lunes, 13 de abril de 2020

LA PARISINA (capítulo 3)





CAPÍTULO III

También anota toda la numeración de esa tarjeta de embarque y buscas al jefe de seguridad del aeropuerto; le dices que por favor nos haga llegar esa maleta y que se pase él también por aquí”. “A sus órdenes, mi inspector”, contestó el agente. “O no, mejor no. Encárgate tan solo de la esposa del señor, que el asunto del jefe de seguridad se encargará el subisnspector Álvarez”.
Los tres, el inspector Palomo, el argentino y yo, nos quedamos solos en la fría sala, a la espera de los acontecimientos que pudiesen venir con la llegada de los nuevos invitados a la fiesta tan especial que estábamos celebrando. Yo, y lo recuerdo como si fuera ayer, principalmente porque aquel día fue de esos que no se olvidan nunca en la vida de una persona, me encontraba muy tranquilo, como si no me estuviera jugando nada, y “ya ve”, si las cosas se torcían un poco, podían dar con mis huesos en la cárcel. Pero no, yo estaba sosegado. No sé si esa serenidad mía estaba motivada porque, creyendo fielmente en mi verdad, esperaba que el documento firmado por el Honorio de los cojones se encontraría durmiendo en el interior de la agenda de mi esposa que siempre suele descansar en el fondo de su bolso junto a un sinfín de abalorios, perifollos y pinturetas, comunes todos ellos en todo bolso de mujer, o bien era producida por la imagen que tenía delante de mis ojos, a poco más de un metro. Efectivamente, hasta ahora no me había fijado bien en la belleza de mi parisina, que, dormitando en lo alto de la mesa, me transmitía seguridad. Allí, como ángel yacente, flanqueada por tres de sus cuatro costados, trataba de expandir su belleza por toda la sala. Flanqueada por el bien, por el mal y por la justicia; por mí, que representaba la verdad y el bien, por el argentino, símbolo del mal y la mentira, y por el inspector, encargado de ejecutar la justicia. No creo yo que fuera el único en la sala que estuviera fascinado por tanta belleza; de una u otra manera, su popurrí de colores de fuego y ocres hacía necesario que toda persona que la observara, se sintiera atraída, y porqué no decirlo también, embrujada, con tanto arte otoñal. Fue desde entonces, y tengo que admitirlo, que el otoño para mí siempre ha sido otra primavera.
Pero el embrujo en que me vi envuelto durante el largo periodo de silencio, llegó a su fin cuando se oyeron dos repiqueteos en la puerta para a continuación, sin recibir respuesta desde el interior, abrirse de inmediato. “Mi inspector, en la puerta se encuentra la señora, ¿la hago pasar?”. “Hágala pasar, pero adviértale que solo responderá a mis preguntas”. “Y a usted, dirigiéndose a mí, le ruego que no intervenga si yo no se lo pido. Siga sentado de espalda a la puerta y no se vuelva”. Las órdenes del inspector fueron claras: las respuestas de mi mujer serían sin que ni yo la mirase. Lógico y normal, me dije; peor hubiera sido que me hubiera invitado a salir; así por lo menos me enteraría de sus respuestas. Y comenzó el agente con su interrogatorio. “Señora, le pediría que sus respuestas fueran lo más lacónicas posible, que no se me extienda más de lo preciso; así acabamos antes. ¿Es usted la esposa del señor que está sentado de espaldas? “Sí”, respondió. “Conoce usted al señor que está sentado de frente, y si así es, de qué lo conoce?”. "Le conozco de vista. No he hablado nunca con él directamente; bueno sí, en una ocasión. Le conocí en el aeropuerto de Madrid, cuando se dirigía a la cafetería a comprarle el lienzo de la parisina a mi marido, habiéndonos cruzado cuando yo salía y él entraba. Después le volví a ver en la puerta de embarque cuando nos hizo el favor de coger una bolsa con compras que yo hice en el aeropuerto y que no me dejaban embarcar porque ya llevaba una bolsa de mano, sirviéndole mi bolsa para meter el canuto con el lienzo en su interior que mi marido ya le había vendido”, respondió con gran seguridad después de haber mirado al argentino. “¿Y me puede decir usted por cuánto le vendió el lienzo su marido al señor Ernesto?”. Tras esta pregunta, ella titubeo un poco y dejó de mirar al inspector para volver su vista nuevamente hacia el argentino, saliéndose un poco de la pregunta que le había hecho el agente. “No sabía yo que se llamara Ernesto. Quiero recordar que en el papel que firmó había escrito otro nombre; Honorio, Horacio; no sé; tendría que mirarlo”. “Por favor, señora, cíñase a la pregunta que le he hecho, ¿en cuánto le vendió el lienzo su marido a ese señor?”. Aquí ella volvió a sentirse dubitativa, expresión que comprendió perfectamente el agente, saliéndole al paso inmediatamente. “Señora, quiero saber la cantidad que recibió su marido por el lienzo, no el precio que esté reflejado por la venta en cualquier papel”. Ella lo captó de inmediato. Cobró noventa mil pesetas, aunque en el documento que firmaron consta otra cantidad”. Todas las respuestas que estaba dando se ceñían a la verdad, al relato que yo había dado. Sus respuestas reforzaron mi tranquilidad y mi seguridad, pero más lo hizo aun la cara que se le estaba poniendo al puto argentino, que no dejaba de moverse en la silla dando signos de nerviosismo; en un par de ocasiones observé cómo se introducía las manos en los bolsillos de su chaqueta y hacía los gestos como si rebuscara algo; a la segunda, acordándome de la chequera del banco de Galicia y Buenos Aires que en varias ocasiones casi me refregó por la cara, hice como un ademán de levantarme para llamar la atención del inspector e indicarle con unos gestos con el rostro y con la manos que Honorio no dejaba de rebuscarse en su chaqueta, gestos que el inspector interpretó enseguida y le indicó que pusiese las manos encima de la mesa. Aparentemente, pensé, el inspector está de nuestro lado, del lado de la verdad. “¿Y tendría usted a mano ese documento de compraventa?”. “Sí señor”, le respondió mi esposa echando mano al bolso que lo llevaba colgado del hombro derecho. Como era de esperar, comenzó a hurgar en el fondo del bolso buscando el documento, tardando más de lo normal, por lo que el inspector la invitó a que lo pusiera encima de la mesa, desplazando hacia un lateral la parisina y los dos documentos de compraventa que se encontraban también encima, además del canuto de cartón que rodando cayó hasta el suelo, siendo recogido de inmediato por el agente en prácticas. Ella sacó la cartera, la agenda de donde habían salido las dos hojas para firmar el documento de compraventa con el argentino, en cuyo interior no se encontraba como yo esperaba el que andaba buscando, dos mecheros, un paquete de ducados, un paquete de chicle de menta, dos pinta labios y algunas cosas más que ahora no recuerdo. Después de buscar y de no encontrar lo buscado, cambiándole un poco el rictus de su cara, se le oyó decir, “perdón …..., ahora que lo recuerdo....., que lo metí en uno de los bolsillos”. Efectivamente. Abrió la cremallera interior de uno de los bolsillos interiores de su bolso Burberry de color negro que le regalé en su anterior onomástica y que le compré en el Corte Inglés de San Fernando, y sacó el dichoso documento de compraventa, abriéndolo, cerciorándose que era lo que buscaba y entregándoselo al inspector, quien lo revisó y comprobó que todo lo que yo le había dicho era cierto. Fue en el preciso momento en el que, tras comparar el inspector Palomo los dos documentos de compraventa, uno firmado por el argentino y el otro sin su firma, se dirigía hacia Ernesto para mostrárselos, cuando se abrió la puerta y aparecieron el subinspector Álvarez y el jefe de seguridad del aeropuerto, Rafael Galán.

