martes, 7 de abril de 2020

VIGÉSIMO SEXTO DÍA

Vigésimo sexto día de confinamiento descoronavizante, y hoy, en este preámbulo del capítulo diario, solo quiero recalcar los términos solidaridad y responsabilidad, ya que no quiero volver a caer en esa dinámica que tanto critico. Vamos en el mismo barco y tenemos que remar todos por igual. 


Y ahora vamos a entrar con nuestra parisina que si mi mente no me traiciona, creo que estamos en la penúltima entrega antes de llegar al final.

"Pasaron la noche en Madrid y han tomado el primer vuelo de esta mañana. Espero acabar antes de mediodía con este asunto”, a lo que yo le contesté con un irónico “he pasado la noche muy bien ; gracias”.
Entramos los dos en la sala que sirvió de interrogatorio el día anterior y aunque su decoración todo en blanco ayudaba a que de sus paredes se desprendiera frialdad, esa mañana, sin resultarme acogedora, no me causó, quizás por la familiaridad de lo vivido el día anterior, tanto rechazo glacial. Allí se encontraban, todos de pie, el argentino, el subinspector Álvarez y el agente en prácticas; incluso encima de la mesa se encontraba en posición vertical, el canuto de cartón, habitáculo de mi parisina, que tengo que reconocer que sentí la curiosidad perentoria de volver a deleitarme con sus colores otoñales. El argentino, como resultado de haber pasado peor noche que yo, presentaba un aspecto desaliñado, con la camisa, debajo de su chaqueta, a medio remeter en el pantalón, que al igual que la Armani, parecían una pasa de las arrugas que habían cosechado durante toda la noche. Los ojos rojos, de no haber dormido, los párpados como inflamados y los mofletes colgantes, junto a su figura oronda, le daban un aspecto que rayaban la morbidez. Aun así, se mantenía en sus trece de no contestar sin la presencia de su abogado, a una batería de preguntas que le hizo el inspector. 


