sábado, 2 de febrero de 2019

REINSERCIÓN AL MUNDO DE LA NORMALIDAD


Carlitos, que así le llamaban sus padres, y sus amigos, era, a sus catorce años, y a pesar de alguna que otra tara que llevaba a sus espaldas a juicio de todos los que le rodeaban, el que mejores notas sacaba de su clase de tercero A. Taras que tenía para todos, incluso para sus padres, pero que para él comenzaron a desaparecer de su mente, que no de su cuerpo, cuando terminó sus estudios primarios y pasó al instituto. Taras que propiciaron que al tercer día en el insti, y ante su negativa junto a su compañero de pupitre, Pedro, el pecoso regordete que era como le llamaban los acosadores, a pasar por los abusos a que intentaban someterlos un grupo de repetidores de segundo, les dieran una soberana paliza después de sonar la sirena anunciadora de fin de clases, por la que tuvieron que pasar por urgencia del hospital. Pero taras que, ya a sus doce años, y tras la visita al hospital, sirvieron para reconsiderar su existencia y, olvidándolas por completo, hicieron que un nuevo Carlitos brotase ante la realidad que le había tocado vivir y que hasta entonces le había hecho existir preso de su apariencia.
 Su cojera manifiesta motivada por haber nacido con una pierna más corta que la otra, su brazo izquierdo amuñonado a la altura de la muñeca, o el hecho casi insólito de tener dos filas de dientes fueron, antes de seguir siendo una rémora, el mayor de los estímulos para convertirse en lo que para los demás era una persona normal. A tomar por culo los fantasmas y las lacras mentales con las que había convivido hasta entonces -se decía. A la mierda -continuó diciéndose- los complejos que le habían acompañado desde que tuvo uso de razón y que le hacían el más infeliz de los seres de su entorno. 
Su reinserción al mundo de la normalidad, que era como él mismo llamó jocosamente a su transformación mental, comenzó en el instante en el que en el hospital le daban cinco puntos de sutura en el labio superior, tras una de las patadas que tuvo que soportar por parte de uno de sus agresores. Allí, y tras la mirada solapada y cargada de prejuicios del enfermero al ver su doble fila de dientes cuando realizaba su saturación labial, fue cuando decidió que tenía que hacer lo indecible para someterse a una intervención en su mal poblada dentadura. Dicho y hecho. En poco más de tres meses, aprovechando las vacaciones de Navidad, sus padres lo llevaban a una clínica odontológica y lo sometían a una feliz intervención de su malformación bucal, y que lo único negativo que le trajo para él fue que ese treinta y uno de diciembre no pudo comer las doce uvas, y con las que siempre disfrutaba tanto.
Esa transformación se fue produciendo a paso agigantado. Su círculo de amigos, cada vez más extenso y en cuyo centro no dejó de estar nunca su queridísimo Pedro (que movido por el cambio que estaba viviendo en su también queridísimo Carlitos, dejó de apiporrarse de hamburguesas, golosinas y todo tipo de comida basura, y unido al deporte que comenzó a practicar de una manera periódica, consiguió un aspecto de lo más llamativo, sobretodo para sus compañeras de recreo) y su adicción a la lectura de una manera frenética, tuvieron como respuesta inmediata el que comenzase a albergar en su interior una serie de sensaciones desconocidas para él hasta entonces. Comenzó a conocer la felicidad. Y fue así como los resultados académicos fueron cada vez más positivos, convirtiéndose por méritos propios en un alumno brillante.
Con la ayuda de sus padres, con la de algunos de sus profesores, con la de sus compañeros de clase y sobretodo, con sus ansias de superación y sus ganas de reinserción al “mundo de la normalidad”, venció una tras otra de las batallas que tuvo que lidiar en la vida. 
Y ya a punto de comenzar su último curso de enseñanza obligatoria, le daba las gracias a aquel grupo de macacos que le intimidaron y le propinaron una soberana paliza, al enfermero que sin quererlo mostrar se reía en su interior de su malformación bucal, a todos aquellos profesores que sin decirlo, se apiadaban de sus taras pero haciéndole ver solapadamente, con hipócrita piedad, su inferioridad con respecto al resto de compañeros y compañeras, o a todos aquellos viandantes que al cruzarse con él en la calle, apartaban su vista en señal de repudio al toparse con el muñón de su brazo derecho.
A todos ellos, gracias -se dijo en multitud de ocasiones-, rompiendo en su mente con los prejuicios sociales de la sociedad en la que le había tocado vivir, donde las apariencias priman sobre lo auténtico. Él lo consiguió, si bien nunca olvidó que siempre debía de llevar el arma cargada, si no para atacar, sí pare defenderse.











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