Decimocuarto
día de alprazolanes, orfidales y otros ales por culpa del
coronavirus. Por culpa del coronavirus pero también por culpa de
nuestra mente. Controlar la mente es quizás una de las tareas más
arduas y difíciles del ser humano. Ya lo dijo el filósofo chino Lao
Tsé, “quien conquista a otros, es fuerte; más quien se conquista
a sí mismo es poderoso”. Y efectivamente, en unos momentos tan
dificultosos como los que estamos sufriendo, momentos en los que a la
mayoría se nos escapan las posibles soluciones, viéndonos
impotentes sin poder hacer nada, y donde solo nos queda la reclusión
y las medidas higiénicas, el poder controlar nuestra mente nos es
vital. El saber discernir el grano de la paja, lo conveniente de lo
perjudicial y las medidas placenteras de las perjudiciales, nos puede
ayudar a sobrellevar de mejor grado la grave situación por la que
estamos pasando. Huyamos de tantos bombardeos mediáticos de
“telediarios” y redes sociales, sabiendo que la mayoría de ellos
nos aportan en negativo. No podemos ni debemos darle la espalda a la
realidad, pero no nos intoxiquemos del aluvión de noticias que nos
llegan.
Bueno,
vamos a centrarnos en los vaivenes de nuestra parisina.
Yo
miraba a mi mujer, mi mujer me miraba a mí, y los dos, sin mediar
palabra alguna comenzamos a ponernos un poco nervioso; yo un poco más
que ella. Miradas llenas de conjeturas, henchidas de cábalas
infundadas, pero vacías de explicaciones. Yo no sé ella en aquel
momento, aunque día más tardes me comentó que también, pero yo,
en los minutos interminables que tardaron los dos policías y el
argentino en llegar a la escalinata del avión, pensé que se me iba
a salir el corazón; si me hubiera medido las pulsaciones las podía
haber tenido por encima de ciento cincuenta; además, una sensación
de culpabilidad. ¿Y qué malo había hecho yo? Yo tan solo me había
ganado unas pesetas en la venta de un cuadro a un señor que ahora
estaba retenido por la policía; nada más; yo no había hecho nada
más. Fue entonces, en el momento en el que los tres se detuvieron a
escasos veinte metros del avión, haciendo que hasta ellos se
acercara el policía que nos tenía retenidos en la escalinata,
cuando pensé de la fortaleza de la mente humana. Mi pensamiento se
estaba sintiendo culpable de algo que no había hecho y estaba
afectando a todo mi organismo. Me sentía debilitado, laxo,
desfallecido; incluso comenzaron a venirme de pronto unos
retortijones en el bajo vientre que conociendo mi organismo, era
sinónimo de un cuadro diarreico; o sea, que sin haber hecho
absolutamente nada de lo que se me pudiera culpar, por culpa de mi
coco, de mi mente, me había convertido en una auténtica piltrafa.
Estaba claro que si uno de los policías se hubiera acercado a mí a
hacerme una pregunta, pensé en aquel momento, yo me hubiera delatado
contestando que era culpable; hubiese sido igual de lo que me culpase:
yo, culpable. Hoy me río, pero aquel momento de espera y las
sensaciones tan aterradoras que tuve que padecer en la escalinata,
para mí se quedaron, hasta el punto que desde entonces, y ya ha
llovido, he tenido que hacer en más de una ocasión ejercicios de
control de mente. Bueno, a lo que íbamos.
