CAPÍTULO III
También
anota toda la numeración de esa tarjeta de embarque y buscas al jefe
de seguridad del aeropuerto; le dices que por favor nos haga llegar
esa maleta y que se pase él también por aquí”. “A sus órdenes,
mi inspector”, contestó el agente. “O no, mejor no. Encárgate
tan solo de la esposa del señor, que el asunto del jefe de seguridad
se encargará el subisnspector Álvarez”.
Los
tres, el inspector Palomo, el argentino y yo, nos quedamos solos en
la fría sala, a la espera de los acontecimientos que pudiesen venir
con la llegada de los nuevos invitados a la fiesta tan especial que
estábamos celebrando. Yo, y lo recuerdo como si fuera ayer,
principalmente porque aquel día fue de esos que no se olvidan nunca
en la vida de una persona, me encontraba muy tranquilo, como si no me
estuviera jugando nada, y “ya ve”, si las cosas se torcían un
poco, podían dar con mis huesos en la cárcel. Pero no, yo estaba
sosegado. No sé si esa serenidad mía estaba motivada porque,
creyendo fielmente en mi verdad, esperaba que el documento firmado
por el Honorio de los cojones se encontraría durmiendo en el
interior de la agenda de mi esposa que siempre suele descansar en el
fondo de su bolso junto a un sinfín de abalorios, perifollos y
pinturetas, comunes todos ellos en todo bolso de mujer, o bien era
producida por la imagen que tenía delante de mis ojos, a poco más
de un metro. Efectivamente, hasta ahora no me había fijado bien en
la belleza de mi parisina, que, dormitando en lo alto de la mesa, me
transmitía seguridad. Allí, como ángel yacente, flanqueada por
tres de sus cuatro costados, trataba de expandir su belleza por toda
la sala. Flanqueada por el bien, por el mal y por la justicia; por
mí, que representaba la verdad y el bien, por el argentino, símbolo
del mal y la mentira, y por el inspector, encargado de ejecutar la
justicia. No creo yo que fuera el único en la sala que estuviera
fascinado por tanta belleza; de una u otra manera, su popurrí de
colores de fuego y ocres hacía necesario que toda persona que la
observara, se sintiera atraída, y porqué no decirlo también,
embrujada, con tanto arte otoñal. Fue desde entonces, y tengo que
admitirlo, que el otoño para mí siempre ha sido otra primavera.
Pero
el embrujo en que me vi envuelto durante el largo periodo de
silencio, llegó a su fin cuando se oyeron dos repiqueteos en la
puerta para a continuación, sin recibir respuesta desde el interior,
abrirse de inmediato. “Mi inspector, en la puerta se encuentra la
señora, ¿la hago pasar?”. “Hágala pasar, pero adviértale que
solo responderá a mis preguntas”. “Y a usted, dirigiéndose a
mí, le ruego que no intervenga si yo no se lo pido. Siga sentado de
espalda a la puerta y no se vuelva”. Las órdenes del inspector
fueron claras: las respuestas de mi mujer serían sin que ni yo la
mirase. Lógico y normal, me dije; peor hubiera sido que me hubiera
invitado a salir; así por lo menos me enteraría de sus respuestas.
Y comenzó el agente con su interrogatorio. “Señora, le pediría
que sus respuestas fueran lo más lacónicas posible, que no se me
extienda más de lo preciso; así acabamos antes. ¿Es usted la
esposa del señor que está sentado de espaldas? “Sí”,
respondió. “Conoce usted al señor que está sentado de frente, y
si así es, de qué lo conoce?”. "Le conozco de vista. No he
hablado nunca con él directamente; bueno sí, en una ocasión. Le
conocí en el aeropuerto de Madrid, cuando se dirigía a la cafetería
a comprarle el lienzo de la parisina a mi marido, habiéndonos
cruzado cuando yo salía y él entraba. Después le volví a ver en
la puerta de embarque cuando nos hizo el favor de coger una bolsa con
compras que yo hice en el aeropuerto y que no me dejaban embarcar
porque ya llevaba una bolsa de mano, sirviéndole mi bolsa para meter
el canuto con el lienzo en su interior que mi marido ya le había
vendido”, respondió con gran seguridad después de haber mirado al
argentino. “¿Y me puede decir usted por cuánto le vendió el
lienzo su marido al señor Ernesto?”. Tras esta pregunta, ella
titubeo un poco y dejó de mirar al inspector para volver su vista
nuevamente hacia el argentino, saliéndose un poco de la pregunta que
le había hecho el agente. “No sabía yo que se llamara Ernesto.
