miércoles, 19 de octubre de 2016

BUEN DEPORTE ÉSTE

Me contó hace unos días un amigo de la infancia, un hecho, que más que curioso, me pareció en un primer momento, carente de todo tipo de verosimilitud. Y digo en un primer momento porque, con el paso de las horas, después de versarme un poco, o para decir verdad, un mucho sobre el medio utilizado por este amigo para llevar a cabo la historia que me relató, tengo que reconocer que me creo al pie de la letra todo lo que a él le sucedió.
Pues me contaba ese amigo de la infancia, ya algo talludito, que había vivido una experiencia que, aunque intentó inútilmente repetirla con posterioridad, fue de lo más excitante y extraordinaria que le ha ocurrido en su vida.

Asiduo concurrente a las clases de parapente sin motor en la Sierra de Líjar, en Algodonales, fueron muchas las ocasiones en las que surcó los cielos de la serranía gaditana. Hasta ese momento, y me refiero al momento en el que le ocurrió la historia que me relató y que yo os relato a continuación, todos sus vuelos, según él más de cien, se habían limitado a sobrevolar a mayor o menor altura las cercanías del pueblo de Algodonales, no alejándose en demasía, siempre por consejos de sus profesores.

Me cuenta que ese mismo día, antes de dar el salto, uno de sus profesores le estuvo hablando de las corrientes de aire que últimamente, y con mayor asiduidad de lo común, se estaban dando en la zona. Le estuvo explicando cómo debería actuar en el caso que se encontrase con una de esas corrientes de aire. Todas éstas eran controlables siempre que supiese maniobrar el parapente. Todas menos una. Era la que llamaban los franceses “le courant d'air de l'amitié”, “la corriente de la amistad”. Proseguía el profesor diciéndole que dicha corriente de aire era como una fuerza sobrenatural contra la que no se podía luchar, aunque era muy difícil que en estos tiempos que corremos pudiera aparecer. Caso que tuviese la suerte de entrar en su radio de acción, le aconsejaba que se relajase y que se dejase llevar. Todo intento de contrarrestar su fuerza y deseo, resultaría en vano.

Este amigo de la infancia me contó que, ya con el anclaje puesto y toda la campana desplegada en el suelo, estuvo a punto de abortar la salida, de desistir en ese día a sentirse libre en las alturas. Pero también me contó mi amigo de la infancia que, sin él quererlo, sintió una voz en su interior que le obligó a saltar.
Y así lo hizo. Saltó sin saber porqué y, en muy pocos segundos, empezó a sentir una sensación que nunca antes había experimentado. Sus intentos por maniobrar su parapente, como ya le predijo su profesor, resultaban inútiles. Y sin pensarlo dos veces, se dejó llevar.

Lo primero que notó fue que, pese a la altura que consiguió, muy superior a la de los anteriores vuelos, la temperatura era muy agradable, hasta el punto de sentir la necesidad de despojarse de la parte superior del mono de neopreno que llevaba, dejando su tronco al descubierto. Tenía la sensación de ir en una burbuja. Era sin duda la “corriente de la amistad”.

Prosigue contándome mi amigo que, tomada una considerable altura, observó que la corriente lo llevaba con un rumbo, gracias a la brújula que portaba, entorno a los 135º, en dirección sudeste.
Sin darse cuenta, oteó el pueblo de Ronda, aunque la altura que llevaba le impedía entrar en detalles. Lo que sí recuerda es que sobrevolaba la carretera que va desde la mencionada localidad hasta la costa, sintiendo que, poco a poco iba en un progresivo descenso. Así llegó hasta el mar, concretamente hasta la localidad de San Pedro de Alcántara, la cual sobrevoló a una altura que rayaba la temeridad, impropia de la práctica del vuelo libre.
Observó muy sorprendido que, pese a su escasa altura de vuelo, los viandantes no se percataban de su presencia. Nadie levantaba la cabeza para observar su arriesgado vuelo, como si fuera invisible a los ojos de todas las personas. Bueno, de todas no. Se encontró con un señor que estaba jugando al golf en el campo de Guadalmina que sí le vio, dejando de patear para birdie en el hoyo diecisiete. Fue entonces cuando mi amigo comenzó a dar vueltas entorno al mencionado señor. Era como si la corriente le estuviese indicando a mi amigo que aquél señor, de espaldas cargadas, incipiente calvicie y nariz aguileña, formase parte de la experiencia que estaba viviendo, era como parte de su círculo.


Y de pronto, el parapente se elevó, alcanzando altura y deshaciendo el camino recorrido. Dirección noroeste, rumbo entorno a 315º. Muy pronto sobrevoló nuevamente la localidad de Ronda, pasando a continuación por el punto de salida, observando desde las alturas como sus compañeros no dejaban de dar vueltas al pueblo de Algodonales. Pero él seguía volando sin que nadie, ni sus profesores, percibiesen su presencia.
Y comenzaba a perder altura. De pronto se vio sobrevolando la localidad de Montellano. Su vuelo volvía a ser suicida por la escasa altura que llevaba. Pero nadie le veía. A las afueras de esa localidad, comenzó a repetir la misma maniobra que ya vivió en San Pedro de Alcántara: giraba entorno a un punto concreto. Este punto no era otro que un señor de aspecto enjuto, con lentes de patillas negras, que tapaba su avanzada calvicie con una gorra oscura y que iba a lomos de un burro. Este señor si le veía. También formaba parte del círculo.

