del peregrino. Como así era, no tuvimos problemas, eso sí, previo pago de seis euros por cabeza. Fue entonces, y como detalle de bienvenida por nuestra parte, y sin que sirviera de precedente, como se lo advertimos a todos, decidimos pagar el alojamiento de todo el grupo; o sea, ciento veinte euros del ala que saqué de mi bolsillo y que recogió muy amablemente la hospedera, quien nos dijo que a lo largo del día nos haría llegar veinte sábanas desechables y que antes de las ocho de la mañana teníamos que salir.
Tras utilizar una de las dos duchas existentes y organizar un turno de guardia para vigía de las mochilas, todos los miembros del grupo salimos a la calle para buscar manduca, si bien los españoles y el portugués pasamos antes por la iglesia de la Magdalena para que nos sellaran la credencial, ya que austriacas y neozelandeses la habían sellado en su anterior paso.

Uns pican e outros non. Eso es lo que dicen de los pimientos de Padrón, de los auténticos, de los de denominación de origen, de los que se cultivan a escasos cuarenta kilómetros de donde nos encontrábamos. Pues eso fue lo primero que nos pedimos para abrir boca: tres o cuatro platos de pimientos de Padrón. Y fue a la frondosa fogosa a quien le tocó el primero de los que pican. Era para verla: abría la boca, gritaba, bufaba, se ponía colorada, volvía a bufar, bebía cerveza, agua, tinto, blasfemaba, maldecía, volvía a bufar y no dejaba de pedir ayuda; todos reíamos y sólo el portugués trataba de tranquilizarla. La verdad fue que llamó la atención de todos los comensales que se encontraban en otras mesas, sacándole a todos unas risotadas y multitud de comentarios. El portugués, con el fin de demostrar no sabemos qué, ya que se lo había demostrado todo lo que a ella le interesaba, cogió del plato la porción de pimiento que su amiga había dejado de mala manera y, en un alarde de valentía y dedicándole un “vale para você”, que traducido al español significa “va por ti”, se introdujo en su boca todo el pimiento, incluido el rabo, sacando de la austriaca unas sonrisas y no sé cuántos besos. La verdad fue que pasamos un almuerzo de lo más divertido.
Tras un par de digestivos con alcohol propios de la tierra, nos retiramos hasta el albergue para descansar hasta la hora de la cena, teniendo en cuenta que la etapa del día siguiente era más larga y más rompepiernas que las dos que llevábamos a las espaldas, esperando que no hubiese banda sonora, más que nada por respeto a los peregrinos que nos acompañarían en la habitación del albergue y a los que no conocíamos de nada.


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