Quiero recordar que en el papel que firmó había escrito otro
nombre; Honorio, Horacio; no sé; tendría que mirarlo”. “Por
favor, señora, cíñase a la pregunta que le he hecho, ¿en cuánto
le vendió el lienzo su marido a ese señor?”. Aquí ella volvió a
sentirse dubitativa, expresión que comprendió perfectamente el
agente, saliéndole al paso inmediatamente. “Señora, quiero saber
la cantidad que recibió su marido por el lienzo, no el precio que
esté reflejado por la venta en cualquier papel”. Ella lo captó de
inmediato. Cobró noventa mil pesetas, aunque en el documento que
firmaron consta otra cantidad”. Todas las respuestas que estaba
dando se ceñían a la verdad, al relato que yo había dado. Sus
respuestas reforzaron mi tranquilidad y mi seguridad, pero más lo
hizo aun la cara que se le estaba poniendo al puto argentino, que no
dejaba de moverse en la silla dando signos de nerviosismo; en un par
de ocasiones observé cómo se introducía las manos en los bolsillos
de su chaqueta y hacía los gestos como si rebuscara algo; a la
segunda, acordándome de la chequera del banco de Galicia y Buenos
Aires que en varias ocasiones casi me refregó por la cara, hice como
un ademán de levantarme para llamar la atención del inspector e
indicarle con unos gestos con el rostro y con la manos que Honorio no
dejaba de rebuscarse en su chaqueta, gestos que el inspector
interpretó enseguida y le indicó que pusiese las manos encima de la
mesa. Aparentemente, pensé, el inspector está de nuestro lado, del
lado de la verdad. “¿Y tendría usted a mano ese documento de
compraventa?”. “Sí señor”, le respondió mi esposa echando
mano al bolso que lo llevaba colgado del hombro derecho. Como era de
esperar, comenzó a hurgar en el fondo del bolso buscando el
documento, tardando más de lo normal, por lo que el inspector la
invitó a que lo pusiera encima de la mesa, desplazando hacia un
lateral la parisina y los dos documentos de compraventa que se
encontraban también encima, además del canuto de cartón que
rodando cayó hasta el suelo, siendo recogido de inmediato por el
agente en prácticas. Ella sacó la cartera, la agenda de donde
habían salido las dos hojas para firmar el documento de compraventa
con el argentino, en cuyo interior no se encontraba como yo esperaba
el que andaba buscando, dos mecheros, un paquete de ducados, un
paquete de chicle de menta, dos pinta labios y algunas cosas más que
ahora no recuerdo. Después de buscar y de no encontrar lo buscado,
cambiándole un poco el rictus de su cara, se le oyó decir, “perdón
…..., ahora que lo recuerdo....., que lo metí en uno de los
bolsillos”. Efectivamente. Abrió la cremallera interior de uno de
los bolsillos interiores de su bolso Burberry de color negro que le
regalé en su anterior onomástica y que le compré en el Corte
Inglés de San Fernando, y sacó el dichoso documento de compraventa,
abriéndolo, cerciorándose que era lo que buscaba y entregándoselo
al inspector, quien lo revisó y comprobó que todo lo que yo le
había dicho era cierto. Fue en el preciso momento en el que, tras
comparar el inspector Palomo los dos documentos de compraventa, uno
firmado por el argentino y el otro sin su firma, se dirigía hacia
Ernesto para mostrárselos, cuando se abrió la puerta y aparecieron
el subinspector Álvarez y el jefe de seguridad del aeropuerto,
Rafael Galán.
Fue
en el preciso momento en el que, tras comparar el inspector Palomo
los dos documentos de compraventa, uno firmado por el argentino y el
otro sin su firma, se dirigía hacia Ernesto para mostrárselos,
cuando se abrió la puerta y aparecieron el subinspector Álvarez y
el jefe de seguridad del aeropuerto, Rafael Galán.
