IMECARES
DEL 84.
Allí,
sentado en la terraza de su apartamento, con la vista perdida en las
calmadas aguas de su Mar Menor, que para él era el más grande de
todos los mares, distraía su mente con los recuerdos que nunca le
abandonaban.
Fiel a
su lema, “el recuerdo es la alegría que nunca se olvida”, el ya
achaparrado catedrático compaginaba sus partidas de ajedrez on line
con sus largas caminatas por todo el paseo marítimo, a pesar de sus
más de ochenta años.
Pero
lo que más ansiaba eran las visitas de su nieto. Y hoy tocaba. Su
Manolico, que así le llamaba, le daba vida. Y no ya sólo porque
fuera sangre de su sangre, sino porque con sus siete años, le
obligaba, visita sí y visita también, a que le relatase una
historia, unas vivencias que le marcaron en sus últimos treinta años
de vida.
- Venga Manolico, pídele a abuela el dominó y echamos una partidica – le decía a su nieto, sabiendo de antemano cuál iba a ser su respuesta-.
- Yo no tengo ganas de jugar, abuelo; yo quiero que me cuentes tu viaje a Madrid para reunirte con tus amigos los militares.
- ¿Otra vez?, pero si ya te lo conté la semana pasada. Vamos a jugar una partida al dominó, pijo. O si quieres te enseño jugar a la ajedrez.
- Que no quiero jugar a nada; que quiero que me cuentes esa historia. Venga, abuelico. Si me la cuentas te canto una de las canciones que me enseñaste.
- Vale, te la voy a contar, pero antes me tienes que cantar.
- Biennnnnn. Te la canto. “La Madelón, es bella y complaciente; la Madelón, a todos trata igual, …..........”
Mientras
que el travieso rubio de ojos claros desafinaba cantando, al igual
que en su día hacía su abuelo de camino al campo de tiro, los
acordes de la marcha militar, el enjuto octogenario, con ojos
lluviosos, recordaba a sus amigos Juan Trastoi y Mariano Valbuena.
“Mariano, da la entrada. Trastoy, cántanos otra. Y Juan, tanto a
los veintitantos como a los cincuenta y algo, tanto camino de Penizas
como en aquel restaurante en la segunda planta de una céntrica calle
madrileña, en el que Carlos el Canario ofreció su versión
particular del Roque Nublo, que ni los Gofiones lo hubieran hecho
mejor, deleitaba a sus amigos y compañeros de promoción con sus
extremados gestos y cánticos marciales”.
- Así me gusta, que no se te olviden las cosas que te enseña tu abuelo. Después me tienes que cantar otra.
- Pero antes me tienes que contar tu viaje a Madrid, que la semana pasada me hiciste cantarte por dos veces las dos canciones, y al final, y al final me tuve que ir sin que terminaras la historia.
- Pero para qué quieres que te cuente mi historia si ya te la sabes mejor que yo.
Y así
era. Tantas veces se la había contado ya, que eran muchas las
ocasiones en las que el avispado catire le interrumpía y se
adelantaba a los acontecimientos y hechos que él pensaba relatarle.
- Abuelo, tú me la cuentas, pero hoy te voy a hacer algunas preguntas, ¿vale?
- Bien. Pero hoy te voy a contar algunas cosicas que nunca te he contado. Empiezo. Después de unos cuatro meses, días arriba días abajo, pasando calamidades, durmiendo bajo el mismo techo o bajo la misma lona, veinte universitarios salieron por la Puerta de Carlos I de la Escuela Naval Militar de Marín, con rumbo a la Escuela de Aplicación en San Fernando. Veinte universitarios aguerridos con una estrella de seis puntas en sus bocamangas. Veinte alféreces alumnos de Infantería de Marina. Veinte caballeros, desconocidos entre ellos cuatro meses atrás, que se habían cobijado en la misma manta, bebido en el mismo jarrillo y comido en la misma marmita. Veinte compañeros, cada uno de su padre y de su madre, cada uno con sus dimes y diretes, cada uno con sus prontos y escaqueos, pero unidos, todos, sin excepción, por ese algo que llamamos amistad, y que en este caso fue motivada por los múltiples rigores y vicisitudes que tuvieron que soportar juntos. Atrás quedaban los “os voy a hacer infantes de marina”, muy de películas americanas, los “me chupa un huevo” o los “a torpedo y dos cofas” de un aguerrido y de aspecto chulesco, que no de corazón, teniente.
