miércoles, 9 de junio de 2010

SANGRE MORISCA.

Por fin, después de muchos intentos en vano para que su padre lo dejase ir a la sierra en compañía de sus amigos, Pelayo vio premiada su insistencia, con el permiso de su madre, ante la ausencia temporal del señor de la casa. Salvo Pedro, el resto de la pandilla, en un número de diez o doce, todos eran hijos de familias necesitadas.

Su padre, Fernando, era un segundón de familia noble que tuvo la suerte de que su hermano primogénito muriese en la batalla de Noáin, a las órdenes del duque de Nájera, a finales del mes de junio de 1521. La noticia de la muerte de su hermano la recibió Fernando a los dos años de haber ingresado como monje de los Jerónimos en el Monasterio de Santa María del Rosario, en Bornos.

Dos años después de haber colgado los hábitos, ya con cuarenta y seis años, contrajo matrimonio con la joven Margarita Cifuentes, hija de un acaudalado comerciante de Denia y del que se decía que era descendiente de cristianos nuevos.

- Madre, si Pedro también va.
- ¿Seguro que va Pedro? Esta bien, pero te repito lo que te dice tu padre, que no quiere verte a solas con esos gandules, y no le digas a papá que yo te he dado permiso.
- Gracias mamá, no le diré nada. Y si se viene Pedro, yo me vengo con él. No te fallaré.

La escarpada pared de la piedra rodadera no era ningún obstáculo para que Pelayo, en compañía de toda su pandilla, subiera y bajara por ella sin dificultad alguna, y eso que la lluvia del mes de diciembre ayudaba a escurrirse al más mínimo descuido.

Y mientras Pelayo se jugaba la vida a las afueras del pueblo, su madre con treinta y ocho años ya, en compañía de su hija Inés, asistía en este día víspera de Navidad de 1543 a misa de seis.

Su esbelta figura, coronada con un exquisito rodete negro, la hacía resaltar entre todas las cristianas viejas que asistían a misa a esa hora. Sus labios carnosos y sus grandes ojos verdes eran el mayor de los reclamos para cualquier hombre. No había caballero pudiente en el pueblo que no se sintiera atraído por los encantos de la señora del viejo y pusilánime don Fernando de Azcárate, estando todos dispuestos por perderse entre los muchos encantos de doña Margarita.

Pero ella no tenía ojos ni la más mínima intención de dejarse adular por ninguno de sus admiradores, a pesar de que era consciente que todos ellos la desnudaban con la mirada cuando se cruzaban, deseando saciar con ella todas aquellas pasiones heréticas impropias de un buen matrimonio cristiano.

Su mente estaba puesta en su vecino Alfonso García, morisco que trabajaba una de las numerosas huertas que poseían los Jerónimos en el pueblo.

Desde que lo viera totalmente desnudo desde la ventana de su dormitorio en agosto de hace ya tres años, no había noche que, en la soledad de su alcoba, no imaginase mil y una aventuras con su apolíneo vecino. Era entonces cuando su irreconocida sangre musulmana brotaba en busca de esos placeres que nunca encontró en su marido, con el que no tenía relaciones desde la noche que concibió a su hija Inés, hace ahora ya más de diez años.

Aquellas historias que cariñosamente le relataba su abuela antes de contraer matrimonio, en las que la mujer se entregaba por completo a su amado y en las que la pasión, el desenfreno y la búsqueda del placer primaban por encima de todas las cosas, avivaban la llama que bullía en su interior. Una llama que sólo se reavivaba cuando conseguía centrar en su mente la imagen de su vecino morisco. Era entonces, últimamente casi a diario, cuando su desnudez entre las sábanas de seda traídas desde Bizancio, rezumaban necesidad y deseo. Sus manos recorrían cada centímetro de su piel, imaginando que eran las de Alfonso, que así se llamaba su vecino morisco. Noches tras noches, sus delicadas manos recorrían una y otra vez sus firmes y turgentes pechos, deslizándose por su vientre hasta llegar a su humedecida entrepiernas, momento en el que encontraba las sensaciones a las que hacía alusión su abuela y que nunca había encontrado en sus relaciones a oscuras y sin desnudez con su decrépito marido. Muchas fueron las noches en las que, con una necesidad imperiosa de ser amada, acudía a su ventana y, camuflándose tras los blancos visillos de encajes, anhelaba poder divisar, aunque sólo fuera divisar, aunque sólo fuera en la distancia, la figura de Alfonso en el corral de la casa colindante.

