viernes, 14 de octubre de 2016

EL MITO DEL CALISTRAL


Lo que nadie podía imaginar a finales de los sesenta, es que aquella niña catire de ojos claros y cara angelical, con una marcada educación de sólida base cristiana, católica, apostólica y romana, tras pasar por un sinfín de escuchas, a hurtadillas casi siempre, cayera en un mar donde sus deseos no veían otra cosa que hacer realidad aquellas historias oídas, reales o inventadas, que machacaron sus sentidos hasta convertirse en el único empeño de su vida; obsesión más que empeño.

Andreíta, que así llamaban a la chica catire de cabellos ensortijados y ojos siderales, pasó por su adolescencia, hasta convertirse en la bella Andrea, por una vida rutinaria bajo los estrechos mandatos de una estricta institutriz, quien ni respirar la dejaba a veces, hasta el punto que la palabra amiga no existía para ella sino tan solo en el horario de instituto, ya que le tenía totalmente prohibida la salida a la calle fuera de horario de clases; su adolescencia se ciñó a la asistencia a las aulas y, tras hacer la tarea que traía a diario, y a una hora durante tres días a la semana de clases de guitarra, a la búsqueda por las habitaciones de su casa casi palaciega del servicio doméstico compuesto por tres criadas y una cocinera, con el fin de escuchar las historias y amoríos que relataban, sin que percibieran nunca su presencia, tras una cortina o escondida detrás de la puerta.
Y eran las repetidas escapadas que sobre todo relataban dos de las sirvientas, en edad de coquetería, ya que la otra criada y la cocinera estaban casadas, las que más llamaban la atención de Andreita. Los relatos de las continuas visitas que las dos hacían en compañía de sus pretendientes a lo que ellas llamaban el calistral (eucaliptal), con el fin de juguetear fuera de las miradas de ojos habladores, eran las que más llamaban la atención de la rubia heredera, que si al principio de oírlas le resultaban hirientes, casi ofensivas y fuera de tono, con el paso del tiempo, se convirtieron en una droga sin la que no podía vivir. Los relatos, a veces casi pormenorizados, de cuanto hacían y deshacían con sus novietes, acabaron por encender los cada vez más acentuados deseos de conocer lo desconocido a la fisgona señorita.   
Y fue ese mar de deseos cada vez más acentuado, lo que llevó a la todavía angelical Andrea, a conocer la reacción de cada milímetro de su cuerpo como nunca podía haber imaginado, creciendo y convirtiéndose así en toda una mujer, ya a las puertas de entrar en la universidad.
A casi mil kilómetros de su casa natal, Andrea, tras ser matriculada en la facultad de Psicología, fue internada en una residencia de monjas, donde la disciplina era aún mayor que la que ya tuviera en casa con su aya. Lo que para cualquier chica de su edad, al dejar atrás el instituto y sentirse una universitaria fuera de su localidad, significaba su liberación y el descubrimiento de la vida de una futura licenciada, para ella, supuso una continuación en un hábitat con barrotes, todavía con más restricciones que las que ya venía arrastrando desde su uso de razón, ya que de eso se encargó su preceptora, al insistirle a la directora de la residencia que la sometiesen a una estricta educación casi marcial. Pero lo que peor llevaba ella, era que en la residencia no iba a poder deleitarse con los relatos “calistrales”, que así los llamaba, en boca de su servicio doméstico.
