jueves, 26 de marzo de 2020

DECIMOTERCERO

Decimotercer día descoronavizante. Fuerte, muy fuerte, y lo peor es que se nos escapa de las manos, que no podemos hacer nada para que los números bajen; para que esa dichosa curva de la que tanto hablan los políticos vaya cogiendo pendiente abajo y se pierda en el subsuelo, en las alcantarillas y en las madronas. Y que entonces nazca otra curva, no roja, sino azul (por favor, no interpretemos mal los colores), esa que es la que ha cogido “carrerilla” para abajo y vamos a ver cuando se detiene; esa que con el esfuerzo de todos, consigamos que tape tantos socavones como se están abriendo. Porque en eso es en lo que hay que empezar a pensar ya, en construir, porque al puto bicho lo vamos a vencer, lo vamos a destruir. Nos va a dejar tambaleándonos, a pie cambiado, pero nosotros juntos, el pueblo, va a levantar lo que espero que sea una sociedad con unos valores que hasta antes de la llegada del bicho se tenían algo olvidados; unos valores que se vendían en los altares, en los atriles, en las Cámaras y en los mítines, pero que se ha venido a demostrar que todos eran humo, volátiles, mentiras. Conciencia. Esperemos que tengamos conciencia y estar aprendiendo de lo que realmente importa. 


Y ahora vamos a seguir con la parisina.

..y cuando el argentino se encontraba en el último de la escalerilla, observé como fue abordado por dos señores, que después de identificarse, lo invitaron a que les acompañara. Al igual que el resto de los pasajeros que descendíamos del avión, me quedé de piedra, yo quizás más, por aquello del trato tan estrecho que había tenido con él desde que nos conocimos en el vuelo que nos trajo a Madrid desde París, y todo a pesar de los desplantes que acababa de hacerme. Tengo que reconocer que tras los tres desplantes que me hizo en el avión, uno cuando venía de los aseos para mi asiento por el inminente aterrizaje y otros dos cuando en la cola del pasillo del avión le hice un par de requerimientos, le eché mil maldiciones y le deseé lo peor; pero de ahí a que lo estuvieran esperando a pie de escalerilla una pareja de policías para detenerlo...; la verdad es que no me lo esperaba. Y se lo llevaron escoltado, siendo yo testigo de primera línea.
¿Ernesto Sanromán?”, dijo uno de los policías enseñándole la placa, a lo que el argentino, sin pronunciar palabra alguna, asintió con la cabeza. “Agente del servicio central de la policía judicial. Acompáñenos hasta el interior del aeropuerto que tenemos que hacerle unas preguntas”. Los dos policías que escoltaron al argentino camino del interior del aeropuerto venían acompañados de un tercero que se quedó a pie de la escalerilla, cortándonos el paso mientras que sus compañeros con Ernesto Sanromán se alejaban del avión, todo con el fin de no mezclarnos con ellos.
Yo me hacía mil preguntas, pero la que más ocupaba mi mente era la del nombre del porteño. El muy gandul me dijo que se llamaba Honorio. Me mintió vilmente. ¿Por qué me mintió y qué perseguía con ese cambio de nombre cuando a mí ni me iba ni me venía? Lo mismo me daba con que su nombre fuera Ricardo como que se llamara Patricio. No entendía nada. Otra vez tenía que darle la razón a mi mujer cuando me decía que el argentino no le gustaba ni un pelo, que le daba mala espina. Y además de su falso nombre, me preguntaba ahora, durante el tiempo que tuve que estar esperando en la escalerilla del avión, el porqué de su desmedido interés por la compra de mi parisina. Todo me olía cada vez peor. Y con aquel maremágnum de pensamientos desordenados en mi cabeza sobre el tal Ernesto, que para mí seguía siendo Honorio, y cuando ya pensé que el policía que se encontraba a pie de escalerilla nos iba a permitir el paso, observo que se aleja unos metros del avión con una mano extendida señalándonos que no bajásemos y con la otra en el pinganillo que tenía en la oreja, y que seguramente lo comunicaba con los dos compañeros que en compañía del porteño se habían parado antes de entrar en la terminal de San Pablo y de cara al avión en el que habíamos llegado. Los viajeros comenzamos todos a impacientarnos, habiendo algunos que comenzaron a hablar de una manera algo agresiva. Que se estaba calentando el cotarro. Yo estaba allí en la escalerilla, pero mi sexto sentido se encontraba, no sé porqué, con los dos policías que escoltaban a Honorio; bueno, a Ernesto. Observaba como discutían y cómo en un par de ocasiones se cayó al suelo el canuto donde iba la que fue mi parisina. La verdad es que los dos golpes que dio en el suelo me dolió como si me hubiera caído yo. De pronto, y sin quitarse la mano del oído para asegurarse mejor el pinganillo en la oreja y hablando algo que no llegué a entender, el policía que se encontraba con nosotros se acercó al avión, hasta el pie de escalerilla. ¿Qué estaba ocurriendo allí? Todo muy extraño. Y más extraño aun cuando el policía llegó hasta pie de escalerilla y comenzó a buscar con la vista a alguien de entre los que nos encontrábamos allí, al tiempo que el argentino y los dos policías que le acompañaban regresaban nuevamente hacia el avión, pero con la salvedad de que el canuto con la parisina en el interior ya no era portado por Honorio, por Ernesto, sino por uno de los policías. Yo miraba a mi mujer, mi mujer me miraba a mí, y los dos, sin mediar palabra alguna comenzamos a ponernos un poco nervioso; yo un poco más que ella.


No quiero ser pesado en mi reiteración, pero no hay que olvidar eso de “seguir en casa”. Y recalco: seguir en casa; se está demostrando que es la mejor solución para que el puto virus no te haga compañía. Castigo a los desaprensivos. Ya queda menos.
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