lunes, 8 de diciembre de 2014

LA PRINGÁ.

El paso de los lustros, y uno tiene ya un montón, casi once, según me recordó esta mañana mi madre al decirme que mañana volvería a llamarme para felicitarme en mi aniversario, dejando de esa manera el casi, hacen que uno se aferre y disfrute cada vez más con los buenos momentos. Y esto es así porque, simple y sencillamente, uno se da cuenta que cada vez quedan menos. ¿O no? Yo creo que es así. ¡Y qué leches!, con el paso del tiempo, el nuestro, vamos diferenciando cada vez con más facilidad el grano de la paja, por lo que, y siempre basándonos en nuestra experiencia, en nuestro tiempo pasado, le damos más valor a ese grano, obviando y rechazando la paja, identificando el grano con esos buenos momentos de los que hablaba y la paja con los que hay que olvidar.

Y digo todo esto porque hoy he pasado con unos buenos amigos, uno de esos momentos agradables, momentos que se han ido cociendo a lo largo de la semana a través de ese monstruo social llamado guasa o Whatsapp y que hoy han tenido el momento de su eclosión alrededor de una majestuosa mesa redonda en la que, y según se dice en mi tierra, no faltó de nada (gastronómicamente hablando).
Pero lo que os quiero contar hoy es algo que ocurrió en la susodicha anular mesa. Y os cuento. Tras varios platos y bandejas de copiosos entrantes, vino el plato fuerte, consistente en una berza gitana con cardillos acompañada de su grasa. Para los que no conozcan la gastronomía del suroeste español, decirle que la berza es una especie de cocido de garbanzos, habichuelas (judias), carne, tocino y morcilla. Pues bien. El guiso en sí fue servido en platos individuales, diez en concreto, uno por cada comensal allí asistente, presentándose la grasa (carne de cerdo, tocino y morcilla) en una bandeja a compartir entre todos los comedores, porque todas y todos los allí presentes éramos unos verdaderos comedores, entendiéndose por comedora a la persona que come mucho.
Y fue con la previa de la ingesta de la grasa donde comenzaron las diferencias, por llamarlas de alguna manera. Al no tener cada uno su ración determinada, sino que había que compartir la grasa existente en la bandeja, se escucharon algunas voces que decían que fuese troceada y repartida en partes iguales, mientras que otras decían que en la misma bandeja era donde se debería de preparar la pringada (desde ahora, pringá). Tuvieron mayoría los que optaron por la segunda opción, o sea, hacer la pringá en la bandeja con la totalidad de la grasa. Y fue precisamente aquí donde comenzaron las más fuertes diferencias, ya que unos decían que la pringá se hiciese con cuchillo y tenedor, mientras que otros decían que para ser pringá debería de hacerse con los dedos y un trozo de pan, desmenuzando primero cada uno de los tres componentes grasos para a continuación removerlos, amalgamarlos y mezclarlos, resultando una mezcolanza perfecta tal que, llevada una pequeña porción a la boca, no se sabría si lo que se degusta es carne, tocino, morcilla o un sabor paradisíaco resultante del batiborrillo.
Y efectivamente, llevaban razón los que defendíamos que no sería pringá si la amalgama de los tres elementos en cuestión no se hacía con los dedos y pan, y todo ello de acuerdo a la segunda acepción que aparece de la palabra “pringar” en el diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, que la define como el “estrujar con pan algún alimento pringoso”. En este sentido, no se considera pringá o pringada a la mezcla de los elementos grasos de un guiso (cocido, berza, fabada...) si no se hace con los dedos y un trozo de pan, por muy en contra que esté dicha práctica con las buenas maneras en el comer.


Decir por último que la persona que se encargó en hacer la pringá en el día de hoy, y con el fin de evitar murmullos y bisbiseos, lógicos, con anterioridad a dar comienzo a su ejecución, procedió a realizarse un exhaustivo lavado de manos.
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