Pero con lo que no contó Dolores, nombre de la institutriz, fue con que las noches de las residencias de estudiantes, aunque fuesen de monjas, son muy largas, y entre las Completas y los Laudes, pueden haber muchos Maitines, y no precisamente para rezar. Así fue como Andrea, ávida por conseguir su excarcelación, entró de lleno, sin necesidad de oír detrás de una puerta, en el tema de las conversaciones de relaciones de parejas. Fue entonces cuando se dio cuenta que era de las más mojigatas del grupo de chicas que se reunían una vez apagadas las luces, ya que de dieciséis o dieciocho que eran, ya que dos solían quedarse en la cama, solamente ella y un par de hermanas gemelas de un pueblo de Cáceres, eran las que no habían tenido relación alguna con hombres, o por lo menos era lo que contaban ellas, si bien la mayoría no habían pasado de besos “con lengua” y algún que otro sobe en sus partes íntimas por parte de sus acompañantes. Aun así, ni los relatos de las que sí habían llegado a consumar, le llenaban tanto escucharlos como cuando se deleitaba con las historias de sus sirvientas en el calistral. Era entonces cuando Andrea, decepcionada la mayoría de los días, abandonaba el conciliábulo nocturno para retirarse a su cama, donde, con el recuerdo de las historias “calistrales” de Asunción y Charo en su pensamiento, se dedicaba a recorrer su cuerpo con sus manos mientras que imaginaba que en su almohada se encontraban los labios del que por oída, era el más apuesto y versado en las artes amatorias de los acompañantes de sus criadas; el resultado siempre era el mismo.
Harta ya de escuchar noche tras noche las mismas historias insulsas de sus compañeras de residencia, Andrea estaba deseosa que llegasen las fiestas navideñas para, con las vacaciones del primer trimestre, volver a su casa, y no precisamente para disfrutar de sus familiares, sino para poder oír nuevamente las mismas historias que día sí y día también mojaban sus sábanas.  
Por fin llegó el deseado veintidós de diciembre y las clases terminaron a las once de la mañana. La cadencia al cantar los números premiados, con sus respectivos premios, de los niños de San Ildefonso, le acompañaron en la cantina de la estación de tren en la larga espera de casi dos horas para regresar a su tierra. Fue allí donde conoció a un chaval que según decía él, era de su mismo pueblo, y que precisamente, según él le comentó, estaba cumpliendo con el deber a la patria en la misma ciudad en la que ella estaba estudiando; Juan Manuel se llamaba, y en el pueblo conocían a su familia con el apodo de los Lechuzas, así que él era Juan Manuel el Lechuza. El traqueteo del tren que le llevaría hasta Sevilla, diecisiete horas más tarde, caso que no hubiera ninguna avería, que no sería de extrañar, ayudó a que comenzasen a intimar. Andrea, harta de escuchar las ñoñerías de sus compañeras de residencia, decidió que ya era hora de dejarse de relatos y pasar a la acción: quería experimentar en su cuerpo esas sensaciones de las que sus amigas, por llamarlas de algún modo, presumían delante de ella. Así que, cerciorándose que no eran vistos por nadie, se dejó llevar por la iniciativa del soldado. El empuje y el empeño que mostró el Lechuza, llamaron la atención de Andrea, pero no hasta el punto de entregarse por completo, no pasando su primera experiencia de un sinfín de besos y un dejarse toquetear por debajo de su jersey y de su falda, entre las estaciones de Córdoba y Sevilla, concretamente entre las poblaciones de Almodóvar del Río y Peñaflor, debiéndose el receso al acercamiento del revisor.
El viaje desde Sevilla hasta su pueblo, en taxi, fue un poco engorroso, ya que en ningún momento supo pedirle a su aya, que le acompañase su paisano y primer amante, dejándolo en la estación sin saber cuándo ni cómo Juan Manuel el Lechuza llegaría a su pueblo, aunque el tiempo le vino a decir que en ella no había nacido ningún tipo de sentimiento especial hacia su paisano, y que el hecho de no querer dejarlo allí en la estación se debía a un sentimiento de lástima hacia él.
Pero una vez llegado a su casa, ilusionada como iba con la esperanza de poder asistir de incógnito a los relatos de Asunción y Charo, se llevó la sorpresa que tanto una como la otra ya no trabajaban allí, y que según le comentó la cocinera, las dos habían quedado embarazadas; textualmente María la cocinera le dijo refiriéndose a los embarazos que, “tanto va el cántaro a la fuente hasta que se rompe, así que usted, señorita, tenga mucho cuidado, que los hombres todos buscan lo mismo”.  