Fue en el preciso momento en el que, tras comparar el inspector Palomo los dos documentos de compraventa, uno firmado por el argentino y el otro sin su firma, se dirigía hacia Ernesto para mostrárselos, cuando se abrió la puerta y aparecieron el subinspector Álvarez y el jefe de seguridad del aeropuerto, Rafael Galán.
El inspector, con buen parecer, decidió que el interrogatorio con el argentino debería de aplazarse hasta que no departiera con el señor Galán, al que recordaba de un servicio que tuvo que llevar a cabo hacía poco más de un año en el aeropuerto de San Pablo y del que guardaba un muy buen recuerdo. Pero antes de dirigirse al jefe de seguridad del aeropuerto, al que le envió un saludo gestual acompañado de una sincera sonrisa, invitó a mi esposa a que recogiese todas sus pertenencias que estaban esparcidas en un extremo de la mesa y que las metiese nuevamente en su bolso, a excepción del documento de compraventa. “Señora, con usted hemos terminado por ahora. Puede recoger sus pertenencias y volver con su familiar, aunque le digo que no va a ser posible que abandone todavía el aeropuerto; no creo que el señor Galán le ponga ninguna objeción para que la espera la pueda hacer en la sala VIP”, buscando cuando terminó la frase, el asentimiento del jefe de seguridad, encontrándolo de inmediato. La sorpresa de todos los ocupantes de la sala fue que cuando mi esposa estaba procediendo a recoger sus pertenencias en el bolso, se oyó la voz del argentino: “perdón, tengo la boca algo seca; ¿le importaría a vos, dirigiéndose a mi esposa, hacerme llegar un par de chicles?”. Todos se quedaron extrañados con la petición, procediendo el inspector a asentir ante la mirada que le hizo mi esposa. “Tome, quédese con el paquete”, dijo ella, lanzándoselo delante de las manos.
Mi esposa salió de la sala acompañada del agente en prácticas y de mi mirada, al tiempo que el inspector y el jefe de seguridad, después de un saludo efusivo entre los dos, salieron también de la sala y comenzaron a hablar nada más salir de la misma. Yo agudicé mis oídos para oír la conversación, a la que asistió también el subinspector Álvarez, dándole descaradamente la espalda al argentino; percibí más o menos las peticiones que le estaba haciendo el agente jefe del dispositivo, pero de pronto oí como un chirrido a mis espaldas, volviendo la cara de inmediato y quise percibir que el Honorio de los cojones había arrastrado la silla no sé para qué; lo que sí observé fue que las manos volvían encima de la mesa y cogían un par de chicles del paquete que le dejó mi esposa. “Buen sabor tienen estas gomas de mascar; puro sabor a ananás; vos tenés suerte con la mujer que le tocó”,me dijo con cierto aire de sorna.
Los dos agentes entraron nuevamente en la sala, cerrando la puerta por dentro, mientras el jefe de seguridad se encaminó a conseguir todas las peticiones que le había demandado el inspector Palomo. Por lo que yo pude oír, hasta que me sobresaltó el chirrido provocado por la silla, le había pedido que hiciese llegar el equipaje de Ernesto, la lista de embarque del vuelo Madrid Sevilla, así como la del vuelo París Madrid. “Bueno, señor Ernesto Sanromán, prosigamos con lo nuestro”, dijo el inspector volviendo a coger los dos documentos que le iba a enseñar cuando llegó el jefe de seguridad del aeropuerto y acercándose al argentino. “Veo claro que los dos documentos son idénticos salvo que en uno de ellos hay dos firmas y en el otro tan solo la de nuestro amigo el vendedor”, señalándome a mí. “¿Es su firma la que está debajo de Honorio Sanjuán?”. “No. Le vuelvo a repetir que yo no sé nada ni conozco ni hasta hoy he oído hablar de ese tal Honorio. Yo lo único que deseo es que me traigáis mi valija y me dejéis partir de una vez por todas. ¡No tengo nada que ver con este quilombo!”. El inspector comenzó a dar vueltas, desesperado, impotente ante las pruebas que tenía y que no le permitían acusarlo, por mucho que pensara que sí lo era. Aunque en verdad, él era el primero que no tenía claro el motivo de la detención, ya que no le cuadraban en absoluto las dos versiones que tenía encima de la mesa: la del argentino y la mía. Como ya me comentó una vez resuelto el caso, lo único que tenía claro, y todo por teléfono, es que iban detrás del robo de un valioso cuadro cuyo porteador era el tal Ernesto Sanromán; pero aquí entraba yo con mi versión y le descuadraba todo por completo. Además, aunque la parisina que se encontraba yaciendo en lo alto de la mesa estaba bien, como él se preguntó muchas veces, no la veía para tener tanto valor como le comentaron desde París. Aquí había algo que se le escapaba.
Y entonces se dirigió hacia mí. “Señor, sintiéndolo mucho, porque creo que usted es inocente, me veo en la obligación de decirle que no va a poder abandonar esta sala; ni su señora tampoco. Hay algo más grande que las pruebas que usted nos aporta sobre ese documento por duplicado. Detrás de todo esto se encuentra el robo de una obra de arte, y aquí tan solo tenemos la que compró usted en París por setecientos francos. Me temo, y esto lo pienso yo, que detrás de todo este caso hay toda una organización criminal dedicada al robo de obras de arte y que se han servido de usted para sacarla de París sin levantar ningún tipo de sospecha. Además, no hay pruebas aparentes que me demuestren que este señor, refiriéndose al argentino, haya firmado el documento que aportó su señora esposa”. Yo, en vez de venirme abajo con el panorama tan sombrío que me había dibujado, pensé que era el momento de pasar al ataque. Sabía de antemanos que el caso ni lo iba a solucionar ni me tocaba a mí solucionarlo; yo lo único que debía de probar es que la venta del lienzo se la hice al puto argentino de los cojones y que la versión que yo di de los hechos, apostillada por la de mi mujer, era totalmente cierta y que en ningún momento mentí a los agentes. “Muy bien, señor inspector, le entiendo perfectamente, pero déjeme que pruebe un par de cosas. La primera, que el bolígrafo con el que redactamos los documentos es propiedad del señor Ernesto o del señor Honorio, o como coño se llame”. “Dígame usted cómo lo va a probar”, mostrándose dispuesto a mi propuesta. “Que se saque de uno de sus bolsillos el bolígrafo Mont Blanc que cuando lo vea usted me dará la razón que es muy llamativo, y que además, tiene la misma tinta con la que se escribieron los dos documentos”. Efectivamente, después de probar que Honorio era dueño de un Mont Blanc y que los documentos se habían escrito con ese bolígrafo, el inspector Palomo, tras dedicarme una sonrisa acompañada de una cara con cierto estupor, me hizo otra pregunta: “ha probado la primera de las cosas de que me hablaba, ¿y la segunda?