El
inspector, con buen parecer, decidió que el interrogatorio con el
argentino debería de aplazarse hasta que no departiera con el señor
Galán, al que recordaba de un servicio que tuvo que llevar a cabo
hacía poco más de un año en el aeropuerto de San Pablo y del que
guardaba un muy buen recuerdo. Pero antes de dirigirse al jefe de
seguridad del aeropuerto, al que le envió un saludo gestual
acompañado de una sincera sonrisa, invitó a mi esposa a que
recogiese todas sus pertenencias que estaban esparcidas en un extremo
de la mesa y que las metiese nuevamente en su bolso, a excepción del
documento de compraventa. “Señora, con usted hemos terminado por
ahora. Puede recoger sus pertenencias y volver con su familiar,
aunque le digo que no va a ser posible que abandone todavía el
aeropuerto; no creo que el señor Galán le ponga ninguna objeción
para que la espera la pueda hacer en la sala VIP”, buscando cuando
terminó la frase, el asentimiento del jefe de seguridad,
encontrándolo de inmediato. La sorpresa de todos los ocupantes de la
sala fue que cuando mi esposa estaba procediendo a recoger sus
pertenencias en el bolso, se oyó la voz del argentino: “perdón,
tengo la boca algo seca; ¿le importaría a vos, dirigiéndose a mi
esposa, hacerme llegar un par de chicles?”. Todos se quedaron
extrañados con la petición, procediendo el inspector a asentir ante
la mirada que le hizo mi esposa. “Tome, quédese con el paquete”,
dijo ella, lanzándoselo delante de las manos.
Mi
esposa salió de la sala acompañada del agente en prácticas y de mi
mirada, al tiempo que el inspector y el jefe de seguridad, después
de un saludo efusivo entre los dos, salieron también de la sala y
comenzaron a hablar nada más salir de la misma. Yo agudicé mis
oídos para oír la conversación, a la que asistió también el
subinspector Álvarez, dándole descaradamente la espalda al
argentino; percibí más o menos las peticiones que le estaba
haciendo el agente jefe del dispositivo, pero de pronto oí como un
chirrido a mis espaldas, volviendo la cara de inmediato y quise
percibir que el Honorio de los cojones había arrastrado la silla no
sé para qué; lo que sí observé fue que las manos volvían encima
de la mesa y cogían un par de chicles del paquete que le dejó mi
esposa. “Buen sabor tienen estas gomas de mascar; puro sabor a
ananás; vos tenés suerte con la mujer que le tocó”,me dijo con
cierto aire de sorna.
Los
dos agentes entraron nuevamente en la sala, cerrando la puerta por
dentro, mientras el jefe de seguridad se encaminó a conseguir todas
las peticiones que le había demandado el inspector Palomo. Por lo
que yo pude oír, hasta que me sobresaltó el chirrido provocado por
la silla, le había pedido que hiciese llegar el equipaje de Ernesto,
la lista de embarque del vuelo Madrid Sevilla, así como la del vuelo
París Madrid. “Bueno, señor Ernesto Sanromán, prosigamos con lo
nuestro”, dijo el inspector volviendo a coger los dos documentos
que le iba a enseñar cuando llegó el jefe de seguridad del
aeropuerto y acercándose al argentino. “Veo claro que los dos
documentos son idénticos salvo que en uno de ellos hay dos firmas y
en el otro tan solo la de nuestro amigo el vendedor”, señalándome
a mí. “¿Es su firma la que está debajo de Honorio Sanjuán?”.
“No. Le vuelvo a repetir que yo no sé nada ni conozco ni hasta hoy
he oído hablar de ese tal Honorio. Yo lo único que deseo es que me
traigáis mi valija y me dejéis partir de una vez por todas. ¡No
tengo nada que ver con este quilombo!”. El inspector comenzó a dar
vueltas, desesperado, impotente ante las pruebas que tenía y que no
le permitían acusarlo, por mucho que pensara que sí lo era. Aunque
en verdad, él era el primero que no tenía claro el motivo de la
detención, ya que no le cuadraban en absoluto las dos versiones que
tenía encima de la mesa: la del argentino y la mía. Como ya me
comentó una vez resuelto el caso, lo único que tenía claro, y todo
por teléfono, es que iban detrás del robo de un valioso cuadro cuyo
porteador era el tal Ernesto Sanromán; pero aquí entraba yo con mi
versión y le descuadraba todo por completo. Además, aunque la
parisina que se encontraba yaciendo en lo alto de la mesa estaba
bien, como él se preguntó muchas veces, no la veía para tener
tanto valor como le comentaron desde París. Aquí había algo que se
le escapaba.
