Decimoséptimo
día de lucha contra el bicho del coronavirus. Y permítanme hoy
dedicarles estas primeras palabras de hoy a los niños y a las niñas,
aunque seremos nosotros los mayores los que lo tendremos que
aprender para podérselo explicar luego a ellos y a ellas.
Había
oído hablar de bichos malos, pero como este, ninguno. Si me lo
encontrara de frente, sin pensarlo, le daría una fuerte patada por
los oeufs; cuando se agachara, un fuerte rodillazo en el mentón, y
una vez en el suelo, lo patearía hasta acabar con él. Pero no puede
ser. El bicho este no se ve venir. Es invisible. Por eso, lo que hay
que hacer es esconderse, evitarlo hasta que se encuentre un liquidito
que lo haga ser visible y entonces atacarlo de cara, luchar con él
de tú a tú. La paciencia de saber cuándo actuar será la que nos dé
la victoria. Por eso, amig@ mí@, juguemos al escondite con él; ya
llegará nuestra hora y le venceremos.
Y
ahora vamos a pasar a nuestra sesión de la parisina.
El
agente volvió a mirarme, esta vez de abajo arriba, preguntándome
que “si el argentino era yo o el que estaba siendo interrogado”,
a lo que le contesté que yo no tenía nada de argentino, que yo era
de Bornos, provincia de Cádiz. “Ya, es que se enrolla usted como
los sudacas. Espere usted aquí y ya lo llamarán”.
¡Vaya
el comentario del agente!, me dejó planchado. ¿Enrollarme? Ya
quisiera yo tener la labia que tienen los argentinos; que sí, “que
dan muchos rodeos para decirte una cosa concreta, que te adornan el
lenguaje con términos innecesarios, sí; pero como esos rodeos que
dan lo acompañan con una cadencia y una melodía tan angelical,
hacen que te veas envuelto en un manto de seda dándote la sensación
de suspensión en el aire”. Ese fue el pensamiento que tuve ante la
respuesta seca del policía, que fueron las mismas palabras que me
dijo una gran amiga mía después de haber tenido una experiencia con
un pibe argentino, que según también me contó días antes de hacer
yo el viaje a París, “no era guapo, no era alto, no era buen
amante, pero amigo mío, entre beso y beso hacía unos
comentarios....... ; me reconfortaba de tal manera que, al final,
decidí ir buscando tan solo su conversación”. Estaba claro que la
experiencia que tuvo mi amiga y la que tuve yo con los hijos de la
tierra del tango se parecieron en muy poco, porque cada vez que
pienso en el cabrón ese que está ahí dentro, pensé, se me
revuelven las entrañas. No pude reprimirme y me dirigí al agente,
que si bien al principio me observó con cierta displicencia, cuando
conseguí transmitirle mis sensaciones y sentimientos, aunque
reconozco hoy que en su momento lo hice con mucho de histrionismo,
entonces, llegó a levantarse de la silla que ocupaba, ofreciéndomela
para que la ocupara. “Señor agente, ¿es justo?, ¿es justo que
por culpa de un cabrón como ese que está ahí dentro yo tenga que
estar pasando por esto?, ¿es justo que una persona como yo que viene
de pasar cinco días en París y que compró una pintura,
concretamente una parisina que podía haber comprado aquí en España,
en cualquier tienda de mueble, y que después la vendí porque un
puto argentino se encapricho de ella, esté metido ahora en este lío?
¿Hubo un enjuague en la compraventa de mi parisina, señor agente?
Por favor, dígame algo. Cuénteme algo que yo no sepa”. Recuerdo
que mi teatralidad la llevé hasta el punto de dejar caer mi cuerpo
sobre el marco de la puerta, flexionando un poco mis piernas y
pareciendo como si fuera a desvanecerme, nada más lejos de la
realidad, pero que hizo mella en la sensibilidad del agente,
invitándome, como apunté antes, a sentarme en su silla y a comenzar
a soltar por su boca mensajes tranquilizadores. “Quédese
tranquilo, señor; si usted no ha hecho nada ilegal ni ha participado
en nada turbio, no tendrá ningún problema. Tranquilícese. Yo no le
he comentado nada, pero los tiros van contra el pájaro argentino.
Eso sí, reconozco que le vamos a molestar un poco mientras que no se
aclare la situación, y le adelanto que esto no se va a aclarar hasta
que no lleguen los dos inspectores de la policía nacional francesa
que estamos esperando. Y recuerde, yo no le he comentado nada”.
