Octavo
día descoronavizante. Las cifras son alarmantes, no nos engañemos;
pero este es el momento en el que debemos de unirnos más: todos a
una. El pueblo vencerá al maldito virus, pues parafraseando a
Machado, en España, en los momentos malos, lo mejor es el pueblo.
Los políticos y los señoritos invocan a la patria, y con el fin de
salvar sus errores y sus conciencias (que la mayoría ni la tienen),
tratan de convertirse en sus salvadores. Mientras, el pueblo, no la
nombra siquiera, pero la compra con su sangre y la salva. Y esto
último es lo que va a suceder aquí.
Pero
vamos a dejarnos de emular a esos políticos señoritos salva-patrias
y prosigamos con las peripecias de mi parisina.
…............
y dándose golpecitos en el lado del corazón como diciendo que en el
bolsillo interior de su Armani llevaba las noventa. La verdad es que
me entró algo de congoja cuando lo vi aparecer. Mientras se acercaba
a nuestra mesa, miré a mi mujer tres o cuatro veces, esperando su
reacción. Y habló. “Yo me voy hasta la puerta de embarque; haz lo
que te apetezca, pero que sepas que esa parisina me encantó desde el
primer momento”. “Pero niña, le contesté, que son noventa mil
pesetas, que si le resta las quince que nos gastamos en ella, nos
quedan libre más de setenta; yo creo que no es para pensárselo”.
“Adiós”, esa fue su respuesta, y se fue dejando el zumo de piña
a medio tomar con cara de pocos amigos.
Honorio,
el argentino, con insultante alegría y con una expresión de esas de
“me como el mundo”, se cruzó con mi mujer a menos de dos metros
de la mesa donde me encontraba, que, dedicándole una mirada bastante
altiva y cargada de odio, siguió camino de la puerta de embarque,
aunque su destino, como bien supuse y comprobé más tarde, fue una
de esas tiendas de modas prohibitivas que tan enemigo soy de ellas.
“Vos
tenés el día de suerte hoy, pero no vea el quilombo por el que he
tenido que pasar para conseguir la pasta; pensé que no llegaba”,
llegó diciendo el porteño ya con el sobre en la mano. “Te invito
a una birra antes de tomar el avión, que veo que acá sos algo
rata”, prosiguió hablando al ver que yo no me decidía a
intervenir. En verdad es que por mi cabeza rondaba la búsqueda de
una respuesta para decirle que no iba a vender mi parisina. Aunque
realmente yo deseaba venderla, ya que la pinturita no me decía
absolutamente nada. Era un mar de dudas. Pasaron un ramillete de
respuestas por mi cabeza mientras que él se acercó a la barra por
las cervezas, pero no encontraba la idónea, principalmente porque
diez letras del Kadett eran muchas letras y con ese dinero se podían
tapar algunos agujeros, y algún que otro capricho. Pero todas mis
dudas se esfumaron cuando de regreso con sus dos birras, una de ellas
para mí, y sentado en la misma silla que ocupara mi mujer, me abrió
la solapa del sobre blanco de Argentaria con billetes de cinco mil
pesetas. Yo pensaba en ella; en mi mujer me refiero. Pero el color
marrón de los billetes me ayudaban a mitigar las posibles
consecuencias. “Cuatro mil quinientos francos franceses a veinte
pesetas, noventa mil pesetas. He querido redondear a beneficio de
vos, ya que el cambio del franco está ahora a diecinueve sesenta y
cinco pesetas. Tené que haber dieciocho billetes de cinco mil.
Contá, contá”. Y los conté. Dieciocho billetes. En verdad es que
pensé en aquel momento que iban a hacer más bulto. Honorio sonreía,
me miraba, y con un leve movimiento de cabeza me decía que le
entregara mi parisina.
Y
ya lo vamos a dejar para mañana, esperando que las noticias sean
mejores.
Y
no olvidar eso de “seguir en casa”. Ya queda menos.