Y
entonces se dirigió hacia mí. “Señor, sintiéndolo mucho, porque
creo que usted es inocente, me veo en la obligación de decirle que
no va a poder abandonar esta sala; ni su señora tampoco. Hay algo
más grande que las pruebas que usted nos aporta sobre ese documento
por duplicado. Detrás de todo esto se encuentra el robo de una obra
de arte, y aquí tan solo tenemos la que compró usted en París por
setecientos francos. Me temo, y esto lo pienso yo, que detrás de
todo este caso hay toda una organización criminal dedicada al robo
de obras de arte y que se han servido de usted para sacarla de París
sin levantar ningún tipo de sospecha. Además, no hay pruebas
aparentes que me demuestren que este señor, refiriéndose al
argentino, haya firmado el documento que aportó su señora esposa”.
Yo, en vez de venirme abajo con el panorama tan sombrío que me había
dibujado, pensé que era el momento de pasar al ataque. Sabía de
antemanos que el caso ni lo iba a solucionar ni me tocaba a mí
solucionarlo; yo lo único que debía de probar es que la venta del
lienzo se la hice al puto argentino de los cojones y que la versión
que yo di de los hechos, apostillada por la de mi mujer, era
totalmente cierta y que en ningún momento mentí a los agentes. “Muy
bien, señor inspector, le entiendo perfectamente, pero déjeme que
pruebe un par de cosas. La primera, que el bolígrafo con el que
redactamos los documentos es propiedad del señor Ernesto o del señor
Honorio, o como coño se llame”. “Dígame usted cómo lo va a
probar”, mostrándose dispuesto a mi propuesta. “Que se saque de
uno de sus bolsillos el bolígrafo Mont Blanc que cuando lo vea usted
me dará la razón que es muy llamativo, y que además, tiene la
misma tinta con la que se escribieron los dos documentos”.
Efectivamente, después de probar que Honorio era dueño de un Mont
Blanc y que los documentos se habían escrito con ese bolígrafo, el
inspector Palomo, tras dedicarme una sonrisa acompañada de una cara
con cierto estupor, me hizo otra pregunta: “ha probado la primera
de las cosas de que me hablaba, ¿y la segunda?
Efectivamente,
después de probar que Honorio era dueño de un Mont Blanc y que los
documentos se habían escrito con ese bolígrafo, el inspector
Palomo, tras dedicarme una sonrisa acompañada de una cara con cierto
estupor, me hizo otra pregunta: “ha demostrado la primera de las
cosas de las que me hablaba, ¿y la segunda?
La
verdad fue que, a sabiendas del follón en el que estaba metido sin
partirlo ni probarlo, el hecho de ver la cara del argentino,
totalmente henchida de ofuscación al probar lo de su bolígrafo, me
reconfortó mucho, y más cuando tras garabatear el inspector con el
Mont Blanc en un folio en blanco que se sacó de su maletín
comparando la tinta con los documentos de compraventa, y hacer el
comentario de “¡coño, qué maravilla; cómo se desliza en el
papel el dichoso bolígrafo!; en verdad es que hay diferencia entre
escribir con esto y hacerlo con un bolin o un bic”, se los puso por
delante, preguntándole “¿puede negar ahora que con su bolígrafo
no se escribió este documento?, ¿y puede negar que la firma que hay
encima de Honorio Sanjuán no la hizo usted? “Le vuelvo a repetir,
señor agente, que no conozco al tal Honorio?, le contestó de muy
malas maneras, tosiendo fuerte y repetidas veces, por lo que se llevó
las manos a la boca. Palomo volvió a la carga: “no le he dicho que
si conoce al tal Honorio Sanjuán, lo que le he preguntado es que si
usted ha firmado encima del nombre de Honorio. Respóndame, carajo,
de una puta vez”. El porteño se vio cogido sin respuesta alguna,
por lo que acudió al tópico de “no responderé sin la presencia
de mi abogado”. Había quedado claro, por lo menos para mí, y para
los agentes también, que la rúbrica que aparecía junto a la mía
en el documento de compraventa era la suya; daba igual que se llamase
Honorio, Ernesto o Periquito el de lo Palotes, que en verdad
cualquiera sabía cuál sería su verdadero nombre.