Por lo demás, su presencia en el pueblo en estas fiestas navideñas no varió mucho con respecto a tres meses atrás, ya que su institutriz seguía tratándola como si de una niña de doce o trece años se tratara, por lo que nada más llevar dos o tres días allí, Andrea ya estaba deseando volver a la residencia. Tan mal lo pasó en esos días de vacaciones que no tuvo tiempo ni de indagar dónde se encontraba el calistral que tanto le obsesionaba, aunque en honor a la verdad, llegó a jurarse en esos días que no se iría de este mundo sin mantener relaciones en ese famoso y enigmático, para ella, lugar. También, y no porque le quitase el sueño, se interesó por Juan Manuel el Lechuza, enterándose que era vecino, puerta con puerta, de la cocinera, quien le dijo que ese recluta estaba rondando a una tal María Luisa, a la que Andrea no conocía y que vivía en una calle paralela a la suya. Realmente a ella le daba igual, ya que su primera experiencia amatoria no le dijo absolutamente nada; bueno, casi nada.
Y llegó el día de su vuelta a la residencia y todo sucedió como si nada, como el resto de los trimestres y de los años venideros, hasta concluir la carrera con éxito. Su vida fue plana, sin altibajos que la perturbasen y sin ningún acontecimiento que fuese digno de enmarcar. Tuvo aventuras, flirteos, historias cotidianas, pero sin que nada ni nadie le quitase de su mente la idea del calistral; era una obcecación. Incluso en una ocasión, le propuso a un noviete soriano que tuvo, que le acompañase hasta su pueblo con la única intención de visitar el famoso calistral y allí dar rienda suelta a su obsesión, pero el compañero de clase de Burgo de Osma, sin saber las intenciones de Andrea, se negó a bajar hasta Andalucía, aduciendo tener que ayudar a su padre en la recolección de cereales.
Encefalograma plano era su paso por la vida hasta conocer a Genaro, con el que se casó dos años después de comenzar su labor docente en un colegio, ya muy cerca de los treinta. Como siempre reconoció, su embelesamiento por su marido le duró poco más de tres años, el tiempo que tardó en conocerlo y de arrepentirse de no haberlo hecho antes de haberse casado con él. Y no es que se hubiese desenamorado; no, eso no. Lo que le ocurrió es que Andrea, a quien nunca le abandonó su obsesión por el calistral, nunca encontró en su relación con Genaro esas vivencias que con tanta pasión relataban tanto Asunción como Charo, y de quienes, y aunque parezca rocambolesco, se enteró que cuando quedaron embarazadas en su primer trimestre de carrera, lo fueron del mismo hombre, el cual dejó plantada a las dos. Incluso en varias ocasiones estuvo tentada de ofrecerle a su marido que le acompañase al calistral, de cuya ubicación ya se cercioró por boca de Asunción, a la que se encontró en una de sus visitas al pueblo, pero sabía de antemano que su Genaro no le iba a proporcionar lo que realmente ella necesitaba: demasiado comedido para saciar su necesidad.
Y vinieron los embarazos y con ellos una etapa de su vida más plana aun que la que ya llevaba; ya ni su mente subía escarpadas laderas; ya todo era conformismo y monotonía: los primeros gateos de la niña, el primer diente, los primeros pasos, el primer “papá”, las primeras gracias y vuelto a embarazar. Nervios, preocupaciones, mil quiero y no puedo, pero todo plano. “Qué pena -pensaba Andrea en el descanso de la guerrera-, antes por lo menos tenía mente para volar y gozar; ya ni eso; qué desgraciada soy”.