Efectivamente, después de probar que Honorio era dueño de un Mont Blanc y que los documentos se habían escrito con ese bolígrafo, el inspector Palomo, tras dedicarme una sonrisa acompañada de una cara con cierto estupor, me hizo otra pregunta: “ha demostrado la primera de las cosas de las que me hablaba, ¿y la segunda?
La verdad fue que, a sabiendas del follón en el que estaba metido sin partirlo ni probarlo, el hecho de ver la cara del argentino, totalmente henchida de ofuscación al probar lo de su bolígrafo, me reconfortó mucho, y más cuando tras garabatear el inspector con el Mont Blanc en un folio en blanco que se sacó de su maletín comparando la tinta con los documentos de compraventa, y hacer el comentario de “¡coño, qué maravilla; cómo se desliza en el papel el dichoso bolígrafo!; en verdad es que hay diferencia entre escribir con esto y hacerlo con un bolin o un bic”, se los puso por delante, preguntándole “¿puede negar ahora que con su bolígrafo no se escribió este documento?, ¿y puede negar que la firma que hay encima de Honorio Sanjuán no la hizo usted? “Le vuelvo a repetir, señor agente, que no conozco al tal Honorio?, le contestó de muy malas maneras, tosiendo fuerte y repetidas veces, por lo que se llevó las manos a la boca. Palomo volvió a la carga: “no le he dicho que si conoce al tal Honorio Sanjuán, lo que le he preguntado es que si usted ha firmado encima del nombre de Honorio. Respóndame, carajo, de una puta vez”. El porteño se vio cogido sin respuesta alguna, por lo que acudió al tópico de “no responderé sin la presencia de mi abogado”. Había quedado claro, por lo menos para mí, y para los agentes también, que la rúbrica que aparecía junto a la mía en el documento de compraventa era la suya; daba igual que se llamase Honorio, Ernesto o Periquito el de lo Palotes, que en verdad cualquiera sabía cuál sería su verdadero nombre.
Fue después de la negativa del argentino a no declarar sin la presencia de su abogado, y después que le diera un doble golpe en el hombro sin fuerza alguna, como diciéndole, “estás pillado, pibe”, cuando el inspector se me dirigió pidiéndome cuál era la segunda prueba de la que yo hablaba.
Yo no quería alargar más la situación que estaba viviendo, pero era sabedor que la única manera que había para que acabase aquella pesadilla era que viniesen prontos los agentes gabachos. Aun así quería darle otro revolcón al puto porteño de los cojones, y que conste que yo no tengo nada en contra de los argentinos; todo lo contrario, me caen pero que muy bien; de hecho, mi dentista es argentino, al igual que mi compañero de pádel; vaya eso por delante. Pero el Honorio este, pensé en aquel momento, me había jodido mi viaje a París; hoy, después de recordar como se desarrollaron los hechos, tengo que reconocer que lo vivido hubiera pasado con Honorio o sin Honorio; estaba claro que estaban esperando que alguien comprase esa maravillosa y otoñal parisina; y me tocó a mí. Pero a lo que íbamos. Le contesté al inspector. “Pregúntele en que bolsillo tiene la chequera del Banco de Galicia y Buenos Aires que en varias ocasiones casi me cruza la cara con ella, demostrándome con ello su poderío económico para quedarse con mi óleo. Pregúnteselo por favor, señor inspector, porque no creo que se haya desecho de ella; iba a decir que la podía tener en su maleta, pero no, ya que las maletas se facturaron en el aeropuerto de París”. “Usted dirá, señor Ernesto, dijo Palomo dirigiéndose al porteño, ¿lleva encima esa chequera?”. “Vos sabés, porque ya lo dije antes, que no hablaré sin la presencia de mi abogado. No obstante, por referencia a vos, decir que no sé nada de esa chequera y que todo son invenciones del pibe este”, refiriéndose a mí de una forma despectiva. “Vacíese los bolsillos, ahora, y no me haga perder los nervios”. Honorio, sin levantarse de la silla y arrimado a la mesa como si estuviera buscando el calor de un hipotético brasero en invierno, se quitó la chaqueta y la puso justamente encima de mi parisina, escuchándose en la sala un “¡no!” por mi parte, “¡encima no!”. Inmediatamente el subinspector Álvarez levantó la chaqueta por el cuello con la mano izquierda mientras con la derecha cogía el lienzo y lo retiraba, dejándola caer nuevamente sobre la mesa y enrollando el lienzo con mucha delicadeza para introducirlo en su canuto. “Álvarez, enrolla los tres documentos y los introduce también en el tubo ese de cartón”, dijo el inspector, “y vacía todo lo que haya en los bolsillos de la chaqueta”. Álvarez esparció en lo alto de la mesa todo lo que encontró en los bolsillos de la chaqueta pero la chequera no aparecía. “Bolsillos del pantalón”, dijo Palomo. “Señor agente, no tengo nada; ni chequera ni nada; compruebe usted mismo”, dijo Honorio levantándose de la mesa pero sin apartarse de ella. El subinspector Álvarez registró en los bolsillos del pantalón encontrando tan solo un pañuelo blanco perfectamente doblado, que al ponerlo junto al resto de objetos personales salidos de la chaqueta, se pudo observar que llevaba bordado en azul las iniciales AS, hecho este que llamó la atención de Palomo pero sobre el que no hizo ningún comentario. El inspector lo único que hizo al ver que no aparecía la chequera fue dirigirse a mí y hacer un ademán con la cabeza como diciendo que la chequera no aparecía, que no había segunda prueba. Yo, sentado todavía enfrente de Honorio, me dirigí a Palomo rogándole permiso para hablar con el porteño, ruego que me concedió. Sentado, me acerqué todo lo que podía a la mesa, en la misma posición que tenía él y mirándolo a los ojos le dije: “señor Honorio, ¿le gustan las gomas de mascar de mi esposa? Tras la pregunta que le hice, aprecié cómo su rostro se demudaba, llenándose de ira y de rabia. Lo estaba provocando; deseaba que perdiera los nervios. Y proseguí, tirando de la cuerda, suponiendo de antemano que el inspector me dejaría tensarla todo lo que yo quisiera. “En mi tierra, allá en el sur, a los cerdos les encantan comer gomas de mascar, pero a los niños traviesos le gustan pegar los chicles debajo de la mesa; ¿usted es un cerdo o es un pibe travieso? Y ya no se pudo reprimir más, empezando a vociferar. “La concha de tu reputa madre, cabrón de mierda. Juro por mis muertos...”, y no terminó la frase porque se levantó avalándose hacia mí; gracias que el subinspector Álvarez lo redujo enseguida y lo volvió a sentar en la silla, pero ya a algo más de un metro separado de la mesa. Me dirigí a Palomo diciéndole: “señor inspector, mire debajo de la mesa”. El “hijo de puta” que salió de la boca del agente y su mano abierta impactando en la cara de Honorio casi coincidieron en el tiempo, teniendo que ser recogido del suelo por Álvarez. El argentino había pegado con chicle a la tapa de la mesa, por debajo, la chequera de la que yo hablaba, presionándola con sus rodillas y muslos, de ahí su interés de acercarse tanto a la mesa. Cometió el fallo en el momento que arrastró la silla cuando el inspector hablaba con el señor Galán fuera de la sala y todos le dábamos la espalda; no pensó que yo oyera el chirrido al acercar la silla a la mesa.
Los dos agentes, sobretodo el inspector, se quedaron estupefactos, y yo aprecié como por la cabeza de Palomo pasaban multitud de preguntas sobre mí. “De verdad que me ha dejado usted sin palabras con sus apreciaciones …............”