Fue
después de la negativa del argentino a no declarar sin la presencia
de su abogado, y después que le diera un doble golpe en el hombro
sin fuerza alguna, como diciéndole, “estás pillado, pibe”,
cuando el inspector se me dirigió pidiéndome cuál era la segunda
prueba de la que yo hablaba.
Yo
no quería alargar más la situación que estaba viviendo, pero era
sabedor que la única manera que había para que acabase aquella
pesadilla era que viniesen prontos los agentes gabachos. Aun así
quería darle otro revolcón al puto porteño de los cojones, y que
conste que yo no tengo nada en contra de los argentinos; todo lo
contrario, me caen pero que muy bien; de hecho, mi dentista es
argentino, al igual que mi compañero de pádel; vaya eso por
delante. Pero el Honorio este, pensé en aquel momento, me había
jodido mi viaje a París; hoy, después de recordar como se
desarrollaron los hechos, tengo que reconocer que lo vivido hubiera
pasado con Honorio o sin Honorio; estaba claro que estaban esperando
que alguien comprase esa maravillosa y otoñal parisina; y me tocó a
mí. Pero a lo que íbamos. Le contesté al inspector. “Pregúntele
en que bolsillo tiene la chequera del Banco de Galicia y Buenos Aires
que en varias ocasiones casi me cruza la cara con ella, demostrándome
con ello su poderío económico para quedarse con mi óleo.
Pregúnteselo por favor, señor inspector, porque no creo que se haya
desecho de ella; iba a decir que la podía tener en su maleta, pero
no, ya que las maletas se facturaron en el aeropuerto de París”.
“Usted dirá, señor Ernesto, dijo Palomo dirigiéndose al porteño,
¿lleva encima esa chequera?”. “Vos sabés, porque ya lo dije
antes, que no hablaré sin la presencia de mi abogado. No obstante,
por referencia a vos, decir que no sé nada de esa chequera y que
todo son invenciones del pibe este”, refiriéndose a mí de una
forma despectiva. “Vacíese los bolsillos, ahora, y no me haga
perder los nervios”. Honorio, sin levantarse de la silla y arrimado
a la mesa como si estuviera buscando el calor de un hipotético
brasero en invierno, se quitó la chaqueta y la puso justamente
encima de mi parisina, escuchándose en la sala un “¡no!” por mi
parte, “¡encima no!”. Inmediatamente el subinspector Álvarez
levantó la chaqueta por el cuello con la mano izquierda mientras con
la derecha cogía el lienzo y lo retiraba, dejándola caer nuevamente
sobre la mesa y enrollando el lienzo con mucha delicadeza para
introducirlo en su canuto. “Álvarez, enrolla los tres documentos y
los introduce también en el tubo ese de cartón”, dijo el
inspector, “y vacía todo lo que haya en los bolsillos de la
chaqueta”. Álvarez esparció en lo alto de la mesa todo lo que
encontró en los bolsillos de la chaqueta pero la chequera no
aparecía. “Bolsillos del pantalón”, dijo Palomo. “Señor
agente, no tengo nada; ni chequera ni nada; compruebe usted mismo”,
dijo Honorio levantándose de la mesa pero sin apartarse de ella. El
subinspector Álvarez registró en los bolsillos del pantalón
encontrando tan solo un pañuelo blanco perfectamente doblado, que al
ponerlo junto al resto de objetos personales salidos de la chaqueta,
se pudo observar que llevaba bordado en azul las iniciales AS, hecho
este que llamó la atención de Palomo pero sobre el que no hizo
ningún comentario. El inspector lo único que hizo al ver que no
aparecía la chequera fue dirigirse a mí y hacer un ademán con la
cabeza como diciendo que la chequera no aparecía, que no había
segunda prueba. Yo, sentado todavía enfrente de Honorio, me dirigí
a Palomo rogándole permiso para hablar con el porteño, ruego que me
concedió. Sentado, me acerqué todo lo que podía a la mesa, en la
misma posición que tenía él y mirándolo a los ojos le dije:
“señor Honorio, ¿le gustan las gomas de mascar de mi esposa? Tras
la pregunta que le hice, aprecié cómo su rostro se demudaba,
llenándose de ira y de rabia. Lo estaba provocando; deseaba que
perdiera los nervios. Y proseguí, tirando de la cuerda, suponiendo
de antemano que el inspector me dejaría tensarla todo lo que yo
quisiera. “En mi tierra, allá en el sur, a los cerdos les encantan
comer gomas de mascar, pero a los niños traviesos le gustan pegar
los chicles debajo de la mesa; ¿usted es un cerdo o es un pibe
travieso? Y ya no se pudo reprimir más, empezando a vociferar. “La
concha de tu reputa madre, cabrón de mierda. Juro por mis
muertos...”, y no terminó la frase porque se levantó avalándose
hacia mí; gracias que el subinspector Álvarez lo redujo enseguida y
lo volvió a sentar en la silla, pero ya a algo más de un metro
separado de la mesa. Me dirigí a Palomo diciéndole: “señor
inspector, mire debajo de la mesa”. El “hijo de puta” que salió
de la boca del agente y su mano abierta impactando en la cara de
Honorio casi coincidieron en el tiempo, teniendo que ser recogido del
suelo por Álvarez. El argentino había pegado con chicle a la tapa
de la mesa, por debajo, la chequera de la que yo hablaba,
presionándola con sus rodillas y muslos, de ahí su interés de
acercarse tanto a la mesa. Cometió el fallo en el momento que
arrastró la silla cuando el inspector hablaba con el señor Galán
fuera de la sala y todos le dábamos la espalda; no pensó que yo
oyera el chirrido al acercar la silla a la mesa.