- ¿Cómo se llamaba ese teniente, abuelo?
- Ramón, Ramón Pérez Alonso.
- ¿Y qué fue de ese teniente Ramón?
- Manolico, me estás fallando. ¿No te acuerdas? Pues ese teniente, ya con el grado de coronel, mandando la Agrupación de Infantería de Marina, en Madrid, fue una pieza clave para que nos pudiésemos reunir casi treinta años después. Todo un caballero. Así es, Manolico. Lo que hizo ese señor por nosotros, abriéndonos el cuartel de par en par, superó con creces todo lo que nos hubiésemos podido imaginar. Y está claro, si lo hizo fue porque lo sentía; porque, aunque le tocó en su día asumir el papel de instructor nuestro, con todo lo que conlleva eso, se consideraba, después de casi treinta años, uno más del grupo. Y bien que nos lo demostró.
- Abuelo, ¿y todos los que salieron por esa puerta que llamas de Carlos I asistieron a esa reunión de Madrid?
- Por desgracia no. Y digo por desgracia principalmente porque uno de los veinte, Ramón Cachafeiros Plata, murió muy joven, a los pocos años de diseminarnos el grupo. Era de Cartagena, como tú, y te tengo que decir que era como un hermano para mí. Pero no sólo se llevaba bien conmigo, sino que, como decía uno de nosotros, era el nexo del grupo.
- No te entiendo, abuelo.
- Que en un grupo de veinte, había quien te era simpático y quien te era menos, gente con la que te llevabas mejor que con otra; eso es de humano, y más en un grupo grande. Pues mi hermano Ramón se llevaba bien con todos los miembros del grupo, apagando fuegos y deshaciendo malentendidos. Una gran pérdida. Recuerdo que en la reunión madrileña, se respiraba en el ambiente que, sin mencionarlo, estaba presente en la mente de todos. El Cachas, que así le llamábamos, era mucho Cachas.
- ¿Y faltó alguien más a la reunión de Madrid?
- Sí, faltaron cuatro por diversas causas. Juanjo Muñoz y Rafael Muñoz, por los que se interesó en gran medida el coronel Luaces, otro de los profesores que tuvimos en Marín, preguntando que si ya habían aparecido en el Barbanza; el trotamundo Javier San Román, que cuando nos reunimos se encontraba trabajando, no sé si en Dubai o en Abu Dabi, y como era lógico, no iba a venir de tan lejos para un fin de semana; aunque ganas no le faltaron; y el bueno de Pedro Sánchez López, el niño de Linares que era como le llamábamos, y que corría en la escuela como un galgo.
- Abuelo, pero, ¿cómo se encontraron ustedes en Madrid después de tanto tiempo? ¿no se perdieron ustedes con tanta gente?
- Jajajajajaja. Ya te lo he dicho en más de una ocasión. No me escuchas, no me escuchas. No te interesan las cosas que te cuento.
Después
de las últimas palabras histriónicas de su abuelo, Manolico, pese
al esfuerzo que hizo, no pudo controlar que se le humedecieran sus
retinas.
- No me digas eso, abuelo. Sabes que me encantan tus historias; si no me acuerdo es porque tus historias son muy largas, y se me olvidan algunas cosas; y además, siempre me cuentas alguna cosica nueva.
- Es una broma, tonto. Te cuento. La reunión en Madrid salió tan bien porque hubo uno de nosotros que se preocupó en hacer una organización del evento casi perfecta. Sin su iniciativa y sin su buen hacer hubiera sido casi imposible. Ese fue Eduardo García Domenech. Era el gentleman del grupo, el que si hubiera nacido en Sevilla o en Jerez estaría dentro del saco de los señoritos andaluces, con patilla larga, engominado y caracolillos por debajo de la nuca. Todo un personaje que en cierta ocasión, cuando nos encontrábamos vistiendo en el sollado de Marín, y tras atarse los cordones de los zapatos, levantó la cabeza y se encontró a escasos centímetros con la ciclópea entrepiernas de su compañero Mariano Valbuena.