Los dos agentes, sobretodo el inspector, se quedaron estupefactos, y yo aprecié como por la cabeza de Palomo pasaban multitud de preguntas sobre mí. “De verdad que me ha dejado usted sin palabras con sus apreciaciones; muy agudo, sí señor”.
Aunque sabía que el caso le quedaba mucho para su resolución, principalmente porque el mismo inspector era el primero que no estaba debidamente informado sobre su alcance, como bien me manifestó en su momento, lo que sí se estaba demostrando era que el Honorio era parte importante de una trama nada legal. Yo, habiendo vivido en primera persona toda la movida, por llamarla de algún modo, no tenía duda alguna de su pertenencia a la trama, pero también comprendía el papel y la situación del inspector Palomo. Él había recibido la orden tan solo de detener a un sospechoso de traficar con obra de arte, y todo a la espera que se personaran los agentes franceses que eran realmente los que conocían los verdaderos intríngulis del caso. Pero ahora se le presenta un segundo actor, que en este caso era yo, que por arte de birlibirloque, y mientras que no se demostrara lo contrario, podría ser cómplice del tal Ernesto; por muchas pruebas que presentara demostrando que el Honorio de los cojones le había comprado el lienzo, ninguna era concluyente de mi inocencia. Y yo comprendía su postura cuando me decía que no podía abandonar el aeropuerto mientras que no llegasen los franceses y se alumbrasen de alguna manera las lagunas que inundaban el caso. Así que, aunque me tocase jorobarme, no me quedaba más remedio que permanecer allí. Y en verdad era que yo estaba disfrutando con los acontecimientos que estaban sucediendo, ya que en cierta medida estaba saliendo victorioso de ellos; y sobre todo, de pasar por encima del argentino. No se me olvidará la ira reconcentrada que inundó su cara cuando, tras descubrirse lo de la chequera pegada debajo de la mesa, me dijo aquello de “la concha de tu reputa madre”. Yo era sabedor de mucho antes de estos hechos, que uno de los mayores insultos que podían proferir los argentinos era precisamente el que él me había dedicado, pero tengo que reconocer que en aquel momento, y todavía hoy cuando lo recuerdo, a mí me supo a gloria. Yo vi que fue el mayor insulto que me podía hacer, “la concha de tu reputa madre”, pero como yo fui el que lo iba buscando, porque si lo conseguía, el esparcía por todo el ambiente de la sala su derrota, pues fue el piropo más bonito que jamás hubiera recibido. Y perdona, mamá.
Yo disfruté mientras que mi mente se encontraba absorta en probar mi inocencia, pero cada vez que abandonaba ese estado de ensimismamiento en el caso, mi cerebro se dirigía a pensar en el estado de cabreo que pudiese tener mi esposa, culpándome a mí de todo lo que estaba ocurriendo. A ver cómo le explicaba que el follón que estábamos viviendo comenzó en el preciso momento en que decidió, porque eso sí quiero aclararlo, lo decidió ella, comprar la dichosa parisina. Bueno, lo de dichosa no se lo diré a ella. Me tranquilizaba un poco que el señor Rafael Galán la autorizase a disponer de la sala VIP del aeropuerto, donde en compañía de mi suegro, que era el familiar del que hablé que venía a recogernos, podrán deleitarse con los aperitivos y frutos secos de que se disponen en dicha sala.
El sonido de unos artejos impactando la puerta de la sala en la que nos encontrábamos, vino a bajarme de las alturas de las que colgaba. Era un auxiliar de tierra del aeropuerto, Antonio Sánchez, que, por indicaciones del jefe de seguridad, quien también llegó inmediatamente detrás, traía una maleta que por su tamaño no era la más idónea para recorrer tres continentes como apuntó en su declaración el argentino. El señor Galán, tras indicarle al auxiliar de tierra que dejase la maleta encima de la mesa, invitándole a que abandonara la sala, se me dirigió pegando su cara a mi oído y me indicó que “no se preocupe por su señora y su suegro; se encuentran perfectamente en la sala VIP donde les he hecho llegar unos sandwiches y unas piezas de fruta, que por cierto, me he reído mucho con él porque es bético como yo”. También le comentó a Palomo que tenía en su bolsillo las listas de embarque de los dos vuelos y que en las dos venía un pasajero con el nombre de Ernesto Sanromán, coincidente con el nombre que venía en el pasaporte que ya le retiraron nada más bajar del avión.
El subinspector Álvarez, tras ponerse unos guantes de látex (aprovecho para recordar que son necesarios para salir a la calle en estos momentos de pandemia) de color celeste, procedió a la apertura de la maleta, después de que el argentino, con caras de pocos amigos, confirmase que era la suya, tras levantarse de la silla y acercarse hasta la mesa. El registro lo presencié sentado en la silla, pero en vez de estar pendiente de las prendas y otras cosas que sacaba el subinspector, lo hice sin quitar la vista del rostro de Honorio, al tiempo que observé también, de una manera soslayada, cómo las miradas del inspector iban a caballo entre la maleta y mi cara. Desde mi posición me centré en todos y cada uno de los gestos que apareciesen en la cara del argentino, en cada una de sus muecas, en cada uno de sus posibles tics, y sobre todo en sus miradas y en sus labios, porque de la posición de sus hombros ya no me interesaban, pues desde hacía ya algún tiempo estaban caídos, derrotados y no se podían extraer ninguna conclusión delatora de ellos. No pestañeé; aquellas largas y penosas sesiones de interrogatorios en mi periodo de formación me valieron de mucho; esas que hacen que te salga un sexto sentido y adelantarte en ocasiones a los acontecimientos; esas que no se pueden explicar, pero esas mismas que no se pueden borrar de la mente de los que las hayan sufrido. Y lo curioso de todo fue que el argentino, perro viejo donde lo hubiese, estaba más pendiente de mí que del propio registro de su maleta; todavía pienso que por entonces jugábamos en la misma división, aunque el inspector Palomo, que en un primer momento me había subestimado, no nos andaba a la zaga.
El subinspector Álvarez terminó el registro, poniendo todo el contenido de la maleta encima de la mesa, examinando prenda por prenda minuciosamente, zapatos, neceser, un diccionario castellano-francés, un plano de París y un libro, además de varias bolsas vacías, no encontrando aparentemente nada que pudiese aportar algo nuevo. Pero el inspector Palomo supo leer en mi expresión lo que yo había sabido ver en el lenguaje gestual del argentino mientras observaba el trasiego hasta la mesa de todas sus prendas y pertenencias. Guardaba algo.


No quiero ser pesado en mi reiteración, pero no hay que olvidar eso de “SEGUIR EN CASA”. Y recalco: seguir en casa; se está demostrando que es la mejor solución para que el puto virus no te haga compañía. Castigo a los desaprensivos. Ya queda menos.

LA PARISINA (Capít. 2)


CAPÍTULO II
Yo miraba a mi mujer, mi mujer me miraba a mí, y los dos, sin mediar palabra alguna comenzamos a ponernos un poco nervioso; yo un poco más que ella. Miradas llenas de conjeturas, henchidas de cábalas infundadas, pero vacías de explicaciones. Yo no sé ella en aquel momento, aunque día más tardes me comentó que también, pero yo, en los minutos interminables que tardaron los dos policías y el argentino en llegar a la escalinata del avión, pensé que se me iba a salir el corazón; si me hubiera medido las pulsaciones las podía haber tenido por encima de ciento cincuenta; además, una sensación de culpabilidad. ¿Y qué malo había hecho yo? Yo tan solo me había ganado unas pesetas en la venta de un cuadro a un señor que ahora estaba retenido por la policía; nada más; yo no había hecho nada más. Fue entonces, en el momento en el que los tres se detuvieron a escasos veinte metros del avión, haciendo que hasta ellos se acercara el policía que nos tenía retenidos en la escalinata, cuando pensé de la fortaleza de la mente humana. Mi pensamiento se estaba sintiendo culpable de algo que no había hecho y estaba afectando a todo mi organismo. Me sentía debilitado, laxo, desfallecido; incluso comenzaron a venirme de pronto unos retortijones en el bajo vientre que conociendo mi organismo, era sinónimo de un cuadro diarreico; o sea, que sin haber hecho absolutamente nada de lo que se me pudiera culpar, por culpa de mi coco, de mi mente, me había convertido en una auténtica piltrafa. Estaba claro que si uno de los policías se hubiera acercado a mí a hacerme una pregunta, pensé en aquel momento, yo me hubiera delatado contestado que era culpable; hubiese sido igual de lo que me culpase: yo, culpable. Hoy me río, pero aquel momento de espera y las sensaciones tan aterradoras que tuve que padecer en la escalinata, para mí se quedaron, hasta el punto que desde entonces, y ya ha llovido, he tenido que hacer en más de una ocasión ejercicios de control de mente. Bueno, a lo que íbamos. Después de unos breves instantes de charla, que como ya dije antes se me hicieron interminables, los tres policías en compañía del argentino se acercaron hasta la escalinata y oí que uno de ellos, el que llevaba el canuto, le hacía a Ernesto una pregunta, a lo que Honorio, o Ernesto, o como se llamara, me señaló a la cara con la mano con un “este ha sido”. Si ya estaba descompuesto, en aquel momento lo único que me faltó fue desmayarme, teniendo que agarrarme fuertemente al pasamanos de la escalinata porque me caía en redondo; gracias que una señora, bien fornida ella, alemana, me asió por el brazo y entre ella y el pasamanos pude guardar el equilibrio. “Perdón, señor, ¿podía acompañarnos hasta el interior del aeropuerto?, tenemos que hacerle unas preguntas”, se dirigió muy amablemente uno de los policías, concretamente el que se había quedado junto a nosotros en la escalinata. La delicadeza y cortesía con la que se me dirigió el agente parece que fue el mejor bálsamo para que mi intranquilidad injustificada desapareciera, comenzando de inmediato a sentirme más sosegado. “Señor agente, le dije, ¿me puede decir de qué se me acusa”?, a lo que otro de los agentes, en un tono menos afable que el de su compañero, me respondió que “no hay ninguna acusación pero tenemos que hacerle unas preguntas”. Yo me imaginé enseguida que los buenos agentes habían sido embaucados por el argentino contándole cualquier trola, comenzando a pensar que todo el problema giraba entorno de la parisina. Pero, ¿por qué?, me dije. “No hay ningún problema, contestaré a las preguntas que me hagáis, pero les pediría que fuesen rapiditas, que tengo ganas de llegar a casa”. Dos de los policías se miraron diciéndose algo como “este pardillo no nos va a aportar nada”, que en verdad era lo que yo deseaba que pensase.
Los cinco nos dirigimos hacia la terminal, después que yo con la mirada le indicara a mi mujer que me esperara fuera sin hablar nada, observando que los tres agentes, uno de ellos porteando el canuto de la parisina, aunque sin ponerle las esposas en ningún momento, iban pendiente de cualquier movimiento que hiciera el argentino, como si ya tuvieran referencias no muy buenas sobre él. Entramos en la terminal y nos dirigimos directamente a unas oficinas de seguridad donde comenzaron las preguntas y un careo entre el argentino y yo. Yo, hasta que no comenzó a inventar y a calumniar el señor Ernesto, no sabía por dónde iban los tiros exactamente, si bien tengo que reconocer que en ningún momento perdí la compostura y comprendí que en el mundo hay muchos lobos con piel de cordero.