Fueron tres años en los que, cada día más, el acto de levantarse de la cama, el acto de abandonar aquellas sábanas en las que había gozado con su amante, era el mayor de los fastidios. Tres años en los que, noche tras noche, se dejaba llevar por los sueños, bien dormida bien despierta, y en los que alternaba momentos de éxtasis total con Alfonso, con momentos en los que conseguía su libertad con la muerte de su marido. Soñaba una y otra vez, despierta, con su viudez y con la fuga en compañía de Alfonso hacia tierras berberiscas, donde haría realidad sus sueños y encontraría la felicidad perdida con su marcha de Denia, dándole rienda suelta a sus deseos y a su carencia de pasión marital.

Pero no, todo era un sueño. Allí, se encontraba ella, en compañía de su hija Inés, rodeada de beatas y plañideras, y oyendo las palabras que desde el púlpito lanzaba el vicario, en las que exhortaba la virginidad de María y la ausencia de deseos carnales en la concepción de Nuestro Salvador. Allí se encontraba ella, deseosa de abandonar las arengas del vicario y perderse en la búsqueda de esos placeres para ella desconocidos pero que a buen seguro encontraría en su vecino Alfonso.

- Podéis ir en paz.
- Demos gracias a Dios.

Salieron madre e hija de la parroquia, entre miradas deseosas por parte de los hombres allí presentes, encontrándose en la misma puerta con Rosario, cocinera de su casa, que le traía un mensaje de su marido.

- Señora, el señor ha mandado un mensajero para informar que su estancia en Granada va a ser más larga que lo que él esperaba; que recibirá noticias de su llegada, pero que en menos de un mes no espera que así sea.
- ¿Dónde se encuentra el mensajero?
- Iba de paso hacia Cádiz y ya se ha marchado.
- Bien Rosario, espérame en casa.

Otra esposa se hubiera preocupado y apenado con el mensaje recibido, pero Margarita no. Su cuerpo se vio invadido de una bocanada de aire fresco y una sensación de felicidad que hasta, sin darse cuenta, le regaló una sonrisa rayando la lascivia al señor Don Jesús Armario, padre de Pedro, el amigo de su hijo, y que hizo que el buen señor llegase a ruborizarse.

Poco antes de llegar a su casa, a escaso diez o quince metros del portal, vio que, en sentido contrario y algo más alejado, se acercaba su deseado morisco tirando del ronzal de su burro, al que traía cargado con productos de la huerta. Sin pensárselo dos veces, Margarita mandó a su hija al interior de la casa, donde ya se encontraba Pelayo, y se dispuso a esperar a Alfonso para, con el achaque de interesarse por algunos de las hortalizas que traía, hablar por primera vez en su vida con él.

- Buenas tardes, señor.
- Buenas tardes, señora, ¿desea usted algo?
- ¿Trae usted lechugas y acelgas?
- Si señora, muy buenas por cierto, pero las traigo en el fondo del serón. Va a tener usted que esperar a que descargue. Si le parece a usted bien, mande a su cocinera dentro de un rato y yo se las doy. ¿Cuántas va a querer usted?
- Yo mismo me acercaré si no le importa.
- Para nada señora, para mí será un placer el recibirla en mi humilde morada.

Fue en ese momento de despedida cuando los dos vecinos intercambiaron sus miradas por primera vez en sus vidas. Fueron dos miradas penetrantes, deseosas, cautivadoras. La mirada de ojos verdes de Margarita transmitió un aluvión de deseos a los ojos también verdes oscuros de Alfonso, que correspondió con una sonrisa y con un “le espero, señora”, cargado también de deseos.

Alfonso entró en su casa y, antes de descargar las hortalizas que traía, como todos los días desde hacía ya más de cuatro años a su llegada de la huerta, entraba en su dormitorio y cogía entre sus manos el collar de su esposa que llevó ella el día de su boda y que poco antes de morir en el primero de sus partos, le entregó a Alfonso para que lo guardase de por vida. “Hamid, perdona por no haberte podido dar un hijo. Que Alá te ayude a encontrarlo”, fueron sus últimas palabras.