Acaba de tomar tierra el vuelo procedente de Madrid, confirmándome que en la lista de pasajeros vienen los nombres de los dos agentes que me pasó ayer”, dijo Rafael Galán dirigiéndose a Palomo, abriendo la puerta sin llamar y sin un saludo previo, actitud la suya que nos chocó un poco a los allí presentes, y que supo enmendar enseguida con un “perdón” y unos “buenos días”, dando a continuación una explicación que en cierta medida justificaban su entrada en la sala. “Traigo otra noticia”, siempre dirigiéndose al inspector, pero con un entusiasmo algo infantil y atípico de todo un responsable de la seguridad de un aeropuerto. “Me confirma mi colega del aeropuerto Charles de Gaulle, que hace unos días, en la lista de pasajeros del vuelo Buenos Aires - París, llegó un tal Antonio Saavedra, nombre que coincide con uno de los pasaportes que encontró usted ayer en el neceser”. “Gracias Rafael”, contesto el inspector,”buen trabajo”. No me pude reprimir. “Y con las iniciales, AS, del pañuelo que llevaba en la chaqueta. Aunque esta apreciación mía puede ser pura coincidencia”, lo que me valió otra de las miradas asesinas del porteño, y a las que ya me estaba acostumbrando. También recibí otra de Palomo, pero la suya como diciéndome que no se me iba una. “Álvarez, acércate a la salida de pasajeros y recibe a los colegas franceses. Entiendo que tienes los nombres, ¿no? “Sí, jefe”. Intervino nuevamente el jefe de seguridad, al que parecía que la historia le estaba dando vida, buscando cada vez más protagonismo. “Inspector, si le parece bien, y si todavía no han bajado del avión, puedo acompañar al subinspector en mi coche hasta pie de escalerilla y recoger allí a los agentes franceses”. “Lo veo perfecto, Rafael; mejor incluso. Gracias por su interés”.
Sobre unos veinte minutos tardó en llegar a la sala la comitiva franco-española, tiempo suficiente en el que el inspector Palomo trató sin éxito alguno saber el verdadero nombre del argentino, así como conseguir una explicación razonable sobre la cantidad de dinero en dólares que llevaba en la maleta. “No hablaré sino en presencia de mi abogado” fue la única respuesta que consiguió del que para mí, ya, se llamaba Antonio, hipótesis que se confirmaría con el tiempo. 
Llegaron por fin los agentes franceses en compañía de Álvarez, quedándose fuera de la sala, muy a su pesar, pero sin que nadie se lo tuviera que indicar, el jefe de seguridad. Saludos efusivos y presentaciones. Comisario Benoît Gómez y capitán Jean Gayangau, los dos, aunque con acento propio galo, hablando casi perfectamente el español. Antes de desprender a mi parisina del canuto en el que tanto tiempo llevaba presa, el comisario Benoît explicó muy sucintamente pero con una claridad meridiana el porqué de su estancia allí y la historia del lienzo que yo me había traído desde Paris. “Messieurs, la cuestión es bien sencilla. Hace un par de años, fueron robados de una colección personal, cuatro cuadros de gran valor, dos Manet, un Renoir y un Toulouse-Lautrec. Los tres primeros fueron encontrados a los pocos días, pero del Toulouse-Lautrec se perdió la pista. Hace cuatro meses, por fin encontramos algunos datos sobre tres miembros de una banda de traficantes de arte, entre los que se encuentra le monsieur Saavedra, señalando al argentino, haciéndole un seguimiento vía Interpol a los tres. Sabíamos quienes eran pero no teníamos localizado el Toulouse. Por fin hace menos de un mes tuvimos noticias del paradero del lienzo en una de tantas galerías de arte que hay en le quartier de Montmartre, concretamente una situada en la calle de Mont Cenis“. Le interrumpió el inspector Palomo. “Perdón, Benoît, y ¿por qué no lo recuperasteis en ese momento y una vez con ella tirar de la cuerda hasta encontrar a los culpables?”. “Tiene su explicación, inspecteur, nos la jugamos. Hay varios cuadros desaparecidos desde hace ya algún tiempo y pensamos, bueno, estamos casi seguro, que esta banda se encuentra detrás de sus robos. Pues a lo que iba, nos la jugamos. Supimos esperar”, dijo Benoît, cogiendo entre sus manos el canuto que todavía seguía en posición erguida en lo alto de la mesa, para a continuación acercarse hasta el argentino y darle un par de golpes en el hombro, no muy fuertes con el canuto. “Conocimos que querían sacarlo de la France de la manera menos sospechosa posible. Hace unos días supimos que le monsieur Saavedra viajó desde Buenos Aires para, vía España, sacar la obra de arte aprovechando la venta de la pintura a un simple turista (señalándome a mí con el canuto) profano en el mundo del arte”. Yo asentí con la cabeza porque en verdad, y lo reconozco a estas alturas de mi vida, no tengo ni la más pajolera idea de arte; y menos por entonces. “Hicimos un seguimiento estrecho a ce monsieur desde que dio el anticipo hasta que volvió para completar los setecientos francos que pagó por la obra; al mismo tiempo, le monsieur Saavedra, desde que llegó a París en compañía de una señorita, Anne-Marie Gil, también de la Argentina, fue sometido a un estrecho seguimiento. La tal mademoiselle Anne-Marie, que por cierto está detenida, declaró que hizo cierta amistad con su señora, mirándome nuevamente, para saber todo lo referente de vuestro regreso a la España. Y así de sencillo. No sé cómo llegó la pintura a manos du monsieur Saavedra, entendiendo que comprándosela a beaucoup plus (mucho más) de lo que se pagó por ella, ¿no?”, dirigiéndose a mí, a lo que yo contesté que “así fue”. “Y como decís en la España, colorín colorado esta fábula se ha acabado”. Fue entonces cuando con una cara de satisfacción, no menos que la que quería esconder el argentino, hecho que no se me fue por alto, el comisario Benoît Gómez quitó, algo nervioso, según observé, una de las dos tapaderas del canuto, inclinándolo hacia la izquierda para que mi parisina se deslizara por su interior y cayera sobre su mano.

