Carlitos,
que así le llamaban sus padres, y sus amigos, era, a sus catorce
años, y a pesar de alguna que otra tara que llevaba a sus espaldas a
juicio de todos los que le rodeaban, el que mejores notas sacaba de
su clase de tercero A. Taras que tenía para todos, incluso para sus
padres, pero que para él comenzaron a desaparecer de su mente, que
no de su cuerpo, cuando terminó sus estudios primarios y pasó al
instituto. Taras que propiciaron que al tercer día en el insti, y
ante su negativa junto a su compañero de pupitre, Pedro, el pecoso
regordete que era como le llamaban los acosadores, a pasar por los
abusos a que intentaban someterlos un grupo de repetidores de
segundo, les dieran una soberana paliza después de sonar la sirena
anunciadora de fin de clases, por la que tuvieron que pasar por
urgencia del hospital. Pero taras que, ya a sus doce años, y tras la
visita al hospital, sirvieron para reconsiderar su existencia y,
olvidándolas por completo, hicieron que un nuevo Carlitos brotase
ante la realidad que le había tocado vivir y que hasta entonces le
había hecho existir preso de su apariencia.
Su
reinserción al mundo de la normalidad, que era como él mismo llamó
jocosamente a su transformación mental, comenzó en el instante en
el que en el hospital le daban cinco puntos de sutura en el labio
superior, tras una de las patadas que tuvo que soportar por parte de
uno de sus agresores. Allí, y tras la mirada solapada y cargada de
prejuicios del enfermero al ver su doble fila de dientes cuando
realizaba su saturación labial, fue cuando decidió que tenía que
hacer lo indecible para someterse a una intervención en su mal
poblada dentadura. Dicho y hecho. En poco más de tres meses,
aprovechando las vacaciones de Navidad, sus padres lo llevaban a una
clínica odontológica y lo sometían a una feliz intervención de su
malformación bucal, y que lo único negativo que le trajo para él
fue que ese treinta y uno de diciembre no pudo comer las doce uvas, y
con las que siempre disfrutaba tanto.
Esa
transformación se fue produciendo a paso agigantado. Su círculo de
amigos, cada vez más extenso y en cuyo centro no dejó de estar
nunca su queridísimo Pedro (que movido por el cambio que estaba
viviendo en su también queridísimo Carlitos, dejó de apiporrarse
de hamburguesas, golosinas y todo tipo de comida basura, y unido al
deporte que comenzó a practicar de una manera periódica, consiguió
un aspecto de lo más llamativo, sobretodo para sus compañeras de
recreo) y su adicción a la lectura de una manera frenética,
tuvieron como respuesta inmediata el que comenzase a albergar en su
interior una serie de sensaciones desconocidas para él hasta
entonces. Comenzó a conocer la felicidad. Y fue así como los
resultados académicos fueron cada vez más positivos, convirtiéndose
por méritos propios en un alumno brillante.
Con la
ayuda de sus padres, con la de algunos de sus profesores, con la de
sus compañeros de clase y sobretodo, con sus ansias de superación y
sus ganas de reinserción al “mundo de la normalidad”, venció
una tras otra de las batallas que tuvo que lidiar en la vida.
Y ya a
punto de comenzar su último curso de enseñanza obligatoria, le daba
las gracias a aquel grupo de macacos que le intimidaron y le
propinaron una soberana paliza, al enfermero que sin quererlo mostrar
se reía en su interior de su malformación bucal, a todos aquellos
profesores que sin decirlo, se apiadaban de sus taras pero haciéndole
ver solapadamente, con hipócrita piedad, su inferioridad con
respecto al resto de compañeros y compañeras, o a todos aquellos
viandantes que al cruzarse con él en la calle, apartaban su vista en
señal de repudio al toparse con el muñón de su brazo derecho.
A
todos ellos, gracias -se dijo en multitud de ocasiones-, rompiendo en
su mente con los prejuicios sociales de la sociedad en la que le
había tocado vivir, donde las apariencias priman sobre lo auténtico.
Él lo consiguió, si bien nunca olvidó que siempre debía de llevar
el arma cargada, si no para atacar, sí pare defenderse.