Margarita entró algo nerviosa en su casa y al igual que Alonso, se dirigió hacia su dormitorio, pero a diferencia de él, nada más entrar, se despojó de su enlutado vestido de cuello de caja y se puso a rebuscar algún vestido con el que pudiera transmitir algún mensaje de sus intenciones a su vecino. Encontró uno con gran escote, de color azul oscuro y tras despojarse del resto de ropa interior y quedar completamente desnuda, se lo echó por la cabeza y alisó las pequeñas arrugas que tenía. Cogió una toca de lana gruesa para camuflar su exagerado escote y, tras mirar en un par de ocasiones por la ventana hacia el patio de su vecino, se dispuso a visitar a su morisco de ojos verdes.
Ante de salir de su dormitorio, se asomó al espejo y, sobre la marcha, deshizo el rodete que llevaba, que la envejecía un poco, dejando su melena azabache caer por su propio peso. Se alisó con un cepillo y con la mayor de las premuras bajo las escaleras y salió de su casa. Miró a izquierda y derecha y, tras comprobar que no había nadie en la calle, entró sin más dilación en la casa de Alfonso. La puerta estaba entreabierta y, algo dubitativa, comenzó a llamarlo.

- Señor, señor.

No contestaba nadie.

- Señor, señor.
- Pase usted, señora. Perdone, pero me estoy aseando un poco.

Ella entró algo nerviosa y, tras cerrar la puerta de la calle, esperó su llegada. Su tardanza no fue larga. Apareció en babuchas, con un pantalón fino abombado propio de su raza y una camiseta interior de manga larga de color blanco ajustada a su cuerpo.

Todavía traía la cabeza mojada y corrían por su cara unos finos regueros de agua que trataba de secar con un paño limpio. Nada más verla, y sin mediar palabras, la agasajó con una sonrisa repleta de deseos que provocó que ella, sin poder controlarlo, se abriese la toca y dejase al descubierto la casi totalidad de sus pechos. No tuvieron que hablar. Sus deseosas miradas lo decían todo. Sin dilación alguna, el la asió con una fuerza que ella desconocía hasta ahora y que la descompuso desde los pies a la cabeza, y la besó apasionadamente. Ella respondió de igual manera, acordándose entonces de las historias y consejos de su abuela. Con una excitación desconocida para ella, le quitó con gran entusiasmo la camiseta interior, quedando a descubierto el fornido pecho de su morisco. Comenzó a besar su cuerpo semidesnudo, mordisqueándole suavemente los pezones, lo que provocó una sobreexcitación indescriptible en el. Tal fue su excitación que cuando ya Cristina, de rodillas en los rojos ladrillos de adobe, iba a proceder a bajarle los abombados pantalones para continuar con su juego bucal, Alfonso la levantó y cogiéndola entre sus brazos y besándola apasionadamente, la llevó hasta su dormitorio. Una vez allí, a la luz de dos candelabros de plata, le quitó los dos corchetes que sostenían el vestido de su amante y ésta lo dejó deslizar por su fina piel, quedando completamente desnuda. Él se apartó un par de pasos de ella y, sin dejar de mirarla, dijo

- Eres bellísima. Eres la mujer más bella que he visto en mi vida.

Se acercó nuevamente a ella y la besó con la mayor carga de deseos que nunca ella pudo imaginar, para a continuación, invitarla a que se tendiese en la cama. Ella reaccionó y dijo

- No, tiéndete tú. Eres mi señor.

Él se tendió sin creerse lo que estaba viviendo y la dejó hacer. Cristina comenzó a besarle dulcemente la frente, los ojos, las mejillas, la barbilla, la boca, al tiempo que, con un sensual vaivén de cadera, hacía que sus erectos pezones rozasen intermitentemente el nervudo pecho de Alfonso. Proseguía con el cuello, los pezones, donde se recreó al haber comprobado con anterioridad que su excitación en esa zona de su cuerpo era máxima, las axilas, el estómago, el bajo vientre. Con una sutilidad de diosa, bajó los pantalones de Alfonso, dejándole al descubierto el enorme miembro viril apuntando al techo del dormitorio. Tal fue el pasmo que sintió, que sin poder finiquitar las lecciones dadas por su abuela, se tendió boca arriba en la cama y, abriendo y levantando sus piernas, le dijo a Alfonso, “entra en mí; dame vida”. Los tobillos de ella rozaban las orejas de él y cada vez que él hundía su enorme pene en sus entrañas, ella apretaba sus músculos vaginales para no dejarlo salir.
El éxtasis le vino al mismo tiempo.
Después de reposar un momento, ella pudo articular palabras.

- Alá es vida. Siempre seré tuya. Ahora he de irme, mis hijos me esperan.
- No te vayas; hagámoslo otra vez.
- Tenemos toda una vida por delante. Esta noche, tras la Misa del Gallo, cuando se hayan dormido los niños, y si lo deseas, volveré.
- Te estaré esperando.
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