- ¿Eso qué es, abuelo?
- Otro día te lo cuento; voy a seguir con la historia.
- No, cuéntamelo hoy.
- Pues bien, decirte que en todas las marchas que hacíamos, era el bueno de Mariano el que siempre llevaba el trípode.
- ¿Y qué es el trípode?
- Manolico, que nos estamos saliendo de la historia, y ahora no tengo ganas de darte una clase de armamento.
- Anda, abuelico, dime qué es un trípode.
- Está bien, nosotros teníamos un arma que se llamaba mortero, que estaba compuesto por un tubo en el que se metían las bombas en forma de pepino. Pues ese tubo estaba apoyado en una placa base que pesaba mucho y en un trípode, que significa tres patas. Pues ese trípode era el que llevaba siempre Mariano, llevándolo siempre encima: a la cama, a la ducha, al Daniel Boom, a todo sitio donde fuese.
- ¿Qué es el Daniel Boom?
- Una discoteca de Pontevedra a la que íbamos los fines de semana cuando estábamos en Marín.
- No entiendo nada, pero lo que no me has contestado ha sido lo de cómo os encontrasteis en Madrid.
- Pues muy sencillo. Fue mi buen amigo Domingo el que propuso un hotel en concreto y que nos saldría arregladico de precio, aprovechando que en él trabajaba un pariente suyo. Y así lo hicimos. Fue una buena decisión. Recuerdo que en la cafetería de ese hotel en la plaza de España viví una de las mejores vivencias de mi vida; y por lo que me contaron mis amigos, a ellos le ocurrió lo mismo.
- Cuéntame con detalles, abuelico.
- Te cuento lo que yo viví. Llegué a la recepción del hotel, y tras confirmar que la reserva estaba bien, y sin subir a la habitación, tras dejar la maleta en recepción me dirigí por indicaciones del recepcionista a la cafetería. Las piernas me temblaban temiendo lo que podía encontrarme allí, ya que hacía casi treinta años que no veía a las personas con las que había quedado. ¿Estarían gordos, calvos y maltraídos, o por el contrario conservarían todavía sus formas apolíneas adquiridas en la Escuela de Aplicación tras las carreras dadas a las tres de la tarde en pleno mes de mayo andaluz, según indicaciones de un sargento primero, y que supusieron algún que otro brote de inconformismo y protesta, rayando por momentos la insumisión, ante los oficiales Rosety y Pérez Alonso? Abrí la puerta de cristal que daba a la calle y, como por ensalmo, desapareció de mi mente cualquier pensamiento ligado al aspecto físico de mis antiguos compañeros.
- ¿Y eso porqué, abuelico?
- Pues muy sencillo, porque nada más abrir esa puerta de cristal de la cafetería, procedentes de una entreplanta a la que se accedía por una escalera, comenzaron a llegar voces familiares, voces conocidas, voces deseadas. Manolico, no puedo describirte esos momentos, los vividos desde que dejé la calle hasta llegar a la entreplanta de la cafetería: los vellos se me erizaron, las mariposas, adormecidas en mi interior desde hacía mucho, pulularon por mi estómago, los recuerdos se amontonaron en mi mente, los ojos se me fueron humedeciendo al tiempo que iba ascendiendo escalones. Indescriptible, Manolico. Peldaño a peldaño iba reconociendo cada vez más voces del pasado; paso a paso esas voces se convertían en caras; tranco a tranco esas voces llenaban huecos de mi alma.
El
catedrático, “sensiblón” con esta parte de su historia, se vio
sorprendido por un nudo en la garganta, impidiéndole proseguir, al
tiempo que sus ajadas mejillas fueron transitadas por dos minúsculos
arroyuelos que desembocaron como si de cataratas se tratasen, en sus
entrecruzadas y temblorosas manos. El semblante de Manolico, al ver
por los momentos que estaba pasando su abuelo, se volvió preocupado,
sintiendo también la compañía de los humedales.
- Abuelico -dijo el rubio, llenándose de valor-, escúchame. “Infantes de marina, marchemos a luchar, la Patria engrandecer y su gloria acrecentar, nobleza y valentía nuestros emblemas …............., que los infantes de marinas, gloriosamente saben triunfar”.
