domingo, 16 de enero de 2011

VEN, CAPITÁN TRUENO.

Anoche, tuve un sueño sobre un sueño que tuve en la etapa de mi vida en la que caían las últimas hojas de mi infancia y manaban los primeros brotes de mi adolescencia.
El sueño que tuve y que rememoré esta pasada madrugada, fue el siguiente, teniendo que decir que tuvo gran importancia en mi persona, ya que supuso mi primer desengaño amoroso:

“Yo, hijo de un caballero medieval, fui raptado en compañía de mis padres y hermanos, junto a otras tres familias cristianas más, por una partida de musulmanes.
Era la época en la que el rey castellano estaba reconquistando la parte más occidental de la actual Andalucía. Las tierras reconquistadas eran repobladas por familias cristianas que en una gran mayoría, como era el caso de mi padre, habían servido, en régimen de libertad, a las órdenes del monarca o de algún otro noble.
Pues el caso era que a mi padre le había tocado en suerte una gran extensión de tierras situadas en los alrededores de la actual carretera de Borniche.
Una tarde, poco antes de la cena, cuando yo estaba practicando el arte de la espada con mi hermano de trece años, un año menor que yo, se presentaron en mi casa una partida de musulmanes y, a punta de jinetas, nos llevaron a todos los miembros de mi familia, a las afueras del pueblo. En los bajos de lo que hoy se denomina piedra “roaera”, nos maniataron a las cuatro familias y acamparon a escasos veinte metros de nosotros. Muy pronto, mandaron un emisario a Sevilla, exigiendo el pago de un fuerte rescate por nuestra liberación.
Fue pasados ya más de veinte días, y con los doce musulmanes dispuestos a acabar con nuestras vidas, cuando llegó un emisario cristiano, informando de que en pocos días traerían el dinero del rescate. El emisario castellano era un hombre fuerte, moreno y con media melena. Montaba un extraordinario caballo negro y portaba una espada toledana que relucía más que el “chapín de las monjas”.
Se marchó el castellano y todavía tuvimos que esperar varios días para verle de nuevo. Fue al amanecer del veintiuno de junio, cuando, estando yo absorto con la aparición del sol entre los picos de la Sierra de San Cristóbal, cuatro jinetes llegaron al campamento y, desmontando rápidamente sus caballos, con espada en mano, hicieron frente a nuestros secuestradores. Las fuerzas eran desiguales, ya que los musulmanes triplicaban el número de cristianos. Pero éstos, sin amilanarse en ningún momento, hacían silbar sus espadas manteniendo a raya a sus enemigos.
Muy pronto, por las voces de sus compañeros, pude enterarme de los nombres de los atacantes. Uno, muy fuerte, que repartía unos mamporros increíbles, se llamaba Goliat. Otro, un veinteañero rubio con una agilidad increíble, se llamaba Crispín. El tercero, o mejor dicho, la tercera, cosa ésta que me sorprendió mucho, era una bella mujer que manejaba la espada como el mejor de los guerreros y se llamaba Sigrid. Al último de los cristianos, el mismo que días antes había estado en el campamento anunciando el pago del rescate, le llamaban Capitán.
La lucha era encarnizada. Las jinetas y cimitarras no podían con el duro acero toledano.
El grupo de secuestrados quedamos sin guardia que nos vigilasen, momento que yo aproveché para intentar zafarme de las ataduras que me maniataban. Lo conseguí justo en el mismo momento en el que, a escasos cinco metros de nosotros, un fuerte golpe de uno de los musulmanes, lograba desarmar a la bellísima atacante, acorralándola a media falda de la piedra “roaera”. Conseguí ponerme en pie y, justo en el momento en el que el sarraceno sacaba una larga y afilada daga de su cintura y la dirigía directamente al cuello de Sigrid, le golpeé con una piedra en la cabeza, quedando en el suelo desangrado el maldito moro. Lo había matado en el acto. Había salvado la vida de Sigrid. Ella, con media sonrisa, clavó sus espectaculares ojos azules en mí, mostrándome su agradecimiento. No olvidaré nunca esa mirada. Me cautivó.
Más tarde, cuando todos los musulmanes yacían muertos en el suelo, Sigrid, ante la mirada algo celosa del Capitán, se acercó a mí, dándome un largo beso en la mejilla y diciéndome: “volveré cuando hayas crecido; seré tuya”.
Nuestros salvadores, montados ya en sus caballos con el fin de regresar a Sevilla, se despidieron de nosotros, recibiendo yo por un lado, la sonrisa complaciente de Sigrid, y por otro, la mirada desafiante del Capitán. “

Al día siguiente de mi sueño, recuerdo hoy, a mis cincuenta, que mi padre me trajo de Sevilla el último capítulo del “Capitán Trueno”. Lo abrí con una avidez inimaginable y vi en la última de las páginas, como Sigrid le profesaba su amor al valeroso Capitán Trueno. Todo había sido un sueño.
Fue un sueño, pero la mirada de Sigrid no la olvidé en mucho tiempo.
Ese tebeo que me trajo mi padre de Sevilla, fue el último que leí del “Capitán Trueno”. Desde ese momento, me aficioné por la lectura de “El Jabato”, con sus compañeros Taurus, Fideo y su amada Claudia.
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