miércoles, 8 de abril de 2020

VIGÉSIMO OCTAVO DÍA





Vigésimo octavo día de confinamiento por la descoronavización. Y hoy, última entrada de esta serie, me gustaría dedicárselo a los niños y niñas que sin enterarse de que va esto de la pandemia y a los que, comenzándose a enterar, no razonan todavía por su corta edad el verdadero alcance del mal que estamos pasando. Esos niños y niñas que solo entienden de abrazos, juegos, risas, parques, padres y abuelos.  
 Esos niños y niñas que de pronto se lo han quitado todo de golpe y que la libertad de la que gozaban, ahora tienen que limitarla a no salir de entre las cuatro  paredes. No olvidemos que esas experiencias, pese a la resistencia y a la entereza que están demostrando, les pueden dejar una gran huella. Un aplauso para todos ellos y ellas.


Y ya, por fin, llegamos al capítulo final de vuestra parisina, esa que ha pasado por tantas manos y que hasta el último momento no sabremos su destino. Quiero comunicaros a todos los lectores de esta saga que en este último capítulo, y por petición expresa de varios seguidores "por oída", hemos incorporado en este artículo la posibilidad de saber de su contenido con un audio artículo, el cual podréis encontrar en la parte superior izquierda de esta entrada.

Mientras todo aquello sucedía en la sala, la respiración del argentino volvió a ser más sosegada, como viendo un futuro más halagüeño, más favorable a sus intereses. Y eso lo percibí perfectamente. Los hombros habían dejado de estar caídos, los ojos se le iluminaron y el rictus de su cara que hasta ahora solo mostraba amargura, le cambió por completo. Algo sucedía en la sala que nadie lo percibió.  
 Y yo, que ya estaba un poquito harto de todo lo que estaba sucediendo, me la jugué. “Inspector, ¿me permitís diez minutos tan solo?; no haga pregunta”. La cara del inspector se llenó de extrañeza, pero inmediatamente contestó, “diez minutos tan solo”. Me dirigí al argentino; lo cogí fuertemente por el pelo con una mano, mientras que la otra se agarró fuertemente a su entrepierna, diciéndole, “te voy a contar lo que vamos a hacer ahora; te vas a quedar totalmente en pelota, pero totalmente; a continuación te voy a poner las esposas que me va a dar el subinspector Álvarez y te voy a esposar a uno de estos cáncamos que vas a ver cuando quite la percha esta; cuando estés enseñándonos a todos tu flácido palmito sin poderte mover, voy a coger el canuto que todos conocemos y no sé si metértelo por la boca o metértelo por el culo; te aviso que mientras más te acuerdes de la concha de mi madre, porque sé que te vas a acordar, más te empujaré. Así que desnúdate ahora mismo que ya tan solo nos quedan ochos minutos”, soltándolo bruscamente y cogiendo el canuto en una mano y las esposas que ya estaban encima de la mesa en la otra. Lo tuvieron que desnudar entre el subinspector y el capitán Gayangeau. “Dejadlo en calzoncillo, ponerles las esposas, colgarlo de ese cáncamo y dejarlo de espalda a la pared en un primer momento”. Así lo hicieron pese a la oposición del porteño, al que cada vez lo veía más derrumbado. No sé quién pondría en su día ese cáncamo, pensé en aquel momento, pero el que lo hizo lo puso bien profundo, ya que pese a los tirones que daba el detenido no se movió ni un ápice de su posición natural. No le di tiempo a pensar, y sin que se lo esperara le di un fuerte golpe con el canuto en su entrepierna, observando como el dolor le subía por el estómago y le llegaba hasta la cabeza. “Bueno, amigo mío, nos quedan cinco minutos de placer, así que como veo que tu boquita es demasiado grande para este canuto y no vas a sentir mucho, lo mejor es que empecemos por abajo, así que te voy a quitar yo personalmente el calzoncillo y te vamos a poner de cara a la pared”. Con toda la parsimonia del mundo puse el canuto en el suelo, al tiempo que le decía al subinspector Álvarez que cuando yo le quitase el calzoncillo le diese la vuelta.  
Agarré el calzoncillo por los dos laterales y cuando lo llevaba a la altura de las rodillas escuché como decía “súbelo, boludo, que voy a cantar”. “Joder, le dije, retirándome y dejándole el calzoncillo por las pantorrillas, ¿y nos vas a privar ahora de esta maravilla?; lo mismo cuando tuvieras la mitad del canuto dentro, te empalmabas y podríamos vértela. Creo que vamos a seguir”. Me dirigí con la intención de quitarle completamente el calzoncillo y toda la sala se llenó de júbilo al oírlo, “el Toulouse se encuentra plastificado en el interior del canuto, entre sus paredes”. Recuerdo que solo oí al inspector Palomo decir, “llevabas ya nueve minutos y medio”. 
Hoy, después de casi treinta años desde que sucedieran aquellos hechos, todavía recuerdo las caras de los allí presentes. Álvarez, el menos cañero, se limitó a descolgar al argentino y a conminarlo a que se vistiese, para ponerle las esposas y fijarlo a la silla en la que lo sentó. Benoît, sentado, y Gayangeau con toda la meticulosidad del mundo y valiéndose de la multiuso, centrados en quitar pequeñas tiras de cartón del canuto con el fin de no dañar la pintura. No se me olvidará la expresión del comisario cuando consiguió quitar una de las tiras de cartón y conseguir ver el plástico que envolvía el Toulouse-Lautrec; casi una hora les costó conseguir quitar todo el cartón; a continuación, con más esmero aun que con el cartón, procedieron con el plástico. Y por fin vio la luz. Lo extendieron a lo largo de la mesa, encima de la pintura que yo compré, y tengo que reconocer que entonces y hoy, yo veía más bonito el motivo que representaba la parisina, con la visión otoñal de una calle de París, que el que me ofrecía esa imagen de burdel que tanto representó Toulouse-Lautrec en sus pinturas; para gusto, los colores.  
Aprovechando que un par de agentes, en compañía del subinspector Álvarez se marchaban con el detenido para Comisaría, y porque el estómago me estaba pidiendo manduca, vi prudente dejar solos al inspector y a los dos oficiales gabachos para que hablasen de “sus cosillas”, como yo las llamé por entonces, comentándole a Palomo que me encontraba en la cafetería. 