Y pasaron los años y sucedió lo que tenía que suceder. Ni Genaro estaba por ella ni ella estaba por Genaro. Vive tu vida que yo intentaré vivir la mía, que yo intentaré salpimentarme para por lo menos saber a algo, que ahora, lo sé, estoy totalmente insípida. Adiós , Genaro.
Tras un periodo de tiempo algo “de aquí para allá” y dando tumbos mentales, Andrea se centró, primero en sus hijas y después en la búsqueda de su “yo”; de ese “yo” al que en ocasiones, muchas, pensó que nunca tuvo, ya que su vida siempre estuvo manipulada e hiper dirigida. Pero qué coño, se decía otras veces, pues claro que tengo mi “yo”: ¿y mis ansias de escuchar?, ¿y mis deseos?, ¿y mis jugueteos bajo las sábanas? Joder, ¿y mi calistral? Pues claro que tengo mi “yo”. Ahí está mi verdadero “yo”.
Y fue así como volvió a reencontrarse. Fueron años de juergas, de emociones, de subidas y bajadas, y de alegrías con sus hijas. También hubo penas y desgracias, pero si esas hubiesen aparecido tiempo antes, a buen seguro que no las hubiera superado. Ahora sí. Ahora se comía el mundo.
Pero le quedaba una cosa en la vida: su cosa. Le quedaba vivir en primera persona en su calistral. Haría lo que hubiese que hacer. Con la misma decisión que se entregó por primera vez al Lechuza, a la altura de Almodóvar del Río, lo haría ahora, ya cerca de los sesenta, a la persona que había decidido que le acompañase hasta el calistral.
Casi un año le costó encontrar a Ricardo, que fue precisamente el que dejó embarazada a sus dos criadas. Con las ideas bien clara, consiguió saber que el tal Ricardo había enviudado hacía ya unos años y que seguía viviendo, a sus sesenta y uno, en el pueblo de la que fuera su mujer, teniendo fama por su virilidad incluso con los años que ya cargaba a sus espaldas. Con la picaresca que caracteriza a una mujer necesitada sabiendo cuál es su necesidad, Andrea, con la vehemencia a veces de Andreita, movió los hilos para encontrarse con Ricardo. Le sorprendió. Andrea se sorprendió con la personalidad de Ricardo y con el tacto con el que la trataba: nunca antes se había sentido señora, nunca antes se había sentido mujer, nunca antes se había sentido persona. Realmente aquella personalidad había motivado que ella olvidase por completo sus anhelados deseos, su obsesión y empecinamiento por gozar en el calistral; aquel hombre estaba por encima de cualquier obnubilación; era simple y sencillamente la obnubilación. Y lo más curioso de todo era que en tres o cuatro encuentros que tuvieron, ninguno de los dos tuvieron la necesidad de tener un simple roce de sus cuerpos. A los dos, y sobre todo a ella, que era lo más extraño, le bastó con dialogar, intercambiar miradas y comenzar a sentirse cómplices de una experiencia que nunca con anterioridad habían vivido. Ella, sin pretenderlo, le supo transmitir todo aquello de lo que hasta ahora desconocía y que, como por ensalmo, había surgida en ella al poco tiempo de echárselo a la cara.  
