Decimotercer
día descoronavizante. Fuerte, muy fuerte, y lo peor es que se nos
escapa de las manos, que no podemos hacer nada para que los números
bajen; para que esa dichosa curva de la que tanto hablan los
políticos vaya cogiendo pendiente abajo y se pierda en el subsuelo,
en las alcantarillas y en las madronas. Y que entonces nazca otra
curva, no roja, sino azul (por favor, no interpretemos mal los
colores), esa que es la que ha cogido “carrerilla” para abajo y
vamos a ver cuando se detiene; esa que con el esfuerzo de todos,
consigamos que tape tantos socavones como se están abriendo. Porque
en eso es en lo que hay que empezar a pensar ya, en construir, porque
al puto bicho lo vamos a vencer, lo vamos a destruir. Nos va a dejar
tambaleándonos, a pie cambiado, pero nosotros juntos, el pueblo, va
a levantar lo que espero que sea una sociedad con unos valores que
hasta antes de la llegada del bicho se tenían algo olvidados; unos
valores que se vendían en los altares, en los atriles, en las
Cámaras y en los mítines, pero que se ha venido a demostrar que
todos eran humo, volátiles, mentiras. Conciencia. Esperemos que
tengamos conciencia y estar aprendiendo de lo que realmente importa.
Y
ahora vamos a seguir con la parisina.
…..y
cuando el argentino se encontraba en el último de la escalerilla,
observé como fue abordado por dos señores, que después de
identificarse, lo invitaron a que les acompañara. Al igual que el
resto de los pasajeros que descendíamos del avión, me quedé de
piedra, yo quizás más, por aquello del trato tan estrecho que había
tenido con él desde que nos conocimos en el vuelo que nos trajo a
Madrid desde París, y todo a pesar de los desplantes que acababa de
hacerme. Tengo que reconocer que tras los tres desplantes que me hizo
en el avión, uno cuando venía de los aseos para mi asiento por el
inminente aterrizaje y otros dos cuando en la cola del pasillo del
avión le hice un par de requerimientos, le eché mil maldiciones y
le deseé lo peor; pero de ahí a que lo estuvieran esperando a pie
de escalerilla una pareja de policías para detenerlo...; la verdad
es que no me lo esperaba. Y se lo llevaron escoltado, siendo yo
testigo de primera línea.
“¿Ernesto
Sanromán?”, dijo uno de los policías enseñándole la placa, a lo
que el argentino, sin pronunciar palabra alguna, asintió con la
cabeza. “Agente del servicio central de la policía judicial.
Acompáñenos hasta el interior del aeropuerto que tenemos que
hacerle unas preguntas”. Los dos policías que escoltaron al
argentino camino del interior del aeropuerto venían acompañados de
un tercero que se quedó a pie de la escalerilla, cortándonos el
paso mientras que sus compañeros con Ernesto Sanromán se alejaban
del avión, todo con el fin de no mezclarnos con ellos.
Yo
me hacía mil preguntas, pero la que más ocupaba mi mente era la del
nombre del porteño. El muy gandul me dijo que se llamaba Honorio. Me
mintió vilmente. ¿Por qué me mintió y qué perseguía con ese
cambio de nombre cuando a mí ni me iba ni me venía? Lo mismo me
daba con que su nombre fuera Ricardo como que se llamara Patricio. No
entendía nada. Otra vez tenía que darle la razón a mi mujer cuando
me decía que el argentino no le gustaba ni un pelo, que le daba mala
espina. Y además de su falso nombre, me preguntaba ahora, durante el
tiempo que tuve que estar esperando en la escalerilla del avión, el
porqué de su desmedido interés por la compra de mi parisina. Todo
me olía cada vez peor. Y con aquel maremágnum de pensamientos
desordenados en mi cabeza sobre el tal Ernesto, que para mí seguía
siendo Honorio, y cuando ya pensé que el policía que se encontraba
a pie de escalerilla nos iba a permitir el paso, observo que se aleja
unos metros del avión con una mano extendida señalándonos que no
bajásemos y con la otra en el pinganillo que tenía en la oreja, y
que seguramente lo comunicaba con los dos compañeros que en compañía
del porteño se habían parado antes de entrar en la terminal de San
Pablo y de cara al avión en el que habíamos llegado. Los viajeros
comenzamos todos a impacientarnos, habiendo algunos que comenzaron a
hablar de una manera algo agresiva. Que se estaba calentando el
cotarro. Yo estaba allí en la escalerilla, pero mi sexto sentido se
encontraba, no sé porqué, con los dos policías que escoltaban a
Honorio; bueno, a Ernesto. Observaba como discutían y cómo en un
par de ocasiones se cayó al suelo el canuto donde iba la que fue mi
parisina. La verdad es que los dos golpes que dio en el suelo me
dolió como si me hubiera caído yo. De pronto, y sin quitarse la
mano del oído para asegurarse mejor el pinganillo en la oreja y
hablando algo que no llegué a entender, el policía que se
encontraba con nosotros se acercó al avión, hasta el pie de
escalerilla. ¿Qué estaba ocurriendo allí? Todo muy extraño. Y más
extraño aun cuando el policía llegó hasta pie de escalerilla y
comenzó a buscar con la vista a alguien de entre los que nos
encontrábamos allí, al tiempo que el argentino y los dos policías
que le acompañaban regresaban nuevamente hacia el avión, pero con
la salvedad de que el canuto con la parisina en el interior ya no era
portado por Honorio, por Ernesto, sino por uno de los policías. Yo
miraba a mi mujer, mi mujer me miraba a mí, y los dos, sin mediar
palabra alguna comenzamos a ponernos un poco nervioso; yo un poco más
que ella.
No
quiero ser pesado en mi reiteración, pero no
hay que olvidar eso de “seguir en casa”. Y recalco: seguir en
casa; se está demostrando que es la mejor solución para que el puto
virus no te haga compañía. Castigo a los desaprensivos. Ya queda
menos.