Allí en la cafetería, luchando con una buena cerveza y una tapa de patatas alioli, a la que le siguió un pequeña cazuela de callos con garbanzos, recordé todo lo sucedido en aquellos dos días. La verdad fue que lo único que tuve que hacer es llevar a la práctica la formación que por mi profesión, tuve en expresiones faciales y conductas posturales, comprobando que una observación minuciosa nos puede dar el verdadero estado de ánimo de una persona. Tampoco es cuestión de dar aquí una clase magistral sobre el tema, que para eso están ya los psicólogos, pero la verdad es que gracia a esa observación pudimos encontrar el cuadro robado. Luego, sobre el numerito del desnudo integral del argentino, no hay nada más efectivo en un interrogatorio que obligar a mostrar sus interioridades al detenido, y más aun cuando este no está muy orgulloso de lo que enseña, como era el caso del argentino. 

Palomo llegó solo a mi encuentro, dejando a Benoît y a Gayangeau con el jefe de seguridad para agilizar su vuelta a París para el día siguiente, ya que ese día tenían que pasarse todavía para redactar un informe conjunto y presentarse delante de la jueza del caso con la que ya habían hablado por teléfono de todo lo sucedido. Me explicó que con los oficiales franceses habían llegado a un acuerdo por el que yo no había participado en ningún momento en el interrogatorio, siendo ellos, los policías, españoles y franceses, conjuntamente, los que habían resuelto el caso del Toulouse-Lautrec. Una vez me aclaró a los acuerdos a que habían llegado, se interesó en mi particular manera de proceder y mi agudeza, poniendo especial hincapié en cómo, porque no fue una sola vez, había llegado a la conclusión de que el argentino guardaba lo que ellos no pudieron averiguar. “Inspector, le dije, no voy a intentar ahora hacerle ver que yo sea un súper hombre, cuando la verdad es que he tenido mucha suerte; al igual que los franchutes, me la jugué y me salió bien. Pero solo decirle que para jugármela debía de tener una base, y esa la conseguí a través de la observación. No sé si se dio cuenta a lo largo de los dos días que en ningún momento dejé de mirar al argentino; sus ojos, sus muecas, sus hombros, sus pies, sus manos cubriéndose sus partes más débiles; pero sobre todo sus ojos y su boca cuando sucedían cosas nuevas en la sala. Inspector, esto es para practicar mucho y no para explicarlo, compréndame. Y no olvide nunca que existe un lenguaje corporal de los mentirosos”. “Ya; de acuerdo con lo de la observación, pero, ¿y el interrogatorio tuyo que en menos de diez minutos le sacaste dónde estaba el lienzo?”. Me reí con su apreciación. “La observación me llevó a saber que el canuto guardaba algo; y acerté”. “Pero, me contestó, ¿se lo hubieras llegado a meter entre las piernas si no hubiese hablado?. Volví a reírme, esta vez a carcajadas, “si no hubiera hablado me lo hubiera tenido que meter yo, por enterado, o como dicen en mi tierra, por enteraillo”.  