Y fue así como comenzó una relación que transformó por completo la vida de dos personas y de sus allegados, una relación que tuvo su punto más álgido en el preciso momento en el que, después de haber tenido varios contactos íntimos, Andrea quiso hacer realidad de una vez por todas la obsesión de toda su vida. Una mañana, después de desayunar chocolate con churros en su casa, llenándose de valor, el mismo que había estado almacenando durante toda su existencia para cuando llegase el momento, le propuso hacer una excursión hasta el calistral, propuesta que Ricardo, como si de su vida le fuera, aceptó entusiasmado. Dicho y hecho. En poco más de una hora prepararon un picnic y se encontraban subiendo por la ladera que daba acceso al calistral, desde donde se apreciaba una de las panorámicas más bella nunca visto por ser humano. Impresionante. Cuando llegaron a los primeros árboles, Andrea se giró en el sentido de su marcha y observó la postal más hermosa nunca visto por ella, quedando boquiabierta; le parecía mentira que casi la mitad de su vida había estado viviendo allí, y nunca, nunca había advertido tanta belleza. Rodeados ya de eucaliptos (calistros) y matorrales, habían llegado a un punto en el que ellos lo observaban todo y nadie que hubiese en ese todo lo podían observar a ellos: era el punto donde desplegarían el mantel para dar cuenta de la tortilla de patatas y de los filetes empanados, mantel que serviría también para que Andrea viese cumplido el sueño de su vida. Y fue ella, una vez recostada en el mantel y dispuesta a sacar las fiambreras del macuto que llevaban, cuando, con la vista perdida en lontananza, pensó sobre lo que sentiría en breves momentos. “Si en mi casa o en la suya -pensaba Andrea-, las veces en las que hemos consumado, ha conseguido que volase como nunca hubiese imaginado, en este paraíso, puedo sentir algo indescriptible; si las anteriores veces -proseguía pensando- yo le hubiese dado dos orejas y rabo, en este edén, seguro que le otorgo el indulto; porque -continuaba ella dándole juego a su imaginación-, si de todos los hombres con los que he estado a lo largo de mi vida, puedo decir que ninguno consiguió lo que consiguió él, de hacer vibrar y hasta tintinear cada uno de los músculos de mi cuerpo, haciendo que experimentase la sensación de levitar, aquí, en el lugar que he estado esperando desde que nació en mí la sensación de deseo, puede ser una experiencia inenarrable”. Y hubiese seguido ella pensando si Ricardo, repetidamente para bajarla de la nube en la que había subido, no la hubiese demandado para empezar a dar cuenta de los pimientos asados, la tortilla y el resto de viandas.

Ella se le notaba feliz viendo como Ricardo comía, deseando que dejara de hacerlo para recoger todos los táper de plástico con el fin de que hormigas y demás bichos de campo diesen cuenta de su comida. Y por fin todo recogido. Sólo ella y él frente a frente. Andrea se colocó a horcajadas de Ricardo, de espaldas al maravilloso paisaje, y comenzó a beber de sus labios como si de la fuente del maná se tratase, mientras que sus dedos luchaban por abrirse camino en la espesura que formaba el pecho velludo de su hombre. Pero muy pronto se vio interrumpida en su particular cruzada por unas pequeñas hormigas que le cosquilleaban la pantorrilla; en un primer momento trató con un manotazo que desaparecieran, pero su intento resultó en vano, teniendo que descabalgar a la ligera y lanzando algún improperio hacia los minúsculos formícidos, al tiempo que pasaba su mano con brusquedad por toda la pierna. Y vuelta a empezar. Ella, que se había traído para la ocasión un vestido con apertura delantera, comenzó a desabotonarse por la parte superior, sin darle tiempo a Ricardo a que lo hiciera, y dejando al descubierto gran parte de su canalillo, con lo que buscaba el encendido de su pareja. Pero cuando ya él estaba librando el resto de la botonadura del vestido de Andrea, inspeccionando minuciosamente al mismo tiempo con sus labios toda su exhuberante delantera pasada por quirófano, ella, camino ya del éxtasis, con los ojos entreabiertos, dio un salto como si de un resorte se tratara al ver y sentir como una araña de considerables dimensiones, recorría su brazo, al tiempo que observaba como todo el mantel se encontraba infectado de hormigas de todos los tamaños. Andrea no era mujer. Sus gritos de rabia seguro que se oyeron en todo el pueblo, al tiempo que Ricardo se destornillaba de risa. Y no es que ella le tuviese pánico a las hormigas, a las arañas o a los escarabajos que le visitaron; a ella lo que le enrabietaba de esa manera era que se había derrumbado de cuajo el mito, para ella, del calistral.  
Powered By Blogger