Vigésimo
primer día de confinamiento, o lo que es lo mismo, terminamos la
tercera semana descoronavizante, y como en estas situaciones tan al
límite que estamos viviendo, en esas que la mayoría de la humanidad
no había vivido hasta ahora, hay que decir que tenemos que ser
positivos; siempre hacia delante. No debemos de mirar hacia atrás,
ya que atrás, visto lo visto, sólo encontramos penas y destrucción.
El pasado solo nos debe de servir para aprender de los errores, pero
ya habrá tiempo de analizarlos. Ahora hay que ir todos a una, con
fuerza y con una sola idea en la mente: la de vencer al mal que no
está asolando. Cada uno tenemos una misión, y esa es la que tenemos
que cumplir. Y por el bien de nuestra mente, intentar cumplir la
siguiente máxima: no hay que preocuparse, sino ocuparse.
Y ahora vamos a seguir con la historia de nuestra parisina.
Fue en el preciso momento en el que, tras comparar el inspector Palomo los dos documentos de compraventa, uno firmado por el argentino y el otro sin su firma, se dirigía hacia Ernesto para mostrárselos, cuando se abrió la puerta y aparecieron el subinspector Álvarez y el jefe de seguridad del aeropuerto, Rafael Galán.
Fue en el preciso momento en el que, tras comparar el inspector Palomo los dos documentos de compraventa, uno firmado por el argentino y el otro sin su firma, se dirigía hacia Ernesto para mostrárselos, cuando se abrió la puerta y aparecieron el subinspector Álvarez y el jefe de seguridad del aeropuerto, Rafael Galán.
El
inspector, con buen parecer, decidió que el interrogatorio con el
argentino debería de aplazarse hasta que no departiera con el señor
Galán, al que recordaba de un servicio que tuvo que llevar a cabo
hacía poco más de un año en el aeropuerto de San Pablo y del que
guardaba un muy buen recuerdo. Pero antes de dirigirse al jefe de
seguridad del aeropuerto, al que le envió un saludo gestual
acompañado de una sincera sonrisa, invitó a mi esposa a que
recogiese todas sus pertenencias que estaban esparcidas en un extremo
de la mesa y que las metiese nuevamente en su bolso, a excepción del
documento de compraventa. “Señora, con usted hemos terminado por
ahora. Puede recoger sus pertenencias y volver con su familiar,
aunque le digo que no va a ser posible que abandone todavía el
aeropuerto; no creo que el señor Galán le ponga ninguna objeción
para que la espera la pueda hacer en la sala VIP”, buscando cuando
terminó la frase el asentimiento del jefe de seguridad,
encontrándolo de inmediato. La sorpresa de todos los ocupantes de la
sala fue que cuando mi esposa estaba procediendo a recoger sus
pertenencias en el bolso, se oyó la voz del argentino: “perdón,
tengo la boca algo seca; ¿a vos le importaría, dirigiéndose a mi
esposa, hacerme llegar un par de chicles?”. Todos se quedaron
extrañados con la petición, procediendo el inspector a asentir ante
la mirada que le hizo mi esposa. “Tome, quédese con el paquete”,
dijo ella, lanzándoselo delante de las manos.
Mi
esposa salió de la sala acompañada del agente en prácticas y de mi
mirada, girándome sin levantarme de la silla, al tiempo que el inspector y el jefe de seguridad, después
de un saludo efusivo entre los dos, salieron también de la sala y
comenzaron a hablar nada más salir de la misma. Yo agudicé mis
oídos para oír la conversación, a la que asistió también el
subinspector Álvarez, dándole descaradamente la espalda al
argentino; percibí más o menos las peticiones que le estaba
haciendo el agente jefe del dispositivo, pero de pronto oí como un
chirrido a mis espaldas, volviendo la cara de inmediato y quise
percibir que el Honorio de los cojones había arrastrado la silla no
sé para qué; lo que sí observé fue que las manos volvían encima
de la mesa y cogían otro par de chicles del paquete que le dejó mi
esposa. “Buen sabor tienen estas gomas de mascar; puro sabor a
ananás; vos tenés suerte con la mujer que le tocó”, me dijo con
cierto aire de sorna.