Yo, hasta que no comenzó a inventar y a calumniar el señor Ernesto (Honorio, por si alguien tiene alguna duda), no sabía por dónde iban los tiros exactamente, si bien tengo que reconocer que en ningún momento perdí la compostura y comprendí que en el mundo hay muchos lobos con piel de cordero.
Recuerdo que era una habitación de unos cinco por cinco aproximadamente, de paredes blancas, puerta de acceso blanca y mesa con cuatro sillas también de color blanco; ni un solo cuadro colgado en las paredes, cuando en este tipo de sitios siempre pende un cuadro del rey Juan Carlos; pues ni eso, ya que si hubiera estado con el uniforme azul de Almirante, hubiera dado a la fría habitación algo de calidez; pues ni eso; su aspecto tétrico se asemejaba más al tanatorio de un hospital que a una oficina policial. “Sentaros uno delante del otro”, dijo el agente que portaba el canuto, dejándolo en el centro de la mesa al mismo tiempo que nos hablaba. “No tenemos ganas de perder el tiempo, prosiguió, así que quiero saber de quién es la pintura que está enrollada en el interior de este tubo de cartón”. Yo, que había conseguido guardar la calma que gané en la escalerilla del avión, recuerdo, iba a hablar para relatar la única verdad, pero enseguida el argentino me ganó la vez, hablando en su papel de enojado:”señor agente, ya lo dije antes; el boludo este me pidió el favor a la entrada del vuelo que porteara el tubo por sus dimensiones porque tanto él como su mujer no podían introducirlo en el interior del avión, ya que los dos portaban sendas bolsas de mano; así de sencillo, señor agente; no hay ningún problema, y pensaba devolvérselo nada más pisar tierra. En verdad es que no entiendo todo el quilombo este que habéis montado”. En ningún momento el orondo charlatán se dignó mirarme a la cara mientras hablaba, porque si lo hubiera hecho, y de eso estoy seguro, lo hubiera fulminado con mi mirada asesina; la tenía; reconozco que la ira se apoderó de mi cuerpo, y aunque no llegué a verme en ningún espejo, se debería de ver reflejada en mi mirada. Cómo se puede ser tan hijo de puta, pensé, para inventarse esa sarta de mentiras. ¿Y por qué? Enseguida comprendí que alrededor de mi parisina, ya que por lo visto había vuelto a ser mía, según la declaración del puto argentino, debería de haber algo oscuro, algo que en verdad no se me pasaba por la cabeza, pero que visto lo visto, debería ser de cierta enjundia. Estaba claro que no es normal que tres policías estuvieran esperando el aterrizaje de un avión para saber quién era el dueño de un lienzo que me había costado al cambio unas quince mil pesetas, que sí, que era dinero, pero tampoco para montar este dispositivo. El argentino siguió repitiendo la misma historia pero engordándola y adornándola cada vez más, hecho este que me ponía cada vez más nervioso y de lo que no se le fue por alto a uno de los agentes que no me quitaba la vista de encima. Este mismo agente, viendo el cariz que estaba tomando la cosa, pareciéndole que la historia que estaba contando el argentino era cada vez más fantasiosa e inverosímil, se le acercó por la espalda y le ordenó, textualmente, que detuviera su historieta, invitándome a continuación a que contase lo que sabía sobre la pintura que iba enrollada en el cilindro de cartón que se mantenía en el centro de la mesa, inmóvil y como testigo de lo que allí estaba ocurriendo. Mi exposición, con una tranquilidad pasmosa que hasta mí me sorprendió, no hizo sino relatar tal y como sucedieron los hechos, ni más ni menos, sin ningún tipo de adorno, desde que paseábamos mi mujer y yo por la rue du Mont Cenis entrando en la tienda de arte, enamorándonos de la pintura de esa misma calle, la entrega de una señal, la recogida del oleo al día siguiente, expendiéndonos el vendedor el correspondiente certificado de autenticidad de la obra, el embarque en el vuelo de Air France, el fortuito encuentro con el señor Honorio, apostillando lo del señor Honorio y preguntándole al argentino el porqué del cambio de nombre, la venta de la pintura por una cantidad que no podía rechazar ya que me ganaba más de seis veces lo que pagué por él y los continuos desdenes por parte del porteño una vez había conseguido la parisina. “Lo que ha quedado claro, intervino uno de los agentes, es que uno de los dos miente. Así que vamos a acabar con los careos y vamos a empezar con los interrogatorios personales, advirtiéndoles a los dos que a partir de ahora es cuando nos ponemos más nerviosos, más que nada porque nada más empezar salimos de la idea de que cada uno tiene el cincuenta por ciento de estar mintiéndonos, y ni a mi compañero ni a mí nos gustan los mentirosos, así que por favor, os pedimos que os cuidéis muy mucho en mentir”. De piedra me quedé yo, no por nada, sino que por las palabras del agente me había metido en el mismo saco que el rollizo petimetre puto argentino, y eso no me agradaba en lo más mínimo. De inmediato, el agente que nos había echado la perorata me invitó a que me saliera de la habitación donde nos encontrábamos, no sin antes hacerme una última pregunta: “cuando cobró las noventa mil pesetas en el aeropuerto de Barajas y le entregó la pintura al señor Ernesto, ¿le entregó también el certificado de autenticidad del lienzo de la casa de pintura de París por la compra de la tela?