Las
lágrimas siguieron llegando intermitentemente a las marchitas manos
del jugador de ajedrez, pero en esta ocasión, más que repletas de
pasado, llegaban henchidas de futuro, dándole fuerzas para continuar
con su relato.
- Sigue, abuelo; ibas subiendo la escalera hasta la entreplanta de la cafetería.
- ¿Sabes?, la Marcha Heroica la has cantado mejor que la Madelón; te felicito, enano. Continúo. Si los que hubiesen subido la escalera hubiesen sido Paco o Domingo, ya habrían visto a los productores de risas y jolgorios, pero yo tuve que esperar, por mis centímetros de menos que ellos, hasta que me faltaran un par de escalones para ver a un grupo compuesto por ocho o nueve señores con muy buena planta. Uauuuuuu, Manolico, me encantaría poder transmitirte la sensación que tuve al ver a mis viejos compañeros, a mi viejos amigos; qué digo sensación, multitud de sensaciones. Imagínate que en una coctelera se introduce una gama ingente de sensaciones agradables todas ellas, y comienzas a mover esa coctelera a ritmo caribeño, el mismo que tiene en sus venas el capo Jorge Barrón. De pronto, se abre esa coctelera y el elixir resultante se me vertió por encima, envolviéndome los cinco sentidos: la vista, al empañarse mis ojos de alegría viendo el buen estado en el que se encontraban todos: el tacto, al recordar los apretones de manos y los abrazos que nos dimos hacía ya casi treinta años cuando nos despedimos; el olfato, recordando el olor de la tierra y los tojos mojados en las caminatas y patrullas que vivimos juntos; el oído, comprobando que aunque pasasen mil años, seguiría reconociendo las voces de mis amigos; y el gusto, recordando los buenos momentos pasados deleitándonos con el Ribeiro en las calles de Pontevedra, Vigo o Santiago, o del orujo que nos traían los domingos por la noche nuestros amigos gallegos, y que en alguna que en otra ocasión fue el causante de que el perno y sus compañeros de primera fila de la novena bravo corriesen hasta torpedo.
- Abuelo, ¿qué es un perno?
- Un perno es una especie de pasador que sirve para sujetar piezas independientes. Pero en Marín le llamábamos perno al más alto de una formación, encontrándose en el extremo superior izquierda de esa formación. En nuestra brigada, la novena bravo, el perno era Paco Palomo. Todo lo que tenía de alto y grande lo tenía de buena gente. Persona encantadora y sensible; ahhh, y amante de la cerveza. Cuando nos reunimos en Madrid, fue el que con su cámara fotográfica al cuello, tomó casi doscientas instantáneas del grupo.
- ¿Tú no fuiste nunca perno, abuelo?
- Continúo con el relato, pijo. Llegué todo envuelto en sensaciones indecibles hasta el grupo. Abrazos, besos, achuchones, risas, lágrimas y, cómo no, cervezas. Manolico, después de casi treinta años los reconocí a todos: se ve que los años y mi memoria se habían aliado, al haber el tiempo respetado sus facciones; bien para ellos y bien para mí. Comprenderás que los temas de conversación no fueron otros que aquellas vivencias que respiramos juntos. Al tiempo que iba hablando con unos y con otros mi corazón fue bajando de las revoluciones que fue adquiriendo desde que abrí la puerta de cristal; más pausado pero más feliz. Lo que estaba viviendo era real y muy muy agradable. Y cada vez que llegaba un nuevo miembro del grupo se repetían las mismas sensaciones. Lo que se estaba viviendo en aquella cafetería era sincero: ni una sola gota de hipocresía ni de histrionismo. Y ejemplo de ello se ve en el salva pantalla de mi portátil, donde en todas las caras lo único que se ve es naturalidad y satisfacción. Ufffff, nieto mío, hoy lo estoy pasando fatal con mi historia, ya que me estoy metiendo bien de lleno en las sensaciones y emociones que viví en el momento de encuentro. Vamos a descansar un poco, ¿vale?