El inspector comentó que se tenía que marchar, que le esperaban los atestados y la jueza. “Ha sido un placer haberle conocido. Nunca en más de veinte años de servicio he aprendido tanto como en estos días, y todo gracias a usted. Dígame una última cosa, ¿dónde fue adiestrado para esto? Me quedé mirándole fijamente, en silencio, unos pocos segundos y le contesté: “creo que la última cosa la tiene que decir usted, ¿no?”. Sonrió, me alargó la mano y contestó: “Acompáñeme a recoger su parisina; y las noventa mil nunca existieron”.  

EPÍLOGO
Madrid, 15 años después. Despacho del comisario Palomo.
Suena el teléfono.
  • Sí, dígame.
  • ¿Comisario Palomo?, soy tu colega Benoît, Benoît Gómez. ¿Me recuerdas?
  • Hombre, Benoît, claro que te recuerdo; para olvidarme de ti después de lo que vivimos juntos.
    Los dos comisarios estuvieron departiendo por más de media hora de asuntos intrascendentes y que la mayoría de ellos no venían al caso.
  • Por cierto, Palomo, ¿te acuerdas de la parisina? ¿Te acuerdas la cantidad de groserías que salieron de mi boca cuando la extendí encima de la mesa?
  • Hombre, Benoît, son cosas que no se olvidan; y la cara que se te puso.
  • Pues vaya negocio que hizo el comprador. La obra del autor de esa parisina es de las que más se ha revalorizado en estos años. ¿Tú me lo podrías localizar?

FIN


A mi amigo Fran Galán por........lo que los dos sabemos.


No quiero ser pesado en mi reiteración, pero no hay que olvidar eso de “SEGUIR EN CASA”. Y recalco: seguir en casa; se está demostrando que es la mejor solución para que el puto virus no te haga compañía. Castigo a los desaprensivos. Ya queda menos.

VIGÉSIMO SÉPTIMO DÍA

Vigésimo séptimo día de confinamiento descoronavizante, y las cifras están “amesetadas”, por lo que mejor es no hablar de ellas. De lo que sí hay que hablar es de nuestro confinamiento, de nuestro necesario confinamiento. Hay que resistir, hay que sacar fuerza de donde no las tengamos, porque si queremos salir de esta, la solución pasa por el confinamiento.   Respetarlo hasta las últimas consecuencias. Es la única manera de no darle vida al bicho. Responsabilidad y solidaridad a la hora de cumplir el confinamiento es la mejor vacuna para que no se expanda el bicho, hasta que no encuentre la que lo destruya. 



Y ahora nos enfrentamos a la historia de la parisina. Adelanté ayer que hoy sería el último capítulo con el que llegaría el final, pero no ha podido ser: resultaría demasiado largo para meterlo todo en un solo capítulo. Así que hoy os puedo decir ya con seguridad que mañana sabremos la resolución final de vuestra parisina.

Fue entonces cuando con una cara de satisfacción, no menos que la que quería esconder el argentino, hecho que no se me fue por alto, el comisario Benoît Gómez, quitó, algo nervioso, según observé soslayadamente, la tapadera del canuto, inclinándolo hacia la izquierda para que mi parisina se deslizara por su interior y cayera sobre su mano.
Recuerdo hoy aquel momento como si lo estuviera viviendo. Por mi mente pasaron un sinfín de pensamientos, pero todos desembocaban donde mismo. Después de oír el relato del comisario Benoît, me había quedado bien claro que la parisina había dejado de ser mía; ya no me pertenecía. Porque sí, yo había pagado legalmente por un lienzo, como bien justificaba el contrato de compraventa que me hizo el vendedor de la galería, que seguramente estaría compinchado con el argentino, al que yo no le quitaba ojo en la sala, pero la procedencia del óleo era totalmente ilegal. No era culpable de nada, pero pierdo todo derecho de propiedad sobre esa maravilla otoñal. Mi gozo, y sobre todo el de mi esposa, solo nos ha durado unos días, pensé. 