Los
dos agentes, sobretodo el inspector, se quedaron estupefactos, y yo
aprecié como por la cabeza de Palomo pasaban multitud de preguntas
sobre mí. “De verdad que me ha dejado usted sin palabras con sus
apreciaciones …............”
Los
dos agentes, sobretodo el inspector, se quedaron estupefactos, y yo
aprecié como por la cabeza de Palomo pasaban multitud de preguntas
sobre mí. “De verdad que me ha dejado usted sin palabras con sus
apreciaciones; muy agudo, sí señor”.
Aunque
sabía que el caso le quedaba mucho para su resolución,
principalmente porque el mismo inspector era el primero que no estaba
debidamente informado sobre su alcance, como bien me manifestó en su
momento, lo que sí se estaba demostrando era que el Honorio era
parte importante de una trama nada legal. Yo, habiendo vivido en
primera persona toda la movida, por llamarla de algún modo, no
tenía duda alguna de su pertenencia a la trama, pero también
comprendía el papel y la situación del inspector Palomo. Él había
recibido la orden tan solo de detener a un sospechoso de traficar con
obra de arte, y todo a la espera que se personaran los agentes
franceses que eran realmente los que conocían los verdaderos
intríngulis del caso. Pero ahora se le presenta un segundo actor,
que en este caso era yo, que por arte de birlibirloque, y mientras
que no se demostrara lo contrario, podría ser cómplice del tal
Ernesto; por muchas pruebas que presentara demostrando que el
Honorio de los cojones le había comprado el lienzo, ninguna era
concluyente de mi inocencia. Y yo comprendía su postura cuando me
decía que no podía abandonar el aeropuerto mientras que no llegasen
los franceses y se alumbrasen de alguna manera las lagunas que
inundaban el caso. Así que, aunque me tocase jorobarme, no me
quedaba más remedio que permanecer allí. Y en verdad era que yo
estaba disfrutando con los acontecimientos que estaban sucediendo, ya
que en cierta medida estaba saliendo victorioso de ellos; y sobre
todo, de pasar por encima del argentino. No se me olvidará la ira
reconcentrada que inundó su cara cuando, tras descubrirse lo de la
chequera pegada debajo de la mesa, me dijo aquello de “la concha de
tu reputa madre”. Yo era sabedor de mucho antes de estos hechos,
que uno de los mayores insultos que podían proferir los argentinos
era precisamente el que él me había dedicado, pero tengo que
reconocer que en aquel momento, y todavía hoy cuando lo recuerdo, a
mí me supo a gloria. Yo vi que fue el mayor insulto que me podía
hacer, “la concha de tu reputa madre”, pero como yo fui el que lo
iba buscando, porque si lo conseguía, el esparcía por todo el
ambiente de la sala su derrota, pues fue el piropo más bonito que
jamás hubiera recibido. Y perdona, mamá.
