Vigésimo
sexto día de confinamiento descoronavizante, y hoy, en este
preámbulo del capítulo diario, solo quiero recalcar los términos
solidaridad y responsabilidad, ya que no quiero volver a caer en esa
dinámica que tanto critico. Vamos en el mismo barco y tenemos que
remar todos por igual.
Y
ahora vamos a entrar con nuestra parisina que si mi mente no me
traiciona, creo que estamos en la penúltima entrega antes de llegar
al final.
"Pasaron
la noche en Madrid y han tomado el primer vuelo de esta mañana.
Espero acabar antes de mediodía con este asunto”, a lo que yo le
contesté con un irónico “he pasado la noche muy bien ; gracias”.
Entramos
los dos en la sala que sirvió de interrogatorio el día anterior y
aunque su decoración todo en blanco ayudaba a que de sus paredes se
desprendiera frialdad, esa mañana, sin resultarme acogedora, no me
causó, quizás por la familiaridad de lo vivido el día anterior,
tanto rechazo glacial. Allí se encontraban, todos de pie, el
argentino, el subinspector Álvarez y el agente en prácticas;
incluso encima de la mesa se encontraba en posición vertical, el
canuto de cartón, habitáculo de mi parisina, que tengo que
reconocer que sentí la curiosidad perentoria de volver a deleitarme
con sus colores otoñales. El argentino, como resultado de haber
pasado peor noche que yo, presentaba un aspecto desaliñado, con la
camisa, debajo de su chaqueta, a medio remeter en el pantalón, que
al igual que la Armani, parecían una pasa de las arrugas que habían
cosechado durante toda la noche. Los ojos rojos, de no haber dormido,
los párpados como inflamados y los mofletes colgantes, junto a su figura oronda, le daban un
aspecto que rayaban la morbidez. Aun así, se mantenía en sus trece
de no contestar sin la presencia de su abogado, a una batería de
preguntas que le hizo el inspector.
“Acaba
de tomar tierra el vuelo procedente de Madrid, confirmándome que en
la lista de pasajeros vienen los nombres de los dos agentes que me
pasó ayer”, dijo Rafael Galán dirigiéndose a Palomo, abriendo la
puerta sin llamar y sin un saludo previo, actitud la suya que nos
chocó un poco a los allí presentes, y que supo enmendar enseguida
con un “perdón” y unos “buenos días”, dando a continuación
una explicación que en cierta medida justificaban su entrada en la
sala. “Traigo otra noticia”, siempre dirigiéndose al inspector,
pero con un entusiasmo algo infantil y atípico de todo un
responsable de la seguridad de un aeropuerto. “Me confirma mi
colega del aeropuerto Charles de Gaulle, que hace unos días, en la
lista de pasajeros del vuelo Buenos Aires - París, llegó un tal
Antonio Saavedra, nombre que coincide con uno de los pasaportes que
encontró usted ayer en el neceser”. “Gracias Rafael”, contesto
el inspector,”buen trabajo”. No me pude reprimir. “Y con las
iniciales, AS, del pañuelo que llevaba en la chaqueta. Aunque esta
apreciación mía puede ser pura coincidencia”, lo que me valió
otra de las miradas asesinas del porteño, y a las que ya me estaba
acostumbrando. También recibí otra de Palomo, pero la suya como
diciéndome que no se me iba una. “Álvarez, acércate a la salida
de pasajeros y recibe a los colegas franceses. Entiendo que tienes
los nombres, ¿no? “Sí, jefe”. Intervino nuevamente el jefe de
seguridad, al que parecía que la historia le estaba dando vida,
buscando cada vez más protagonismo. “Inspector, si le parece bien,
y si todavía no han bajado del avión, puedo acompañar al
subinspector en mi coche hasta pie de escalerilla y recoger allí a
los agentes franceses”. “Lo veo perfecto, Rafael; mejor incluso.
Gracias por su interés”.
Sobre
unos veinte minutos tardó en llegar a la sala la comitiva
franco-española, tiempo suficiente en el que el inspector Palomo
trató sin éxito alguno saber el verdadero nombre del argentino, así
como conseguir una explicación razonable sobre la cantidad de dinero en
dólares que llevaba en la maleta. “No hablaré sino en presencia
de mi abogado” fue la única respuesta que consiguió del que para
mí, ya, se llamaba Antonio, hipótesis que se confirmaría con el
tiempo.