Dedicado a tod@s l@s mayores que tan estoicamente están resistiendo el envite.

No quiero ser pesado en mi reiteración, pero no hay que olvidar eso de “SEGUIR EN CASA”. Y recalco: seguir en casa; se está demostrando que es la mejor solución para que el puto virus no te haga compañía. Castigo a los desaprensivos. Ya queda menos.


VIGÉSIMO QUINTO DÍA

Vigésimo quinto día de confinamiento descoronavizante y estoy comenzando a preocuparme, a preocuparme mucho, mucho, mucho. Pero, aunque el problema lo tenemos encima y es real y de muy difícil solución, esta preocupación no viene dada por la pandemia del COVID-19, que en España, según los números de estos dos últimos días, parece que la curva ha dejado de llevar tendencia ascendente. Estoy preocupado por el clima de crispación que estamos viviendo en la prensa y en las redes sociales. 
Es inadmisible que en una sociedad que se jacta de demócrata, hayan olvidado que la solución para salir de esta pandemia no entiende de partidos políticos ni de creencias, no entiende de votos ni de poner zancadillas al que me quite la posibilidad de conseguir puestos relevantes en la administración para mí y mis amiguetes. No se dan cuenta unos y otros, otros y unos que lo único que están fomentando es la vuelta a aquella realidad social que tanto nos menguó, la de las “dos Españas”. ¿Nadie ha pensado que cuando se venza al puto bicho este, el gran problema con el que nos vamos a enfrentar va a ser el de la recuperación económica? ¿Y no se dan cuenta que lo que están haciendo ahora es calentar el ambiente para que el pueblo no esté lo suficientemente predispuesto a llevar a cabo esa recuperación? Pues a ver si se enteran de una puñetera vez unos y otros, otros y unos. Dejémonos de analizar la paja y vamos a centrarnos en el grano. 


Y ahora nos vamos a enfrentar a narrar los últimos coletazos de esta historia de la parisina, que ya no sé si es mía, del argentino o es de vosotros.

Entonces, ¿cuál es tu verdadero nombre?”, gritó Palomo perdiendo los modales. “No hablaré sin la presencia de mi abogado”.
Quién me iba a decir a mí que la compra de un óleo como otro cualquiera, por muy bonita que fuera mi parisina, iba a traer tanta cola, que un tío orondo con aspecto bonachón y bien vestido pudiera encerrar tanto y ser tan hijo de puta; está claro que las apariencias engañan, y que a mí, al no estar en guardia me cogió en total fuera de juego. Lo que no esperaba el porteño este de los cojones es que cuando me puse “el puñal en la boca” y la cinta en la cabeza al estilo Rambo, le iban a llover los problemas; ni él ni los cuatros peces gordos que con toda seguridad se encuentran detrás del comercio ilícito de obras de arte. 