Y tras varias vueltas, mi amigo vio como su cuerpo volvía a elevarse, prosiguiendo más o menos el mismo rumbo que traía. Sobrevoló por la provincia de Sevilla hasta llegar a su capital. Si el vuelo en las anteriores localidades fue suicida, allí, en Sevilla, su actitud fue de un verdadero kamikaze. Enfiló la avenida de las Palmeras, dejando a su derecha el gran Santuario Bético, y casi se empotra con la torre de Oro. Tomó cierta altura, la suficiente para dar con su trasero en la cruz del Giraldillo de la Giralda Catedral y de pronto se vio en la Casa de Pilato. En una bocacalle cercana, observó a un señor que era el único que le veía. De aspecto corpulento, cara ancha y sonrisa perenne en la boca, acompañaba a unos huéspedes australianos que iba a acomodar en su remozada pensión. Aunque ausente en los últimos años, también este señor era parte del círculo. Y se ensimismó al observar como mi amigo de la infancia le sobrevolaba una y otra vez, hasta que se perdió de su vista.

Y continuó volando. Mismo rumbo, misma dirección. Observó desde las alturas como abandonaba la Comunidad Andaluza y se internaba en la Extremeña. Tras pasar por inmensas dehesas pobladas de encinas y cerdos, comenzó el descenso hasta una localidad que según creo recordar se llamaba Montijo. Aquí, sus viandantes tampoco le veían, pero sí que todos, o casi todos, al unísono, entonaban como un grito de guerra que decía, “quillo, quillo, quillo, quillo”. Y nuevamente se repetía la maniobra. Su parapente comenzaba a dar vueltas entorno a un señor. Éste, era de aspecto despistado y socarrón y portaba una especie de colmillo de rinoceronte en el cuello, un póster de La Mala Rodríguez en una mano y en la otra un sifón. Este señor sí que veía a mi amigo. Este señor pertenecía también al círculo. Y este señor se atrevió a decirle a mi amigo de la infancia: “quillo, cuidao que te vas a caer”.

Y vuelta a tomar altura. Cambio de rumbo y dirección. 180º sur. De vuelta a nuestra Comunidad. Sobrevoló la provincia de Sevilla y se internó en la de Cádiz, perdiendo altura en un pueblo grande llamado Jerez, creo recordar. Allí sobrevoló el estadio de Chapín y observó como toda la plantilla de jugadores estaba sentada alrededor de una enorme pantalla, visionando todos los goles que ha marcado este año el equipo de este pueblo grande. Mi amigo observó desde las alturas cómo siempre repetían la misma jugada, no sabiendo el por qué.
Y se adentró por la avenida Álvaro Domecq, pasando por el Mamelón, y comenzando a girar nuevamente, justo encima del bar de la Moderna y de una Notaría que hay enfrente. Precisamente del portal de dicha Notaría salió un señor moreno, enchaquetado y con aspecto entre chulesco y niño travieso. Era la única persona que podía ver a mi amigo. Este señor también pertenecía al círculo.

Y nuevamente a las alturas. De nuevo otro cambio de rumbo. En esta ocasión se iba buscando el punto de donde salió: Algodonales. Mi amigo ya necesitaba pisar tierra firme. Y hacia allí se dirigía cuando observó un pequeño pueblo blanco a orillas de un pantano. Sintió la necesidad de bajar, de verlo de cerca, pero la corriente de aire, la “corriente de la amistad” no se lo permitía. Lucho contra ella accionando todos los tiradores del parapente, pero nada, no podía dominarla. Exhausto, casi desfallecido, hizo un último intento, pudiendo esta vez sí, dominarla. Ahora era él quien controlaba su vuelo. Y descendió a una altura prudente, observando sus hermosos jardines, sus monumentos, sus calles, sus gentes. Y comenzó a dar vueltas. Allí no había un señor, allí habían varios señores que le podían ver: desde un señor con buena planta y vestimenta, con bigote y en la puerta de un colegio, hasta otro señor, también con bigote, con vivienda cercana a la carretera nacional y con implantes dentales; desde un señor con el pelo ensortijado repartiendo trabajo, hasta otro señor con gafas, cara redonda y que habitaba en una calle que probablemente en algún tiempo tuvo casitas nuevas; desde un señor apolíneo que cogía “la verea” para Villamartín, hasta otro señor con aspecto de portero de fútbol y cara de buena gente que cogía el coche para la Cibeles. Y había más. Y todos, todos, pertenecían al círculo.

Y mi amigo de la infancia, emocionado, henchido de felicidad, cogió altura y en un santiamén regreso a su punto de partida.


Domingo
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