Yo
disfruté mientras que mi mente se encontraba absorta en probar mi
inocencia, pero cada vez que abandonaba ese estado de ensimismamiento
en el caso, mi cerebro se dirigía a pensar en el estado de cabreo
que pudiese tener mi esposa, culpándome a mí de todo lo que estaba
ocurriendo. A ver cómo le explicaba que el follón que estábamos
viviendo comenzó en el preciso momento en que decidió, porque eso
sí quiero aclararlo, lo decidió ella, comprar la dichosa parisina.
Bueno, lo de dichosa no se lo diré a ella. Me tranquilizaba un poco
que el señor Rafael Galán la autorizase a disponer de la sala VIP
del aeropuerto, donde en compañía de mi suegro, que era el familiar
del que hablé que venía a recogernos, podrán deleitarse con los
aperitivos y frutos secos de que se disponen en dicha sala.
El
sonido de unos artejos impactando la puerta de la sala en la que nos
encontrábamos, vino a bajarme de las alturas de las que colgaba. Era
un auxiliar de tierra del aeropuerto, Antonio Sánchez, que, por
indicaciones del jefe de seguridad, quien también llegó
inmediatamente detrás, traía una maleta que por su tamaño no era
la más idónea para recorrer tres continentes como apuntó en su
declaración el argentino. El señor Galán, tras indicarle al
auxiliar de tierra que dejase la maleta encima de la mesa,
invitándole a que abandonara la sala, se me dirigió pegando su cara
a mi oído y me indicó que “no se preocupe por su señora y su
suegro; se encuentran perfectamente en la sala VIP donde les he hecho
llegar unos sandwiches y unas piezas de fruta, que por cierto, me he
reído mucho con él porque es bético como yo”. También le
comentó a Palomo que tenía en su bolsillo las listas de embarque de
los dos vuelos y que en las dos venía un pasajero con el nombre de
Ernesto Sanromán, coincidente con el nombre que venía en el
pasaporte que ya le retiraron nada más bajar del avión.
El
subinspector Álvarez, tras ponerse unos guantes de látex (aprovecho
para recordar que son necesarios para salir a la calle en estos
momentos de pandemia) de color celeste, procedió a la apertura de la
maleta, después de que el argentino, con caras de pocos amigos,
confirmase que era la suya, tras levantarse de la silla y acercarse
hasta la mesa. El registro lo presencié sentado en la silla, pero en
vez de estar pendiente de las prendas y otras cosas que sacaba el
subinspector, lo hice sin quitar la vista del rostro de Honorio, al
tiempo que observé también, de una manera soslayada, cómo las
miradas del inspector iban a caballo entre la maleta y mi cara. Desde
mi posición me centré en todos y cada uno de los gestos que
apareciesen en la cara del argentino, en cada una de sus muecas, en
cada uno de sus posibles tics, y sobre todo en sus miradas y en sus
labios, porque de la posición de sus hombros ya no me interesaban,
pues desde hacía ya algún tiempo estaban caídos, derrotados y no
se podían extraer ninguna conclusión delatora de ellos. No
pestañeé; aquellas largas y penosas sesiones de interrogatorios en
mi periodo de formación me valieron de mucho; esas que hacen que te
salga un sexto sentido y adelantarte en ocasiones a los
acontecimientos; esas que no se pueden explicar, pero esas mismas que
no se pueden borrar de la mente de los que las hayan sufrido. Y lo
curioso de todo fue que el argentino, perro viejo donde lo hubiese,
estaba más pendiente de mí que del propio registro de su maleta;
todavía pienso que por entonces jugábamos en la misma división,
aunque el inspector Palomo, que en un primer momento me había
subestimado, no nos andaba a la zaga.
El
subinspector Álvarez terminó el registro, poniendo todo el
contenido de la maleta encima de la mesa, examinando prenda por
prenda minuciosamente, zapatos, neceser, un diccionario
castellano-francés, un plano de París y un libro, además de varias
bolsas vacías, no encontrando aparentemente nada que pudiese aportar
algo nuevo. Pero el inspector Palomo supo leer en mi expresión lo
que yo había sabido ver en el lenguaje gestual del argentino
mientras observaba el trasiego hasta la mesa de todas sus prendas y
pertenencias. Guardaba algo.
No
quiero ser pesado en mi reiteración, pero no hay que olvidar eso de
“SEGUIR EN CASA”. Y recalco: seguir en casa; se está demostrando
que es la mejor solución para que el puto virus no te haga compañía.
Castigo a los desaprensivos. Ya queda menos.