Sentada
a la sombra de aquel enjambre de eucaliptos de los que, sin saber
porqué, desde hacía algo más de cinco años, concretamente desde
que llegara de la capital, se consideraba una más entre ellos, se
agigantaba mientras perdía su mirada sin ver nada. Y si no veía
nada no era porque no hubiese nada que ver. Todo lo contrario. El
espectáculo que se divisaba desde el pedrusco de más de una
tonelada de peso en el que tomaba asiento después de llegar exhausta
tras la pronunciada pendiente, era para tomar varias instantáneas.
Quizás más de varias; cientos, miles, varios miles; y cada una de
ellas distintas al resto, y rivalizando entre ellas para ser la más
bella. Y no sólo instantáneas; también desde aquel pedrusco se
podían escribir infinidad de poesías, tener una inmensidad de
sueños, o incluso, por muy de loca que pareciese, oír su propio eco
después de dar un sinfín de gritos.
Pero
no. Ella ni tomaba instantáneas, ni se embarcaba en la nave de los
versos, ni tampoco, por mucho que lo desease a veces, gritaba para
descargar su rabia reconcetrada y contenida. Ella era la más dichosa
acomodándose en su pedrusco, semitendiéndose, y dejando pasar los
minutos, incluso en ocasiones, las horas, oyendo el gorjeo de algunos
pajarillos, oliendo el dulce y a veces mareante aroma a eucalipto,
saboreando el jugo de algún brote de hinojo que recogía casi
siempre por el camino, y sintiendo el cosquilleo de las pequeñas
hormigas subiéndole por los tobillos o por sus muñecas hasta sus
antebrazos. Porque la paz y la armonía que le abandonaron hacía ya
mucho tiempo y que fue la causa de su huida, sólo le volvían a
visitar con esas vistas, con esas audiencias, con esos olores, con
esos sabores, y porqué no admitirlo también, aunque a veces eran
irritantes, con esos pruritos que sentía al paso de
las diminutas hormigas ascendiendo desde las comisuras de sus largos
y enjoyados dedos hasta el codo.
Ella,
que siempre fue ella para ella, aunque sabedora que para el resto no
lo era, por muy dichosa que fuese entre sus esbeltos eucaliptos, no
conseguía olvidar su ayer. Quizás, pensaba una y otra vez, el salto
debería de haber sido mucho mayor que el que dio, no limitándose a
distar de su origen poco más de setenta kilómetros. Pero como
también pensaba y se decía en multitud de ocasiones, “hay quien
se queda prendada de otra persona, o de un animal, o de una catedral,
o de una pintura; yo me quedé cautivada y seducida la primera vez
que topé con mis eucaliptos; porque son míos; y da igual que estén
a setenta que a setecientos kilómetros”. ”Y sí -proseguía
pensando en multitud de ocasiones-, las vistas son únicas, al igual
que sus trinos o sus olores, pero yo no estoy aquí precisamente por
eso. Yo estoy aquí por ellos, por mis eucaliptos, por su vitalidad,
por su comprensión, por su valentía, por la semejanza que nos une.
Porque lo mismo que yo vi en sus estilizadas y elegantes figuras,
cierta pelusa y resquemor hacia el pequeño bosque de hayas que se
encontraba en una vaguada a vista de pájaro y también a tiro de
piedra, debido al reconocimiento tan extendido entre los humanos por
la nobleza de sus maderas, ellos, nada más verme, y eso lo percibí
que no se les fue por alto, apreciaron en mi mirada cierto
desasosiego, cierta sensación de cansancio, de huir de un pasado que
me machacaba continuamente. Y fue en ese cruce de sensaciones y
percepciones por ambas partes cuando, sin pretenderlo ni buscarlo,
nos abrazamos y decidimos, sin emitir palabra alguna, viajar en el
mismo barco. Porque ellos, empachados de tantos desaires y de tanto
ser considerados los patitos feos del bosque, leyeron en mí ese
reconocimiento que nunca antes habían experimentado, y yo, hastiada
de tantos dimes y diretes, y porqué no decirlo también, henchida y
harta de tantos vacíos y tantas afrentas de los que se llamaban mis
amigos, percibí como me aceptaban sin ningún tipo de condiciones y
me consideraron como uno más entre ellos.
Quizás esa aceptación y
esa consideración se deba a lo semejante que somos, si bien yo, no
sé si acertadamente o no, decidí lo que ellos no pueden hacer,
teniendo que convivir al mismo tiempo con su masculinidad y su
feminidad, con sus estambres y con sus pistilos”.
Ella,
a pesar de sus dubitaciones, de las críticas de su círculo de allegados, familiares y amigos, y sobre todo de las duras amenazas que recibió de sus padres desde el momento que decidió comunicarles sus intenciones de cambio, se atrevió a decir
adiós a sus estambres.