sábado, 26 de febrero de 2011
UNA DE CARNAVAL: LA TARDE DE LOS MUERTOS VIVIENTES.
Me pide por email un futuro pregonero de carnaval, que rememore aquel año en el que nos atrevimos a salir, el día de nuestra cabalgata, de zombis. Y digo, al igual que dice él, que nos atrevimos, porque para hacer lo que hicimos, hay que tener muy, muy, pero que muy poca vergüenza. Porque, la cuestión no se limitó a mal vestirnos de aquellas guisas, sino, una vez ya en la cabalgata, meternos de lleno en la piel de aquellos asquerosos personajes, con una interpretación que hoy, después de haber pasado por nuestros carnés, más de veinte años, me parece, y según me comenta el demandante de este artículo, de lo más bochornoso.
Y os cuento.
Todo pasó a escasas horas de que el organizador de nuestra cabalgata diese la orden de que ésta enfilase la avenida San Jerónimo.
“¿De qué nos disfrazamos?” –decía uno-. De esto, de aquello o de lo otro. “Pero si no tenemos nada preparado; ya es tarde” –decía otro-.
Y fue entonces cuando, a uno de ellos, se le ocurrió la feliz idea de que nos disfrazásemos de zombis. Pues venga, manos a la obra.
Nos fuimos al corral de mi casa, y después de agenciarnos cada uno la ropa más vieja que pudimos conseguir, le pedimos a mi madre el brasero o “sarteneja” vieja en la que guardaba la ceniza del cisco que compraba en lo de borrasca o en lo de la madre de Paquirri.
Después de ajironarnos la ropa que nos pusimos, ya vieja de por sí, nos embadurnamos desde los pies a la cabeza con una mezcla de ceniza y agua. El aspecto que adquirimos fue de lo más repugnante y asqueroso.
A continuación, no contentos con el pelaje obtenido, le pedimos a mi madre el frasco de “crome” y, con toda la parsimonia que pudimos tener a esas alturas, regamos nuestros rostros con finos hilos del líquido carmesí: por la frente, por los pómulos, por la comisura de los labios, e incluso por los párpados.
Ya estábamos listos. Marchemos a la cabalgata.
Éramos cuatro, pero desde el corral de mi casa hasta la puerta de San Jerónimo, nos buscamos cada uno a un amigo. Yo recuerdo que el mío se llamaba JB, y también recuerdo que el dichoso amigo JB me obligó a comportarme de una manera nada habitual en mí, observando que mis compañeros de guisa se comportaban igual que yo, arrebatándome a mi amigo y cediéndome los suyos.
Ya en la puerta de San Jerónimo, los cuatro que salimos de mi casa, dejamos de existir, siendo los cuatro amigos que nos encontramos por el camino, los que, al son de la caja y el bombo, y vitoreados por el clamor de mil y una máscara, interpretaban una y otra vez el ritual ignominioso propio de los muertos vivientes, y que en más de una ocasión habíamos visto en las películas del cine del “Papi”. Desde la posición supina, nos íbamos incorporando con movimientos lentos y desacompasados, siempre, repito, al son del redoble, dirigiéndonos en actitud ofensiva hacia el respetable, y provocando la lógica estampida ante el ataque de tan macabros personajes.
Y así una y otra vez, a lo largo de todo el recorrido de la cabalgata.
Recuerdo que, nuestras señoras, ajenas a nuestros “numeritos”, iban ataviadas con lujosos trajes dieciochescos, y al enterarse de nuestros comportamientos, se prestaron diligentemente en encontrarnos para convencernos de que desistiésemos en nuestras vergonzosas conductas. Nuestra suerte fue que no nos encontraron hasta que, ya de vuelta, la cabalgata iba llegando a su fin. Lamentablemente pudimos observar que, cuando nos encontraron, sus reprimendas iban dirigidas a los cuatro que salimos de mi casa, quedando totalmente indemnes los cuatro amigos que se adueñaron de nuestros cuerpos y que realmente fueron los verdaderos culpables de esos comportamientos tan indecentes.
Después de narrar esta historia, pido a quien tuviese la feliz idea de tomar alguna instantánea de lo relatado, la cuelgue en esta página. Quiero recordar que fue en la cabalgata del 88.
Domingo
Suscribirse a:
Entradas (Atom)