Los
dos agentes entraron nuevamente en la sala, cerrando la puerta por
dentro, mientras el jefe de seguridad se encaminó a conseguir todas
las peticiones que le había demandado el inspector Palomo. Por lo
que yo pude oír, hasta que me sobresaltó el chirrido provocado por
la silla, le había pedido que hiciese llegar el equipaje de Ernesto,
la lista de embarque del vuelo Madrid Sevilla, así como la del vuelo
París Madrid. “Bueno, señor Ernesto Sanromán, prosigamos con lo
nuestro”, dijo el inspector volviendo a coger los dos documentos
que le iba a enseñar cuando llegó el jefe de seguridad del
aeropuerto y acercándose al argentino. “Veo claro que los dos
documentos son idénticos salvo que en uno de ellos hay dos firmas y
en el otro tan solo la de nuestro amigo el vendedor”, señalándome
a mí. “¿Es su firma la que está debajo de Honorio Sanjuán?”.
“No. Le vuelvo a repetir que yo no sé nada, ni conozco, ni hasta hoy
he oído hablar de ese tal Honorio. Yo lo único que deseo es que me
traigáis mi valija y me dejéis partir de una vez por todas. ¡No
tengo nada que ver con este quilombo!”. El inspector comenzó a dar
vueltas, desesperado, impotente ante las pruebas que tenía y que no
le permitían acusarlo, por mucho que pensara que sí lo era. Aunque
en verdad, él era el primero que no tenía claro el motivo de la
detención, ya que no le cuadraban en absoluto las dos versiones que
tenía encima de la mesa: la del argentino y la mía. Como ya me
comentó una vez resuelto el caso, lo único que tenía claro, y todo
por teléfono, es que iban detrás del robo de un valioso cuadro cuyo
porteador era el tal Ernesto Sanromán; pero aquí entraba yo con mi
versión y le descuadraba todo por completo. Además, aunque la
parisina que se encontraba yaciendo en lo alto de la mesa estaba
bien, como él se preguntó muchas veces, no la veía para tener
tanto valor como le comentaron desde París. Aquí había algo que se
le escapaba.
Y
entonces se dirigió hacia mí. “Señor, sintiéndolo mucho, porque
creo que usted es inocente, me veo en la obligación de decirle que
no va a poder abandonar el aeropuerto, por lo menos hasta que vengan los agentes franceses; ni su señora tampoco. Hay algo
más grande que las pruebas que usted nos aporta sobre ese documento
por duplicado. Detrás de todo esto se encuentra el robo de una obra
de arte, y aquí tan solo tenemos la que compró usted en París por
setecientos francos. Me temo, y esto lo pienso yo, que detrás de
todo este caso hay toda una organización criminal dedicada al robo
de obras de arte y que se han servido de usted para sacarla de París
sin levantar ningún tipo de sospecha. Además, no hay pruebas
aparentes que me demuestren que este señor, refiriéndose al
argentino, haya firmado el documento que aportó su señora esposa”.
Yo, en vez de venirme abajo con el panorama tan sombrío que me había
dibujado, pensé que era el momento de pasar al ataque. Sabía de
antemano que el caso ni lo iba a solucionar ni me tocaba a mí
solucionarlo; yo lo único que debía de probar es que la venta del
lienzo se la hice al puto argentino de los cojones y que la versión
que yo di de los hechos, apostillada por la de mi mujer, era
totalmente cierta y que en ningún momento mentí a los agentes. “Muy
bien, señor inspector, le entiendo perfectamente, pero déjeme que
pruebe un par de cosas. La primera, que el bolígrafo con el que
redactamos los documentos es propiedad del señor Ernesto o del señor
Honorio, o como coño se llame”. “Dígame usted cómo lo va a
probar”, mostrándose dispuesto a mi propuesta. “Que se saque de
uno de sus bolsillos el bolígrafo Mont Blanc que cuando lo vea usted
me dará la razón que es muy llamativo, y que además, tiene la
misma tinta con la que se escribieron los dos documentos”.
Efectivamente, después de probar que Honorio era dueño de un Mont
Blanc y que los documentos se habían escrito con ese bolígrafo, el
inspector Palomo, tras dedicarme una sonrisa acompañada de una cara
con cierto estupor, me hizo otra pregunta: “ha probado la primera
de las cosas de que me hablaba, ¿y la segunda?
No
quiero ser pesado en mi reiteración, pero no hay que olvidar eso
de “SEGUIR EN CASA”. Y recalco: seguir en casa; se está
demostrando que es la mejor solución para que el puto virus no te
haga compañía. Castigo a los desaprensivos. Ya queda menos.