El
paso de los lustros, y uno tiene ya un montón, casi once, según me
recordó esta mañana mi madre al decirme que mañana volvería a
llamarme para felicitarme en mi aniversario, dejando de esa manera el
casi, hacen que uno se aferre y disfrute cada vez más con los buenos
momentos. Y esto es así porque, simple y sencillamente, uno se da
cuenta que cada vez quedan menos. ¿O no? Yo creo que es así. ¡Y
qué leches!, con el paso del tiempo, el nuestro, vamos diferenciando
cada vez con más facilidad el grano de la paja, por lo que, y
siempre basándonos en nuestra experiencia, en nuestro tiempo pasado,
le damos más valor a ese grano, obviando y rechazando la paja,
identificando el grano con esos buenos momentos de los que hablaba y
la paja con los que hay que olvidar.
Y digo
todo esto porque hoy he pasado con unos buenos amigos, uno de esos
momentos agradables, momentos que se han ido cociendo a lo largo de
la semana a través de ese monstruo social llamado guasa o Whatsapp y
que hoy han tenido el momento de su eclosión alrededor de una
majestuosa mesa redonda en la que, y según se dice en mi tierra, no
faltó de nada (gastronómicamente hablando).
Pero
lo que os quiero contar hoy es algo que ocurrió en la susodicha
anular mesa. Y os cuento. Tras varios platos y bandejas de copiosos
entrantes, vino el plato fuerte, consistente en una berza gitana con
cardillos acompañada de su grasa. Para los que no conozcan la
gastronomía del suroeste español, decirle que la berza es una
especie de cocido de garbanzos, habichuelas (judias), carne, tocino y
morcilla. Pues bien. El guiso en sí fue servido en platos
individuales, diez en concreto, uno por cada comensal allí
asistente, presentándose la grasa (carne de cerdo, tocino y
morcilla) en una bandeja a compartir entre todos los comedores,
porque todas y todos los allí presentes éramos unos verdaderos
comedores, entendiéndose por comedora a la persona que come mucho.
Y fue
con la previa de la ingesta de la grasa donde comenzaron las
diferencias, por llamarlas de alguna manera. Al no tener cada uno su
ración determinada, sino que había que compartir la grasa existente
en la bandeja, se escucharon algunas voces que decían que fuese
troceada y repartida en partes iguales, mientras que otras decían
que en la misma bandeja era donde se debería de preparar la pringada
(desde ahora, pringá). Tuvieron mayoría los que optaron por la
segunda opción, o sea, hacer la pringá en la bandeja con la
totalidad de la grasa. Y fue precisamente aquí donde comenzaron las
más fuertes diferencias, ya que unos decían que la pringá se
hiciese con cuchillo y tenedor, mientras que otros decían que para
ser pringá debería de hacerse con los dedos y un trozo de pan,
desmenuzando primero cada uno de los tres componentes grasos para a
continuación removerlos, amalgamarlos y mezclarlos, resultando una
mezcolanza perfecta tal que, llevada una pequeña porción a la boca,
no se sabría si lo que se degusta es carne, tocino, morcilla o un
sabor paradisíaco resultante del batiborrillo.
Y
efectivamente, llevaban razón los que defendíamos que no sería
pringá si la amalgama de los tres elementos en cuestión no se hacía
con los dedos y pan, y todo ello de acuerdo a la segunda acepción
que aparece de la palabra “pringar” en el diccionario de
la Real Academia Española de la Lengua, que la define como el
“estrujar con pan algún alimento pringoso”.
En este sentido, no se considera pringá o pringada a la mezcla de
los elementos grasos de un guiso (cocido, berza, fabada...) si no se
hace con los dedos y un trozo de pan, por muy en contra que esté
dicha práctica con las buenas maneras en el comer.
Decir
por último que la persona que se encargó en hacer la pringá en el
día de hoy, y con el fin de evitar murmullos y bisbiseos, lógicos,
con anterioridad a dar comienzo a su ejecución, procedió a
realizarse un exhaustivo lavado de manos.