El inspector Palomo, con un poquito de ayuda mía, había solucionado la falsa identidad del argentino, además de un posible intento de tráfico de divisas, pero a esas alturas ya del día, sin haber cenado siquiera, se encontraba sin aclarar la verdadera identidad del óleo que tantos quebraderos de cabeza le estaban ocasionando, ya que los agentes franceses no llegaban hasta la mañana del día siguiente. Fue por lo que decidió hacer unas llamadas telefónicas para organizar cómo íbamos a pasar la noche. De momento decidió que el argentino pasara en calidad de detenido incomunicado en los calabozos de la comisaría de policía de la avenida de Blas Infante, por lo que movió los hilos para que un par de agentes lo trasladasen hasta dicha comisaría, ordenándole al subinspector que la sala de interrogatorios con las pertenencias del argentino, incluida mi parisina, que cada momento que pasaba la veía más lejos de llenar uno de los laterales de mi salón, quedaría custodiada toda la noche por otro par de agentes, mientras ellos se retiraban a descansar a un hostal que le había recomendado Rafael Galán, allá por la Puerta de la Carne, y qué el mismo le gestionó por teléfono.
¿Y con usted que hago?, dijo dirigiéndose a mí. Sé que no es culpable de nada, que no tiene nada, absolutamente nada que ver con lo que haya detrás del dichoso óleo; pero como comprenderá, no puedo dejarlo en libertad. Compréndame”. “Usted dirá, señor inspector; yo no puedo mover ficha mientras usted no lo haga; la pelota está en su tejado, pero solo le adelanto que lo de mi detención está difícil. Y le comprendo. Pero solo le pido que confíe en mí; creo que le he dado suficientes pruebas para hacerlo”. El inspector, con una media sonrisa cargada de dudas y pensamientos, captó perfectamente lo que quise decirle sin decirlo, al tiempo que vaciaba en el vaso, el medio botellín de cerveza de un tercio que le quedaba y que nos habíamos pedido, uno cada uno, en una cafetería del aeropuerto. “¿Entiendo que me propone que no le haga más preguntas y que esta noche le deje en libertad?”. “Entiende bien. Y para ello le propongo que como sé que mañana a primera hora debo de estar aquí un poco antes de que lleguen los franchutis, y como mi destino está a cien kilómetros de ida y otros tantos de vuelta, lo que sería un fastidio para mí, que no ponga usted pega para que se marche mi esposa con su padre y que yo me quede a pasar la noche en uno de los mullidos sillones de la sala VIP; y si se quiere cubrir las espaldas, deje a un agente en la puerta para evitar mi hipotética huída”, le dije, observando cómo por su cabeza le pasaron intenciones de hacerme un sinfín de preguntas; pero no hizo ninguna. “Así lo haremos. Pero cuando termine mañana todo esto, que espero que así sea, creo que deberíamos de hablar largo y tendido, ¿no?”. “Sin problema alguno por mi parte; hablaré hasta donde pueda hablar. Solo le digo que ha actuado correctamente, porque si hubiera decidido llevarme al calabozo con el puto argentino, puede que le hubiese llamado personalmente su Director General”, le dije sin ningún tipo de recochineo; todo lo contrario. Confirmé con su decisión lo que ya había pensado durante el interrogatorio, que jugábamos en la misma liga; y cuando sucede eso, en muchas ocasiones sobran las explicaciones y la palabras.
Nos despedimos con un fuerte apretón de mano y yo me dirigí a la sala VIP a pasar la noche con un sandwich y una segunda cerveza, después de despedir a mi esposa y a mi suegro.
La verdad fue que aquella noche, a pesar de lo cansado que me encontraba, apenas di un par de cabezadas, principalmente porque había un par de parejas coreanas o japonesas, no recuerdo ahora muy bien, que cogían su vuelo a primera hora, que no dejaron de hablar en toda la noche. Lo que sí recuerdo, porque me llamó mucho la atención, es que no se quitaron ninguno de los cuatro la mascarilla que llevaban puesta, hecho este al que no estábamos acostumbrado a ver aquí en España hace unos treinta años. Sus razones tendrían. 

Y poco antes que diesen las nueve ya entraba por la puerta de la sala el inspector con ganas de tomarse un café. A esa hora ya me había tomado dos, pero le acompañé tomándome un tercero. “Los franceses están a punto de tomar tierra. Pasaron la noche en Madrid y han tomado el primer vuelo de esta mañana. Espero acabar antes de mediodía con este asunto”, a lo que yo le contesté con un irónico “he pasado la noche muy bien ; gracias”.

No quiero ser pesado en mi reiteración, pero no hay que olvidar eso de “SEGUIR EN CASA”. Y recalco: seguir en casa; se está demostrando que es la mejor solución para que el puto virus no te haga compañía. Castigo a los desaprensivos. Ya queda menos.

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