.....no sin antes hacerme una última pregunta: “cuando cobró las noventa mil pesetas en el aeropuerto de Barajas y le entregó la pintura al señor Ernesto, ¿le transmitió también el certificado de autenticidad del lienzo de la casa de pintura de París por la compra de la tela?”. La pregunta que me hizo el agente me jodió y me molestó mucho, pero no por la pregunta en sí ni porque yo tuviera que ocultar algo; me fastidió porque en el relato de los hechos que le hice cuando me lo pidieron, yo me olvidé de ese detalle, y ese olvido podía llevar a los agentes a que naciera en sus subconscientes alguna duda sobre mí y mi proceder, y nada más lejos por mi parte. “Sí, señor agente, contesté, se lo entregué; en el cilindro de cartón, y rodeando el lienzo, le dejé el certificado de autenticidad que también sirve de contrato de compraventa. También en el interior de ese canuto, dije señalando al centro de la mesa, deberá de estar una hoja de libreta en la que figuran mi nombre y apellidos con mis datos y los del señor Ernesto, aunque ya os adelanto que el nombre que él me dio y por el que yo le conocía, era el de Honorio, y de apellido quiero recordar que me dijo que era Sanjuán, y es con ese nombre y apellido con el que figura en el papel que hicimos a modo de contrato de compraventa y en el que firmamos”. “Muy interesante todo”, comentó uno de los agentes; ¿algo más que decir?”. Yo callé. “Pues salga y espere ahí afuera con el compañero que estará en la puerta”.
La espera junto al tercero de los agentes se me hizo eterna, dándome tiempo en pensar en mil cosas. Lo primero que se me vino a la mente fue en lo que habría sido de mi mujer, por dónde andaría. Habría recogido las dos maletas y se encontraría ya con el familiar que había quedado en recogernos y que nos llevaría hasta Cádiz. Desesperada tenía que estar, recuerdo que lo pensé. Y no solo eso, sino que me estaría poniendo a parir: “y eso que se lo dije mil veces; no vendas la parisina. Pero él, como siempre, seguiría diciéndole a su padre, haciendo lo que le venía en ganas”. Y la verdad es que no quise oírla, pensé mientras asistía al deambular de la gente por la terminal del aeropuerto, pero sin ver a nadie; si la hubiera hecho caso......... En verdad es que no sé lo que hubiera pasado porque, pensé ya más fríamente, el problema creo que no radica en la venta del lienzo al argentino, sino en la pintura en sí. ¿Qué tiene de especial la parisina? Algo debe de tener para que el interés por ella sobrepase por bastante el que se pueda tener por una pintura cualquiera de almacén como yo consideraba que era. No es normal primero que el Honorio ese de los cojones me pagara esa cantidad tan desorbitada en comparación con la que yo pagué a un supuesto entendido como era el dueño de la pequeña galería de arte donde la adquirí, ni tampoco que el Cuerpo Nacional de Policía haya preparado un dispositivo especial venido desde Madrid, según entendí, para investigar el caso de un oleo de como diría un buen amigo mío, de “tres al cuarto”. ¿Habría comprado un Pisarro, un Degas o un Morisot y yo no lo sabía? Imposible; eso es imposible, me decía una y otra vez. Algo hay que se me escapa; lo único que espero es no salir salpicado. Y todo fue pensar en lo de las posibles salpicaduras cuando caí que nuevamente había cometido otro grave error en mi último relato de los hechos; no mentí intencionadamente, pero no conté toda la verdad, también sin intención alguna. Está claro que no se puede ir por la vida, recuerdo que pensé en aquel momento y lo ratifico ahora, de bueno y de piadoso; hay que ponerle, seguí pensando, un poquito más de maldad a las cosas, y más cuando te juegas el que te inculpen en un asunto que parece ser que no tiene muy buena tinta; en pocas palabras, que te puedes comer un marrón sin partirlo ni probarlo y verte con los huesos en la trena. Tan nervioso me puse que me dirigí al agente que me acompañaba en la puerta de la oficina de interrogatorio. “Perdón, señor agente, le dije con la mayor ingenuidad que pude sacar de mi interior, todo con el fin de hacerme más creíble, ¿le puedo hacer una observación? El policía, que se encontraba sentado franqueando la puerta, con un auricular en la oreja, me miró de arriba abajo con cierto desdén y me contestó: “si me vas a pedir que tienes ganas de ir a los aseos te adelanto que te aguantes un poco”. “No, le contesté, es sobre un asunto que he omitido cuando sus compañeros me han preguntado; sin ninguna intención no hable de él, y me he acordado ahora; lo decía por si se lo podía trasladar a sus compañeros, ya que puede ser importante, creo, para el esclarecimiento de los hechos sobre los que se me han preguntado”. El agente volvió a mirarme, esta vez de abajo arriba, preguntándome que “si el argentino era yo o el que estaba siendo interrogado”, a lo que yo le contesté que yo no tenía nada de argentino, que yo era de Bornos, provincia de Cádiz. “Ya, es que se enrolla usted como los sudacas. Espere usted aquí y ya lo llamarán”.

El agente volvió a mirarme, esta vez de abajo arriba, preguntándome que “si el argentino era yo o el que estaba siendo interrogado”, a lo que le contesté que yo no tenía nada de argentino, que yo era de Bornos, provincia de Cádiz. “Ya, es que se enrolla usted como los sudacas. Espere usted aquí y ya lo llamarán”.
¡Vaya el comentario del agente!, me dejó planchado. ¿Enrollarme? Ya quisiera yo tener la labia que tienen los argentinos; que sí, “que dan muchos rodeos para decirte una cosa concreta, que te adornan el lenguaje con términos innecesarios, sí; pero como esos rodeos que dan lo acompañan con una cadencia y una melodía tan angelical, hacen que te veas envuelto en un manto de seda dándote la sensación de suspensión en el aire”. Ese fue el pensamiento que tuve ante la respuesta seca del policía, que fueron las mismas palabras que me dijo una gran amiga mía después de haber tenido una experiencia con un pibe argentino, que según también me contó días antes de hacer yo el viaje a París, “no era guapo, no era alto, no era buen amante, pero amigo mío, entre beso y beso hacía unos comentarios....... ; me reconfortaba de tal manera que, al final, decidí ir buscando tan solo su conversación”. Estaba claro que la experiencia que tuvo mi amiga y la que tuve yo con los hijos de la tierra del tango se parecieron en muy poco, porque cada vez que pienso en el cabrón ese que está ahí dentro, pensé, se me revuelven las entrañas. No pude reprimirme y me dirigí al agente, que si bien al principio me observó con cierta displicencia, cuando conseguí transmitirle mis sensaciones y sentimientos, aunque reconozco hoy que en su momento lo hice con mucho de histrionismo, entonces, llegó a levantarse de la silla que ocupaba, ofreciéndomela para que la ocupara. “Señor agente, ¿es justo?, ¿es justo que por culpa de un cabrón como ese que está ahí dentro yo tenga que estar pasando por esto?, ¿es justo que una persona como yo que viene de pasar cinco días en París y que compró una pintura, concretamente una parisina que podía haber comprado aquí en España, en cualquier tienda de mueble, y que después la vendí porque un puto argentino se encapricho de ella, esté metido ahora en este lío? ¿Hubo un enjuague en la compraventa de mi parisina, señor agente? Por favor, dígame algo. Cuénteme algo que yo no sepa”. Recuerdo que mi teatralidad la llevé hasta el punto de dejar caer mi cuerpo sobre el marco de la puerta, flexionando un poco mis piernas y pareciendo como si fuera a desvanecerme, nada más lejos de la realidad, pero que hizo mella en la sensibilidad del agente, invitándome, como apunté antes, a sentarme en su silla y a comenzar a soltar por su boca mensajes tranquilizadores. “Quédese tranquilo, señor; si usted no ha hecho nada ilegal ni ha participado en nada turbio, no tendrá ningún problema. Tranquilícese. Yo no le he comentado nada, pero los tiros van contra el pájaro argentino. Eso sí, reconozco que le vamos a molestar un poco mientras que no se aclare la situación, y le adelanto que esto no se va a aclarar hasta que no lleguen los dos inspectores de la policía nacional francesa que estamos esperando. Y recuerde, yo no le he comentado nada”. “Pero, le contesté, dígame que hay detrás de todo esto, ¿qué tengo que ver yo con este follón?”. “Lo siento, respondió, ya he hablado demasiado. Y si lo he hecho es para tranquilizarlo un poco. Y recuerde que esta conversación no ha existido”.
Vi prudente no insistirle más al agente, ya que me di cuenta que, como bien me dio a entender, había hablado más de la cuenta, jugándose mucho; era evidente que estaba recién salido de la Academia de Policía y estaba poco baqueteado, como bien pude comprobar más tarde, dicho por él mismo, de que estaba en el año de prácticas que tienen los alumnos después de salir de la Escuela y dentro todavía del periodo de formación. Fue por eso por lo que, después de levantarme y pedirle que volviera a tomar asiento que ya me encontraba bien, y que él, muy educadamente, casi me obligara a seguir sentado, cogiéndome del brazo, me puse a pensar no recuerdo ahora en qué, pero lo que sí sé es que me quedé dormido en la silla. Y recuerdo que me quedé dormido porque no sé cuánto tiempo después, me sobresalté al oír el picaporte de la puerta abrirse sin delicadeza alguna. Enseguida me levanté, y tras restregarme un poco los ojos con la mano derecha, me topé casi de bruces con uno de los agentes que se encontraban en el interior, el menos afable, que venía expresamente a buscarme. “Pase usted para dentro”, al tiempo que le dedicaba una mirada a su compañero como criticándole el hecho que me hubiera dejado la silla. Entré en la sala, observando inmediatamente que los mofletes del argentino se encontraban más rojos de lo que yo estaba acostumbrado a verlos en el par de días que habíamos coincidido, y sin dilación alguna, el agente que mandaba aquel dispositivo, inspector según me enteraría más tarde, se dirigió a mí: “Vamos a ver, señor, le di antes la oportunidad de que me contase toda la verdad y me parece a mí que usted no me hizo caso”. “Perdone usted, señor agente, quiero dec....”, comencé a decir. “¡Cállese! Y no hable hasta que yo no termine, ¿Entendido?”, dijo levantándose de la silla en la que se había sentado nada más entrar y poniendo su cara a escasos veinte centímetros de la mía. “Usted hablará cuando yo lo diga; mientras, chitón”. Transcurrió más de medio minuto donde no se oyó ni el revoloteo de una mosca, treinta segundos que a mí me resultaron eterno. “¿Qué iba a decir usted?”. Tiene cojones la cosa, pensé. Me echa la bronca, me tiene casi un minuto en ascuas totalmente en silencio y ahora se deja caer preguntándome que qué iba a decir. Guerra psicológica en interrogatorio; y no sabe el pavo este, seguí pensando, que por mi profesión, estoy adiestrado en estos menesteres y prácticas. “Pues como iba a comentarle, señor agente, y ya se lo anoté a su compañero que se encuentra en el exterior, hubo un detalle que en mi anterior relato se me pasó por alto”, dije mientras observaba que en lo alto de la mesa se encontraba desplegada, hermoseándose, mi parisina, junto al canuto de cartón, el certificado que me hizo el marchante de la galería de arte y la hoja de libreta que nos sirvió al argentino y a mí para hacer el contrato de compraventa y donde se reflejaban nuestros nombres y la cantidad en que se la vendía. “Pues hable ya de una puñetera vez. ¿Qué se le fue por alto?”, dijo el inspector interpretando bien su papel de poli malo, cosa que me extrañó porque normalmente ese papel de poli malo lo realiza el agente de menor jerarquía, aunque a veces se suelen cambiar los roles. “Pues que en mi relato de los hechos comenté lo del precio; lo que me pagó el señor Honorio por el lienzo. Dije que me pagó noventa mil pesetas, y fue así, aunque en el papel que nos sirvió de compraventa pusimos que eran solo cuarenta mil”. El inspector, que se encontraba con la cabeza agachada mientras yo hablaba, la levantó, y con una media sonrisa a caballo entre chacotera y conspiradora, me preguntó “¿pusimos esa cantidad o la puso usted solo?”.

