viernes, 27 de marzo de 2020

DECIMOCUARTO

Decimocuarto día de alprazolanes, orfidales y otros ales por culpa del coronavirus. Por culpa del coronavirus pero también por culpa de nuestra mente. Controlar la mente es quizás una de las tareas más arduas y difíciles del ser humano. Ya lo dijo el filósofo chino Lao Tsé, “quien conquista a otros, es fuerte; más quien se conquista a sí mismo es poderoso”. Y efectivamente, en unos momentos tan dificultosos como los que estamos sufriendo, momentos en los que a la mayoría se nos escapan las posibles soluciones, viéndonos impotentes sin poder hacer nada, y donde solo nos queda la reclusión y las medidas higiénicas, el poder controlar nuestra mente nos es vital. El saber discernir el grano de la paja, lo conveniente de lo perjudicial y las medidas placenteras de las perjudiciales, nos puede ayudar a sobrellevar de mejor grado la grave situación por la que estamos pasando. Huyamos de tantos bombardeos mediáticos de “telediarios” y redes sociales, sabiendo que la mayoría de ellos nos aportan en negativo. No podemos ni debemos darle la espalda a la realidad, pero no nos intoxiquemos del aluvión de noticias que nos llegan. 


Bueno, vamos a centrarnos en los vaivenes de nuestra parisina.

Yo miraba a mi mujer, mi mujer me miraba a mí, y los dos, sin mediar palabra alguna comenzamos a ponernos un poco nervioso; yo un poco más que ella. Miradas llenas de conjeturas, henchidas de cábalas infundadas, pero vacías de explicaciones. Yo no sé ella en aquel momento, aunque día más tardes me comentó que también, pero yo, en los minutos interminables que tardaron los dos policías y el argentino en llegar a la escalinata del avión, pensé que se me iba a salir el corazón; si me hubiera medido las pulsaciones las podía haber tenido por encima de ciento cincuenta; además, una sensación de culpabilidad. ¿Y qué malo había hecho yo? Yo tan solo me había ganado unas pesetas en la venta de un cuadro a un señor que ahora estaba retenido por la policía; nada más; yo no había hecho nada más. Fue entonces, en el momento en el que los tres se detuvieron a escasos veinte metros del avión, haciendo que hasta ellos se acercara el policía que nos tenía retenidos en la escalinata, cuando pensé de la fortaleza de la mente humana. Mi pensamiento se estaba sintiendo culpable de algo que no había hecho y estaba afectando a todo mi organismo. Me sentía debilitado, laxo, desfallecido; incluso comenzaron a venirme de pronto unos retortijones en el bajo vientre que conociendo mi organismo, era sinónimo de un cuadro diarreico; o sea, que sin haber hecho absolutamente nada de lo que se me pudiera culpar, por culpa de mi coco, de mi mente, me había convertido en una auténtica piltrafa. Estaba claro que si uno de los policías se hubiera acercado a mí a hacerme una pregunta, pensé en aquel momento, yo me hubiera delatado contestando que era culpable; hubiese sido igual de lo que me culpase: yo, culpable. Hoy me río, pero aquel momento de espera y las sensaciones tan aterradoras que tuve que padecer en la escalinata, para mí se quedaron, hasta el punto que desde entonces, y ya ha llovido, he tenido que hacer en más de una ocasión ejercicios de control de mente. Bueno, a lo que íbamos.
    
 Después de unos breves instantes de charla, que como ya dije antes se me hicieron interminables, los tres policías en compañía del argentino se acercaron hasta la escalinata y oí que uno de ellos, el que llevaba el canuto, le hacía a Ernesto una pregunta, a lo que Honorio, o Ernesto, o como se llamara, me señaló a la cara con la mano con un “este ha sido”. Si ya estaba descompuesto, en aquel momento lo único que me faltó fue desmayarme, teniendo que agarrarme fuertemente al pasamanos de la escalinata porque me caía en redondo; gracias que una señora, bien fornida ella, alemana, me asió por el brazo y entre ella y el pasamanos pude guardar el equilibrio. “Perdón, señor, ¿podía acompañarnos hasta el interior del aeropuerto?, tenemos que hacerle unas preguntas”, se dirigió muy amablemente uno de los policías, concretamente el que se había quedado junto a nosotros en la escalinata. La delicadeza y cortesía con la que se me dirigió el agente parece que fue el mejor bálsamo para que mi intranquilidad injustificada desapareciera, comenzando de inmediato a sentirme más sosegado. “Señor agente, le dije, ¿me puede decir de qué se me acusa”?, a lo que otro de los agentes, en un tono menos afable que el de su compañero, me respondió que “no hay ninguna acusación pero tenemos que hacerle unas preguntas”. Yo me imaginé enseguida que los buenos agentes habían sido embaucados por el argentino contándole cualquier trola, comenzando a pensar que todo el problema giraba entorno de la parisina. Pero, ¿por qué?, me dije. “No hay ningún problema, contestaré a las preguntas que me hagáis, pero les pediría que fuesen rapiditas, que tengo ganas de llegar a casa”. Dos de los policías se miraron diciéndose algo como “este pardillo no nos va a aportar nada”, que en verdad era lo que yo deseaba que pensase.
Los cinco nos dirigimos hacia la terminal, después que yo con la mirada le indicara a mi mujer que me esperara fuera sin hablar nada, observando que los tres agentes, uno de ellos porteando el canuto de la parisina, aunque sin ponerle las esposas en ningún momento, iban pendiente de cualquier movimiento que hiciera el argentino, como si ya tuvieran referencias no muy buenas sobre él. Entramos en la terminal y nos dirigimos directamente a unas oficinas de seguridad donde comenzaron las preguntas y un careo entre el argentino y yo. Yo, hasta que no comenzó a inventar y a calumniar el señor Ernesto, no sabía por dónde iban los tiros exactamente, si bien tengo que reconocer que en ningún momento perdí la compostura y comprendí que en el mundo hay muchos lobos con piel de cordero.


No quiero ser pesado en mi reiteración, pero no hay que olvidar eso de “seguir en casa”. Y recalco: seguir en casa; se está demostrando que es la mejor solución para que el puto virus no te haga compañía. Castigo a los desaprensivos. Ya queda menos.
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