sábado, 13 de enero de 2018

SEMEJANZA


Sentada a la sombra de aquel enjambre de eucaliptos de los que, sin saber porqué, desde hacía algo más de cinco años, concretamente desde que llegara de la capital, se consideraba una más entre ellos, se agigantaba mientras perdía su mirada sin ver nada. Y si no veía nada no era porque no hubiese nada que ver. Todo lo contrario. El espectáculo que se divisaba desde el pedrusco de más de una tonelada de peso en el que tomaba asiento después de llegar exhausta tras la pronunciada pendiente, era para tomar varias instantáneas. Quizás más de varias; cientos, miles, varios miles; y cada una de ellas distintas al resto, y rivalizando entre ellas para ser la más bella. Y no sólo instantáneas; también desde aquel pedrusco se podían escribir infinidad de poesías, tener una inmensidad de sueños, o incluso, por muy de loca que pareciese, oír su propio eco después de dar un sinfín de gritos. 
Pero no. Ella ni tomaba instantáneas, ni se embarcaba en la nave de los versos, ni tampoco, por mucho que lo desease a veces, gritaba para descargar su rabia reconcetrada y contenida. Ella era la más dichosa acomodándose en su pedrusco, semitendiéndose, y dejando pasar los minutos, incluso en ocasiones, las horas, oyendo el gorjeo de algunos pajarillos, oliendo el dulce y a veces mareante aroma a eucalipto, saboreando el jugo de algún brote de hinojo que recogía casi siempre por el camino, y sintiendo el cosquilleo de las pequeñas hormigas subiéndole por los tobillos o por sus muñecas hasta sus antebrazos. Porque la paz y la armonía que le abandonaron hacía ya mucho tiempo y que fue la causa de su huida, sólo le volvían a visitar con esas vistas, con esas audiencias, con esos olores, con esos sabores, y porqué no admitirlo también, aunque a veces eran irritantes, con esos pruritos que sentía al paso de las diminutas hormigas ascendiendo desde las comisuras de sus largos y enjoyados dedos hasta el codo.
Ella, que siempre fue ella para ella, aunque sabedora que para el resto no lo era, por muy dichosa que fuese entre sus esbeltos eucaliptos, no conseguía olvidar su ayer. Quizás, pensaba una y otra vez, el salto debería de haber sido mucho mayor que el que dio, no limitándose a distar de su origen poco más de setenta kilómetros. Pero como también pensaba y se decía en multitud de ocasiones, “hay quien se queda prendada de otra persona, o de un animal, o de una catedral, o de una pintura; yo me quedé cautivada y seducida la primera vez que topé con mis eucaliptos; porque son míos; y da igual que estén a setenta que a setecientos kilómetros”. ”Y sí -proseguía pensando en multitud de ocasiones-, las vistas son únicas, al igual que sus trinos o sus olores, pero yo no estoy aquí precisamente por eso. Yo estoy aquí por ellos, por mis eucaliptos, por su vitalidad, por su comprensión, por su valentía, por la semejanza que nos une. 


Porque lo mismo que yo vi en sus estilizadas y elegantes figuras, cierta pelusa y resquemor hacia el pequeño bosque de hayas que se encontraba en una vaguada a vista de pájaro y también a tiro de piedra, debido al reconocimiento tan extendido entre los humanos por la nobleza de sus maderas, ellos, nada más verme, y eso lo percibí que no se les fue por alto, apreciaron en mi mirada cierto desasosiego, cierta sensación de cansancio, de huir de un pasado que me machacaba continuamente. Y fue en ese cruce de sensaciones y percepciones por ambas partes cuando, sin pretenderlo ni buscarlo, nos abrazamos y decidimos, sin emitir palabra alguna, viajar en el mismo barco. Porque ellos, empachados de tantos desaires y de tanto ser considerados los patitos feos del bosque, leyeron en mí ese reconocimiento que nunca antes habían experimentado, y yo, hastiada de tantos dimes y diretes, y porqué no decirlo también, henchida y harta de tantos vacíos y tantas afrentas de los que se llamaban mis amigos, percibí como me aceptaban sin ningún tipo de condiciones y me consideraron como uno más entre ellos. 

Quizás esa aceptación y esa consideración se deba a lo semejante que somos, si bien yo, no sé si acertadamente o no, decidí lo que ellos no pueden hacer, teniendo que convivir al mismo tiempo con su masculinidad y su feminidad, con sus estambres y con sus pistilos”. 

Ella, a pesar de sus dubitaciones, de las críticas de su círculo de allegados, familiares y amigos, y sobre todo de las duras amenazas que recibió de sus padres desde el momento que decidió comunicarles sus intenciones de cambio, se atrevió a decir adiós a sus estambres.






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