El inspector, que se encontraba con la cabeza agachada mientras yo hablaba, la levantó, y con una media sonrisa a caballo entre chacotera y conspiradora, me preguntó “¿pusimos esa cantidad o la puso usted solo?”. La pregunta, y en el tono que me la hizo me cogió un poco a pie cambiado, intentando por un momento buscar las verdaderas intenciones que llevaba el agente al hacerla, intento que me resultó baldío, ya que no encontré ninguna respuesta. Fue por lo que, para salir del paso, pero intencionadamente, lo que hice fue repetir su misma pregunta pero cambiándole la entonación y añadiéndole un carácter dubitativo. “Que si la pusimos o la puse; la verdad es que no entiendo lo que me pregunta, señor agente”. No sé si hice bien o mal al contestar de esa manera, pero la verdad es que el inspector, lo recuerdo hoy tal como sucedió en aquel momento, y hace de esto ya una tira de años, le supo mi respuesta dubitativa como un rayo, volviendo a perder en cierta medida los nervios. Me preparé para el chaparrón, aunque seguía sin saber qué fue lo que me quiso preguntar. “Vamos a ver, ni se imagina usted el tiempo que llevamos trabajando en este caso, y ni se imagina tampoco las pocas ganas que tengo de escuchar paparruchadas, jilipolleces y desvaríos como los que usted ha dicho. Creo que mi pregunta está bien clarita”, y todo ello con un tono de voz bastante elevado y amenazante. No sé si hice bien o no, creo que sí, pero sobre la marcha decidí plantarle cara y no amilanarme, creyendo vender con mi postura una imagen de seguridad y que en ningún momento había tratado de sorprender a nadie, y mucho menos a la justicia.”Me va a perdonar usted, señor agente, me dirigí a él sin ningún tipo de altanería, pero hay dos cosas aquí en las que me pierdo, primero que no he entendido su pregunta, y al no entenderla lo único que he hecho es volvérsela a preguntar para que me la aclarase, y segundo, y es una cosa que me está preocupando desde que en la escalinata del avión usted me invitó a acompañarle, es que me habla usted ahora de un caso, y yo creo, que debería de decirme qué caso es este del que habla, porque yo estoy perdido, por favor”. Si la habitación era fría y las paredes, todas de blanco ayudaban a ello, mi respuesta ayudó a que la temperatura bajara unos grados más; hasta provocó que el argentino, que estaba calentito por el interrogatorio un poco agresivo al que seguramente lo habían sometido antes de yo entrar, levantó la cabeza y sintió escalofrío. El otro agente, subinspector que era, movió varias veces la cabeza y comenzó a caminar por la sala pero buscando disimuladamente acercarse hasta mí con el fin de poder actuar a tiempo por si su jefe reaccionaba como él pensaba que pudiera reaccionar. No hubo palabras durante un largo espacio de tiempo, pero aquel silencio era, lo recuerdo todavía hoy y se me ponen los vellos de punta, de los que nadie se atreve a romper porque a modo de puñal se te podía clavar en el corazón. Y lo rompió el que tenía que romperlo. Pero no como esperábamos que lo hiciera, demostrando su gran profesionalidad y dominio de la situación, ya que captó perfectamente la intención de mi respuesta, y pienso hoy que después de mi respuesta, el bueno del inspector me hubiera mandado para mi casa ya que se dio perfectamente cuenta de que yo no tenía absolutamente nada que ver con el caso que se traía entre manos. “Vamos a ver si acabamos de una vez por todas con este galimatías en el que estamos metidos y podemos deshacer el entuerto en el que creo que está usted implicado sin partirlo ni probarlo; bueno, probarlo sí, ya que veo que como ha reconocido, sacó usted una buena tajada”. La ruptura del silencio del inspector nos dejó a todos de piedra; a todos menos a mí, ya que en cierta medida me la jugué y me salió bien el envite; o por lo menos eso me pareció a mí. “Me refería a que en el papel que os sirvió como contrato de compraventa, y en el que venía la cantidad de cuarenta mil pesetas, cosa que no tengo porqué saber ni me interesa que realmente usted cobró, según dice, noventa mil, está tan solo la firma de usted, no teniendo validez alguna pues no se encuentra la del tal Honorio Sanjuán, que hasta este momento, si no me lo demuestra usted o alguien, no le pongo cara”. Educadamente me dejó de piedra, pero más me dejó la reacción del argentino, que comenzó a hablar sin que ninguno de los agentes se lo autorizara. “Vos ves, señor agente; no existe absolutamente ningún tipo de prueba que me relacione con la compraventa de este óleo; ya os lo comenté y vos no queré oírme. Este boludo, después de hacerle el favor de portearle el cilindro con su óleo para que pudiese viajar, me queré cargar el muerto y meterme en este quilombo. Ni yo le he pagado plata alguna, ni yo he firmado nada que pruebe que haya adquirido esa mierda de parisina, ni yo sé nada de ese tal Honorio Sanjuán”. La verdad era que el inspector llevaba razón, y aquel papel, sin la firma del argentino, del verdadero argentino, no tenía ningún valor; quedaba bien claro que la parisina, sin ser una mierda como había afirmado el porteño, calificativo que me había olido a cuerno quemado, tenía un único dueño, y ese era yo. Pues sí que está bien la cosa me dije. De pronto recordé un hecho en el que no había caído antes y que en cierta medida podía probar que no mentía, que el tal Honorio Sanjuán existía, por lo que, creyendo haberme ganado la confianza del inspector, me atreví a pedirle al jefe del dispositivo el permiso para demostrar lo que expliqué en mi relato de los hechos.