“Pero, le contesté, dígame que hay detrás de todo esto, ¿qué
tengo que ver yo con este follón?”. “Lo siento, respondió, ya
he hablado demasiado. Y si lo he hecho es para tranquilizarlo un
poco. Y recuerde que esta conversación no ha existido”.
Vi
prudente no insistirle más al agente, ya que me di cuenta que, como
bien me dio a entender, había hablado más de la cuenta, jugándose
mucho; era evidente que estaba recién salido de la Academia de
Policía y estaba poco baqueteado, como bien pude comprobar más
tarde, dicho por él mismo, de que estaba en el año de prácticas
que tienen los alumnos después de salir de la Escuela y dentro
todavía del periodo de formación. Fue por eso por lo que, después
de levantarme y pedirle que volviera a tomar asiento que ya me
encontraba bien, y que él, muy educadamente, casi me obligara a
seguir sentado, cogiéndome del brazo, me puse a pensar no recuerdo
ahora en qué, pero lo que sí sé es que me quedé dormido en la
silla. Y recuerdo que me quedé dormido porque no sé cuánto tiempo
después, me sobresalté al oír el picaporte de la puerta abrirse
sin delicadeza alguna. Enseguida me levanté, y tras restregarme un
poco los ojos con la mano derecha, me topé casi de bruces con uno de
los agentes que se encontraban en el interior, el menos afable, que
venía expresamente a buscarme. “Pase usted para dentro”, al
tiempo que le dedicaba una mirada a su compañero como criticándole
el hecho que me hubiera dejado la silla. Entré en la sala,
observando inmediatamente que los mofletes del argentino se
encontraban más rojos de lo que yo estaba acostumbrado a verlos en
el par de días que habíamos coincidido, y sin dilación alguna, el
agente que mandaba aquel dispositivo, inspector según me enteraría
más tarde, se dirigió a mí: “Vamos a ver, señor, le di antes la
oportunidad de que me contase toda la verdad y me parece a mí que
usted no me hizo caso”. “Perdone usted, señor agente, quiero
dec....”, comencé a decir. “¡Cállese! Y no hable hasta que yo
no termine, ¿Entendido?”, dijo levantándose de la silla en la que
se había sentado nada más entrar y poniendo su cara a escasos
veinte centímetros de la mía. “Usted hablará cuando yo lo diga;
mientras, chitón”. Transcurrió más de medio minuto donde no se
oyó ni el revoloteo de una mosca, treinta segundos que a mí me
resultaron eterno. “¿Qué iba a decir usted?”. Tiene cojones la
cosa, pensé. Me echa la bronca, me tiene casi un minuto en ascuas
totalmente en silencio y ahora se deja caer preguntándome que qué
iba a decir. Guerra psicológica en interrogatorio; y no sabe el pavo
este, seguí pensando, que por mi profesión, estoy adiestrado en
estos menesteres y prácticas. “Pues como iba a comentarle, señor
agente, y ya se lo anoté a su compañero que se encuentra en el
exterior, hubo un detalle que en mi anterior relato se me pasó por
alto”, dije mientras observaba que en lo alto de la mesa se
encontraba desplegada, hermoseándose, mi parisina, junto al canuto
de cartón, el certificado que me hizo el marchante de la galería de
arte y la hoja de libreta que nos sirvió al argentino y a mí para
hacer el contrato de compraventa y donde se reflejaban nuestros
nombres y la cantidad en que se la vendía. “Pues hable ya de una
puñetera vez. ¿Qué se le fue por alto?”, dijo el inspector
interpretando bien su papel de poli malo, cosa que me extrañó
porque normalmente ese papel de poli malo lo realiza el agente de
menor jerarquía, aunque a veces se suelen cambiar los roles. “Pues
que en mi relato de los hechos comenté lo del precio; lo que me pagó
el señor Honorio por el lienzo. Dije que me pagó noventa mil
pesetas, y fue así, aunque en el papel que nos sirvió de
compraventa pusimos que eran solo cuarenta mil”. El inspector, que
se encontraba con la cabeza agachada mientras yo hablaba, la levantó,
y con una media sonrisa a caballo entre chacotera y conspiradora, me
preguntó “¿pusimos esa cantidad o la puso usted solo?”.
No
quiero ser pesado en mi reiteración, pero no hay que olvidar eso de
“SEGUIR
EN CASA”.
Y recalco: seguir en casa; se está demostrando que es la mejor
solución para que el puto virus no te haga compañía. Castigo a los
desaprensivos. Ya queda menos.