sábado, 21 de marzo de 2020

OCTAVO

Octavo día descoronavizante. Las cifras son alarmantes, no nos engañemos; pero este es el momento en el que debemos de unirnos más: todos a una. El pueblo vencerá al maldito virus, pues parafraseando a Machado, en España, en los momentos malos, lo mejor es el pueblo. Los políticos y los señoritos invocan a la patria, y con el fin de salvar sus errores y sus conciencias (que la mayoría ni la tienen), tratan de convertirse en sus salvadores. Mientras, el pueblo, no la nombra siquiera, pero la compra con su sangre y la salva. Y esto último es lo que va a suceder aquí. 

Pero vamos a dejarnos de emular a esos políticos señoritos salva-patrias y prosigamos con las peripecias de mi parisina.

............ y dándose golpecitos en el lado del corazón como diciendo que en el bolsillo interior de su Armani llevaba las noventa. La verdad es que me entró algo de congoja cuando lo vi aparecer. Mientras se acercaba a nuestra mesa, miré a mi mujer tres o cuatro veces, esperando su reacción. Y habló. “Yo me voy hasta la puerta de embarque; haz lo que te apetezca, pero que sepas que esa parisina me encantó desde el primer momento”. “Pero niña, le contesté, que son noventa mil pesetas, que si le resta las quince que nos gastamos en ella, nos quedan libre más de setenta; yo creo que no es para pensárselo”. “Adiós”, esa fue su respuesta, y se fue dejando el zumo de piña a medio tomar con cara de pocos amigos.
Honorio, el argentino, con insultante alegría y con una expresión de esas de “me como el mundo”, se cruzó con mi mujer a menos de dos metros de la mesa donde me encontraba, que, dedicándole una mirada bastante altiva y cargada de odio, siguió camino de la puerta de embarque, aunque su destino, como bien supuse y comprobé más tarde, fue una de esas tiendas de modas prohibitivas que tan enemigo soy de ellas.
Vos tenés el día de suerte hoy, pero no vea el quilombo por el que he tenido que pasar para conseguir la pasta; pensé que no llegaba”, llegó diciendo el porteño ya con el sobre en la mano. “Te invito a una birra antes de tomar el avión, que veo que acá sos algo rata”, prosiguió hablando al ver que yo no me decidía a intervenir. En verdad es que por mi cabeza rondaba la búsqueda de una respuesta para decirle que no iba a vender mi parisina. Aunque realmente yo deseaba venderla, ya que la pinturita no me decía absolutamente nada. Era un mar de dudas. Pasaron un ramillete de respuestas por mi cabeza mientras que él se acercó a la barra por las cervezas, pero no encontraba la idónea, principalmente porque diez letras del Kadett eran muchas letras y con ese dinero se podían tapar algunos agujeros, y algún que otro capricho. Pero todas mis dudas se esfumaron cuando de regreso con sus dos birras, una de ellas para mí, y sentado en la misma silla que ocupara mi mujer, me abrió la solapa del sobre blanco de Argentaria con billetes de cinco mil pesetas. Yo pensaba en ella; en mi mujer me refiero. Pero el color marrón de los billetes me ayudaban a mitigar las posibles consecuencias. “Cuatro mil quinientos francos franceses a veinte pesetas, noventa mil pesetas. He querido redondear a beneficio de vos, ya que el cambio del franco está ahora a diecinueve sesenta y cinco pesetas. Tené que haber dieciocho billetes de cinco mil. Contá, contá”. Y los conté. Dieciocho billetes. En verdad es que pensé en aquel momento que iban a hacer más bulto. Honorio sonreía, me miraba, y con un leve movimiento de cabeza me decía que le entregara mi parisina.

Y ya lo vamos a dejar para mañana, esperando que las noticias sean mejores.

Y no olvidar eso de “seguir en casa”. Ya queda menos.
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