De pronto recordé un hecho en el que no había caído antes y que en cierta medida podía probar que no mentía, que el tal Honorio Sanjuán existía, por lo que, creyendo haberme ganado la confianza del inspector, me atreví a pedirle permiso para demostrar lo que expliqué en mi relato de los hechos. “Señor agente, podría probar que Honorio Sanjuán firmó un documento igual que ese que hay encima de la mesa y por el que se prueba que me pagó cuarenta mil pesetas por mi parisina”, le dije mostrándole una seguridad imperturbable. “Usted dirá como” me respondió no sin cierta incredulidad y haciendo un cierto aspaviento abriendo sus manos. “Mi esposa se encontrará en la terminal, ya con las maletas, esperándome para regresar a casa; ella en su bolso tendrá el documento del que le hablo, ya que hicimos un duplicado, y en el que nos quedamos sí que firmó el señor Honorio Sanjuán. Si le parece bien, podéis acompañarme hasta ella y así que me lo entregue para que lo veáis”. El inspector, que se había sentado en la silla, junto al argentino, jugueteando con un bolígrafo encima de la mesa, comenzó a dudar y lo primero que hizo fue dirigirse a Honorio. “Señor Ernesto, ¿usted cree que habrá otro documento igual que este, cogiendo el que se encontraba entre la parisina y el canuto de cartón, pero firmado por usted?”. El argentino palideció, no pudiendo articular palabras por un largo rato. “¿Me ha oído usted, señor Ernesto?”. “Sí, le he oído, agente”, respondió el argentino con ciertos aires de prepotencia, impropios después del silencio que previamente había tenido y que no denotaba sino que lo habían pillado, “pero si trae un documento igual que este firmado por el tal Honorio Sanjuán, ¿demuestra algo en contra mía? ¿Quién es ese Honorio Sanjuán que no paro de escuchar su nombre? Me gustaría verle la cara, me gustaría conocerlo; lo mismo hasta se parece a mí. ¿Usted lo conoce personalmente?”, haciendo esta última pregunta mirándome a los ojos y dirigiéndose a mí. Todavía recuerdo lo que sentí en aquel momento; me lo quería comer. Mi lenguaje gestual fue captado enseguida por el subinspector y amablemente, pero con una fuerza descomunal que revelaba que era carne de gimnasio, me sentó en una silla dejándome sus dos manos sobre mis hombros con el fin de tranquilizarme. El silencio volvió a adueñarse de toda la sala, sabiendo todos los allí presente que el encargado de romperlo no era otro que el inspector, como así fue, demostrando una vez más que era muy ducho en aquello del interrogatorio; sabía de antemano que esos parones facilitaban que los interrogados pudiesen cometer algún fallo que lo delataran, pero también se había percatado que en este caso, los dos interrogados, por distintos motivos, también estaban demostrando ser avezados en estas prácticas de los interrogatorios. Lo del argentino este, se dijo el inspector antes de romper el silencio, me cuadra perfectamente, ya que imagino que habrá estado sentado en más de una ocasión en una mesa de interrogatorio y le habrán calentado también la cara en más de una ocasión tal como sucedió antes, pero lo del turista gaditano, y se refería a mí, no me cuadra en lo más mínimo; no lo encajo en ningún sitio; o es un ladrón de guante blanco, fino donde los haya, o es un turista defensor de la verdad y que rompe los moldes con los que estamos acostumbrados a trabajar; me inclino por lo segundo, pero bien fino. “Señor Ernesto, me dijo usted que venía de París; ¿me podría decir el motivo de su viaje?”. “Sí, señor agente. Turismo. Cuatro días en París, viajar hasta Sevilla, conocer Marbella y trasladarme a continuación desde Algeciras a Tánger por ferry para visitar Casablanca; desde allí a Johannesburgo y dentro de unos diez días, quiero recordar, volar de regreso hasta Buenos Aires”, respondió Honorio con una tranquilidad pasmosa. Ahora el inspector no le dejó tiempo a pensar por mucho tiempo, respondiéndole enseguida. “Ajetreado viaje, pero cada uno es libre de hacer lo que quiera. Entiendo que para un viaje como este en el que se encuentra, necesitará usted un buen equipaje, ¿no, señor Ernesto?”. “Vos sabés bien que así es, señor agente. Espero que la maleta que ya debería de haber recogido en la terminal, no se me extravíe”. “No se preocupe por ella; ahora mismo movemos los hilos para que la traigan. ¿Lleva usted encima la tarjeta de embarque?”. “Sí”, dijo Honorio llevándose la mano al bolsillo interior de su chaqueta y poniéndola en lo alto de la mesa. “Aquí está, señor agente”. Cuando Honorio llevó su mano al interior de la chaqueta, de su chaqueta Armani, se me encendió el bombillo y no pude reprimirme, dirigiéndome al inspector y sorprendiendo a todos los allí presente en la sala: “inspector, podía pedirle usted a este señor, refiriéndome al argentino, que busque entre sus bolsillos una chequera del Banco de Galicia y Buenos Aires con la que hizo sus primeros intentos de compra de mi parisina?, no creo que se haya desecho de ella”. Las caras de las dos personas que tenía delante de mi vista, el inspector y el argentino, porque el subinspector lo tenía a mis espaldas, eran bien distintas. Mientras que el agente esbozó una media sonrisa, dedicándome una mirada con la que me decía que qué hacía yo con ese as debajo de la manga, la cara de Honorio se desencajó completamente, poniéndose blanco como la pared, pero marcándosele con más intensidad los mofletes rojizos casi amoratados. El inspector Palomo, que así se apellidaba el jefe del dispositivo, sabiamente dejó que las aguas volviesen a su cauce provocando un nuevo y largo silencio, rompiéndolo con un gesto con la cara y con el dedo índice a su compañero como indicándole que pasase el agente en prácticas que se encontraba en la puerta. “Toma papel y lápiz, le dijo al agente, y por este orden haz lo siguiente: anota el nombre de la esposa del señor, dijo señalándome a mí, y la buscas en la zona de salida de viajeros; estará acompañada de un familiar, que se quedará con las maletas y ella que te acompañe hasta aquí. También anota toda la numeración de esa tarjeta de embarque y buscas al jefe de seguridad del aeropuerto y le dices que por favor nos haga llegar esa maleta y que se pase él también por aquí”. “A sus órdenes, mi inspector”, contestó el agente. “O no, mejor no. Encárgate tan solo de la esposa del señor, que el asunto del jefe de seguridad se encargará el subisnspector Álvarez”.


No quiero ser pesado en mi reiteración, pero no hay que olvidar eso de “SEGUIR EN CASA”. Y recalco: seguir en casa; se está demostrando que es la mejor solución para que el puto virus no te haga compañía. Castigo a los desaprensivos. Ya queda menos.
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