El intento del comisario de sacar el lienzo con la mayor delicadeza del canuto para no dañar la pintura, se vio empañado por el obstáculo que le presentaron al obstruir su paso los tres documentos que lo acompañaban en su interior. Varios fueron los intentos en el vacío para que saliese la pintura pero no consiguió su objetivo. Tan nervioso se puso que exclamó con desmedida virulencia “¡apporter des coseaux!” (¡traer unas tijeras!); “perdón, ¿tenéis unas tijeras?”. Todos nos extrañamos porque lo más lógico era que allí en aquella sala nadie tenía porqué llevar unas tijeras, pero comprendimos también que el estado de excitación del comisario Benoît por ver de una puñetera vez la pintura a la que había dedicado más de dos años de su vida para localizarla, justificaba su petición. “Tijeras no tenemos, comisario, pero le podría valer esto”, dijo el inspector Palomo sacando del bolsillo su navaja multiuso y haciéndosela llegar. Yo observaba atónito lo que estaba sucediendo, aunque recuerdo, y todavía hoy no me explico el porqué, que no le quitaba ojo al argentino, como si pensara que ante el interés de todos por ver fuera del canuto a la pintura, aprovechara para salir corriendo, estando preparado para que si así sucediese, hacerle un placaje a estilo rugby como lo hacía un amigo mío que practicaba ese deporte y que se llama Juan Antonio Caro. 

Benoît cogió la multiuso en su mano, analizándola y viendo cuál de sus hojas era la más apropiada para seccionar longitudinalmente el canuto y así sacar la que ya era su parisina; eligió la más larga y fina. Con mucha sutileza colocó la punta de la navaja en el extremo del canuto y procedió a cortar. “Pardón, mon comissaire”, intervino el capitán Gayangeau; “le carton nous servira à le transporter; mieux vaut ne pas couper; me permettrez-vous (el cartón nos servirá para transportarla; mejor no cortar; ¿me permite usted?), extendiendo la mano para coger el canuto. El comisario, comprendiendo al capitán se dejó llevar por sus indicaciones. Enseguida el capitán comenzó a manipularlo y sin saber cómo, comenzaron primero a salir los contratos de compraventas y por fin el óleo hecho un rollo. Sin dejarlo salir al completo, el comisario lo asió delicadamente y lo extendió a lo largo de la mesa. En nada de tiempo su expresión pasó de la más apasionante y gozosa al rostro más iracundo y colérico que nunca había observado yo; todo lo contrario que el cambio del rostro del argentino, que cuando vio la parisina desplegada en la mesa, se infló de vitalidad. “¡Merde, merde, merde; Qu'est-ce que c'est?” (mierda, ¿esto qué es?). La cara de Benoît se inundó de impotencia y de ira, la de Palomo de incredulidad y no entender nada. La sala entera se inundó de dudas y agotamiento mental. Cuando el comisario, que era un entendido en arte, vio la parisina extendida en la mesa, exclamó, “ni esto es un Lautrec ni esto es nada. Esta pintura no vale absolutamente nada; los cafés que me tomé esta mañana en el aeropuerto valen más que esta merde. ¿Dónde está el Toulouse-Lautrec, coño?”, yéndose para Antonio Saavedra, el argentino, y zarandeándolo hasta que su capitán se lo quitó de la vista.
Mientras todo aquello sucedía en la sala, la respiración del argentino volvió a ser más sosegada, como viendo un futuro más halagüeño, más favorable a sus intereses. Y eso lo percibí perfectamente. Los hombros habían dejado de estar caídos, los ojos se le iluminaron y el rictus de su cara que hasta ahora solo mostraba amargura, le cambió por completo. Algo sucedía en la sala que nadie lo percibió.

No quiero ser pesado en mi reiteración, pero no hay que olvidar eso de “SEGUIR EN CASA”. Y recalco: seguir en casa; se está demostrando que es la mejor solución para que el puto virus no te haga compañía. Castigo a los desaprensivos. Ya queda menos.


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