- Con lo emocionante que estaba. Pero te comprendo. Mientras que te recuperas voy a intentar cantarte la canción que me has cantado un par de veces tan solo. A ver si me acuerdo; por lo menos el principio. “Soplen serenas las brisas, ruja amenazas la ola, mi gallardía española se corona de sonrisas........”. Me la sé casi entera.
- Bueno, bueno, pero la que no se te debe nunca de olvidar es la Marcha Heroica; además, es más bonita que la que acabas de cantar. Cuando estuvimos en Madrid, me contaron los dos amigos míos que después de dejar la Infantería de Marina se convirtieron en jefes de la policía local, de Tarragona uno y de Granada otro, que en algunas rondas que daban por la ciudad con algunos de sus subordinados, le cantaban en el coche la Marcha Heroica. Me refiero a Enrique y a Mariano. Y no te digo nada de aquellas palabras que pronunció en el comedor de la Agrupación de Madrid el entrañable Fernando. Mi amigo Fernando Cobo Gradín fue mas lejos todavía: le cantaba a sus dos niñas cuando bebé, la Marcha Heroica para que se durmiesen. Sinceramente creo que, sin hacernos daño, ese himno nos lo grabaron en la piel y en los sentidos, y que siempre nos ha acompañado.
- ¡Qué fuerte, abuelico! ¿Qué me gusta lo que me cuentas! Cuéntame ahora algo de vuestra estancia en el hotel de Madrid.
- En verdad es que no pasó nada extraordinario. Decirte que de los quince que nos reunimos, la primera noche dormimos doce, ya que dos de ellos vivían en Madrid, Jesús Salazar y Miguel Angel Labrador, que lógicamente no se quedaron en el hotel, por lo que el primer día no pudimos disfrutar de ellos; tampoco se quedó el primer día el bueno de José Carlos Vidal, ya que no pudo llegar hasta el día siguiente.
- ¿Te refieres a quien me contaste un día que le gustaban mucho los animalicos?
- Sí, hijo mío, sí; le gustaban los animalicos, las legumbres y las hortalizas; era vegano. Cuando me enteré, yo ni sabía lo que era eso, aunque el último día de estancia en Madrid, lo sufrí en mis propias carnes. Y todo por no hacerle caso a mi amigo Ricardo Amador, que ese sí que tenía las ideas claras. Cuando se lo conté lo que había pasado, me contestó que si él hubiera estado allí se hubiera ido a comer a un asador.
- ¿Tú amigo Ricardo no estuvo en esa comida?
- No, se tuvo que ir ese día en la mañana para su querido Ferrol. Evaristo Correa y Antonio Benjumeda tampoco estuvieron. Que por cierto, en los que menos cambios encontré después de treinta años fue en ellos dos. Evaristo tan recto, educado, cortés y disciplinado como siempre, y Antonio tan “socarroncico” y metido en su papel de tenorio. Dos buenos tipos. Bueno, como todos, pijo.
- Abuelico, ¿y las trece habitaciones estaban todas en la misma planta del hotel?
- No eran trece, eran menos, ya que algunos dormíamos junto en una habitación.
- ¿Tú dormías con alguno?
- Bueno, dormir, lo que se llama dormir, se puede decir que poco. Pero sí, yo compartía habitación con Domingo.
- ¿Y por qué dormías poco?
- Porque roncaba mucho. Era horroroso. Eso no era roncar, eso era graznar. La primera noche, además de recibir la visita de Fernando y Ricardo hasta altas horas de la madrugada, no pudo utilizar la máquina que traía para no roncar, y me pasé toda la noche en vela. Lo que yo te diga, horroroso, inaguantable.
- Jajajajajaja. Pobre abuelico mío.
- Ufffff, que tarde es ya, Manolico. Venga, el próximo día me haces más preguntas. Pero antes de irte quiero que te aprendas una frase que nunca he olvidado. Una frase que dijo Fernando en el discurso de la comida que nos ofrecieron en la Agrupación. Una frase que me tienes que repetir cada vez que nos veamos. Y dice así: “....... nos ha permitido reunirnos aquí, luciendo con orgullo las cicatrices del paso, del peso y del poso de estos 30 años”. UAMF
En honor de nuestro amigo el “Cachas”.
Domingo