Llegaron
por fin los agentes franceses en compañía de Álvarez, quedándose
fuera de la sala, muy a su pesar, pero sin que nadie se lo tuviera
que indicar, el jefe de seguridad. Saludos efusivos y presentaciones.
Comisario Benoît Gómez y capitán Jean Gayangau, los dos, aunque
con acento propio galo, hablando casi perfectamente el español.
Antes de desprender a mi parisina del canuto en el que tanto tiempo
llevaba presa, el comisario Benoît explicó muy sucintamente pero
con una claridad meridiana el porqué de su estancia allí y la
historia del lienzo que yo me había traído desde Paris. “Messieurs,
la cuestión es bien sencilla. Hace un par de años, fueron robados
de una colección personal, cuatro cuadros de gran valor, dos Manet,
un Renoir y un Toulouse-Lautrec. Los tres primeros fueron encontrados
a los pocos días, pero del Toulouse-Lautrec se perdió la pista.
Hace cuatro meses, por fin encontramos algunos datos sobre tres
miembros de una banda de traficantes de arte, entre los que se
encuentra le monsieur Saavedra, señalando al argentino, haciéndole
un seguimiento vía Interpol a los tres. Sabíamos quienes eran pero
no teníamos localizado el Toulouse. Por fin hace menos de un mes
tuvimos noticias del paradero del lienzo en una de tantas galerías
de arte que hay en le quartier de Montmartre,
concretamente una situada en la calle de Mont Cenis“. Le
interrumpió el inspector Palomo. “Perdón, Benoît, y ¿por qué
no lo recuperasteis en ese momento y una vez con ella tirar de la
cuerda hasta encontrar a los culpables?”. “Tiene su explicación,
inspecteur, nos la jugamos. Hay varios cuadros desaparecidos desde
hace ya algún tiempo y pensamos, bueno, estamos casi seguro, que
esta banda se encuentra detrás de sus robos. Pues a lo que iba, nos
la jugamos. Supimos esperar”, dijo Benoît, cogiendo entre sus
manos el canuto que todavía seguía en posición erguida en lo alto
de la mesa, para a continuación acercarse hasta el argentino y darle
un par de golpes en el hombro, no muy fuertes con el canuto.
“Conocimos que querían sacarlo de la France de la manera menos
sospechosa posible. Hace unos días supimos que le monsieur Saavedra
viajó desde Buenos Aires para, vía España, sacar la obra de arte
aprovechando la venta de la pintura a un simple turista (señalándome
a mí con el canuto) profano en el mundo del arte”. Yo asentí con
la cabeza porque en verdad, y lo reconozco a estas alturas de mi
vida, no tengo ni la más pajolera idea de arte; y menos por
entonces. “Hicimos un seguimiento estrecho a ce monsieur desde que
dio el anticipo hasta que volvió para completar los setecientos
francos que pagó por la obra; al mismo tiempo, le monsieur Saavedra,
desde que llegó a París en compañía de una señorita, Anne-Marie
Gil, también de la Argentina, fue sometido a un estrecho
seguimiento. La tal mademoiselle Anne-Marie, que por cierto está
detenida, declaró que hizo cierta amistad con su señora, mirándome
nuevamente, para saber todo lo referente de vuestro regreso a la
España. Y así de sencillo. No sé cómo llegó la pintura a manos
du monsieur Saavedra, entendiendo que comprándosela a beaucoup plus
(mucho más) de lo que se pagó por ella, ¿no?”, dirigiéndose a
mí, a lo que yo contesté que “así fue”. “Y como decís en la
España, colorín colorado esta fábula se ha acabado”. Fue
entonces cuando con una cara de satisfacción, no menos que la que
quería esconder el argentino, hecho que no se me fue por alto, el comisario Benoît Gómez quitó, algo nervioso, según observé, una de
las dos tapaderas del canuto, inclinándolo hacia la izquierda para
que mi parisina se deslizara por su interior y cayera sobre su mano.
Dedicado a tod@s l@s mayores que tan estoicamente están resistiendo el envite.
Dedicado a tod@s l@s mayores que tan estoicamente están resistiendo el envite.
No
quiero ser pesado en mi reiteración, pero no hay que olvidar eso
de “SEGUIR EN CASA”. Y recalco: seguir en casa; se está
demostrando que es la mejor solución para que el puto virus no te
haga compañía. Castigo a los desaprensivos. Ya queda menos.