Después de unos breves instantes de charla, que como ya dije antes se me hicieron interminables, los tres policías en compañía del argentino se acercaron hasta la escalinata y oí que uno de ellos, el que llevaba el canuto, le hacía a Ernesto una pregunta, a lo que Honorio, o Ernesto, o como se llamara, me señaló a la cara con la mano con un “este ha sido”. Si ya estaba descompuesto, en aquel momento lo único que me faltó fue desmayarme, teniendo que agarrarme fuertemente al pasamanos de la escalinata porque me caía en redondo; gracias que una señora, bien fornida ella, alemana, me asió por el brazo y entre ella y el pasamanos pude guardar el equilibrio. “Perdón, señor, ¿podía acompañarnos hasta el interior del aeropuerto?, tenemos que hacerle unas preguntas”, se dirigió muy amablemente uno de los policías, concretamente el que se había quedado junto a nosotros en la escalinata. La delicadeza y cortesía con la que se me dirigió el agente parece que fue el mejor bálsamo para que mi intranquilidad injustificada desapareciera, comenzando de inmediato a sentirme más sosegado. “Señor agente, le dije, ¿me puede decir de qué se me acusa”?, a lo que otro de los agentes, en un tono menos afable que el de su compañero, me respondió que “no hay ninguna acusación pero tenemos que hacerle unas preguntas”. Yo me imaginé enseguida que los buenos agentes habían sido embaucados por el argentino contándole cualquier trola, comenzando a pensar que todo el problema giraba entorno de la parisina. Pero, ¿por qué?, me dije. “No hay ningún problema, contestaré a las preguntas que me hagáis, pero les pediría que fuesen rapiditas, que tengo ganas de llegar a casa”. Dos de los policías se miraron diciéndose algo como “este pardillo no nos va a aportar nada”, que en verdad era lo que yo deseaba que pensase.
Después de unos breves instantes de charla, que como ya dije antes se me hicieron interminables, los tres policías en compañía del argentino se acercaron hasta la escalinata y oí que uno de ellos, el que llevaba el canuto, le hacía a Ernesto una pregunta, a lo que Honorio, o Ernesto, o como se llamara, me señaló a la cara con la mano con un “este ha sido”. Si ya estaba descompuesto, en aquel momento lo único que me faltó fue desmayarme, teniendo que agarrarme fuertemente al pasamanos de la escalinata porque me caía en redondo; gracias que una señora, bien fornida ella, alemana, me asió por el brazo y entre ella y el pasamanos pude guardar el equilibrio. “Perdón, señor, ¿podía acompañarnos hasta el interior del aeropuerto?, tenemos que hacerle unas preguntas”, se dirigió muy amablemente uno de los policías, concretamente el que se había quedado junto a nosotros en la escalinata. La delicadeza y cortesía con la que se me dirigió el agente parece que fue el mejor bálsamo para que mi intranquilidad injustificada desapareciera, comenzando de inmediato a sentirme más sosegado. “Señor agente, le dije, ¿me puede decir de qué se me acusa”?, a lo que otro de los agentes, en un tono menos afable que el de su compañero, me respondió que “no hay ninguna acusación pero tenemos que hacerle unas preguntas”. Yo me imaginé enseguida que los buenos agentes habían sido embaucados por el argentino contándole cualquier trola, comenzando a pensar que todo el problema giraba entorno de la parisina. Pero, ¿por qué?, me dije. “No hay ningún problema, contestaré a las preguntas que me hagáis, pero les pediría que fuesen rapiditas, que tengo ganas de llegar a casa”. Dos de los policías se miraron diciéndose algo como “este pardillo no nos va a aportar nada”, que en verdad era lo que yo deseaba que pensase.
Los
cinco nos dirigimos hacia la terminal, después que yo con la mirada
le indicara a mi mujer que me esperara fuera sin hablar nada,
observando que los tres agentes, uno de ellos porteando el canuto de
la parisina, aunque sin ponerle las esposas en ningún momento, iban
pendiente de cualquier movimiento que hiciera el argentino, como si
ya tuvieran referencias no muy buenas sobre él. Entramos en la
terminal y nos dirigimos directamente a unas oficinas de seguridad
donde comenzaron las preguntas y un careo entre el argentino y yo.
Yo, hasta que no comenzó a inventar y a calumniar el señor Ernesto,
no sabía por dónde iban los tiros exactamente, si bien tengo que
reconocer que en ningún momento perdí la compostura y comprendí
que en el mundo hay muchos lobos con piel de cordero.
No
quiero ser pesado en mi reiteración, pero no hay que olvidar eso de
“seguir en casa”. Y recalco: seguir en casa; se está demostrando
que es la mejor solución para que el puto virus no te haga compañía.
Castigo a los desaprensivos. Ya queda menos.