Vigésimo
séptimo día de confinamiento descoronavizante, y las cifras están
“amesetadas”, por lo que mejor es no hablar de ellas. De lo que
sí hay que hablar es de nuestro confinamiento, de nuestro necesario
confinamiento. Hay que resistir, hay que sacar fuerza de donde no las
tengamos, porque si queremos salir de esta, la solución pasa por el
confinamiento. Respetarlo hasta las últimas consecuencias. Es la
única manera de no darle vida al bicho. Responsabilidad y
solidaridad a la hora de cumplir el confinamiento es la mejor vacuna
para que no se expanda el bicho, hasta que no encuentre la que lo
destruya.
Y
ahora nos enfrentamos a la historia de la parisina. Adelanté ayer
que hoy sería el último capítulo con el que llegaría el final,
pero no ha podido ser: resultaría demasiado largo para meterlo todo
en un solo capítulo. Así que hoy os puedo decir ya con seguridad
que mañana sabremos la resolución final de vuestra parisina.
Fue
entonces cuando con una cara de satisfacción, no menos que la que
quería esconder el argentino, hecho que no se me fue por alto, el
comisario Benoît Gómez, quitó, algo nervioso, según observé
soslayadamente, la tapadera del canuto, inclinándolo hacia la
izquierda para que mi parisina se deslizara por su interior y cayera
sobre su mano.
Recuerdo
hoy aquel momento como si lo estuviera viviendo. Por mi mente pasaron
un sinfín de pensamientos, pero todos desembocaban donde mismo.
Después de oír el relato del comisario Benoît, me había quedado
bien claro que la parisina había dejado de ser mía; ya no me
pertenecía. Porque sí, yo había pagado legalmente por un lienzo,
como bien justificaba el contrato de compraventa que me hizo el
vendedor de la galería, que seguramente estaría compinchado con el
argentino, al que yo no le quitaba ojo en la sala, pero la
procedencia del óleo era totalmente ilegal. No era culpable de nada,
pero pierdo todo derecho de propiedad sobre esa maravilla otoñal. Mi
gozo, y sobre todo el de mi esposa, solo nos ha durado unos días,
pensé.
El
intento del comisario de sacar el lienzo con la mayor delicadeza del
canuto para no dañar la pintura, se vio empañado por el obstáculo
que le presentaron al obstruir su paso los tres documentos que lo
acompañaban en su interior. Varios fueron los intentos en el vacío
para que saliese la pintura pero no consiguió su objetivo. Tan
nervioso se puso que exclamó con desmedida virulencia “¡apporter
des coseaux!” (¡traer unas tijeras!); “perdón, ¿tenéis unas
tijeras?”. Todos nos extrañamos porque lo más lógico era que
allí en aquella sala nadie tenía porqué llevar unas tijeras, pero
comprendimos también que el estado de excitación del comisario
Benoît por ver de una puñetera vez la pintura a la que había
dedicado más de dos años de su vida para localizarla, justificaba
su petición. “Tijeras no tenemos, comisario, pero le podría valer
esto”, dijo el inspector Palomo sacando del bolsillo su navaja
multiuso y haciéndosela llegar. Yo observaba atónito lo que estaba
sucediendo, aunque recuerdo, y todavía hoy no me explico el porqué,
que no le quitaba ojo al argentino, como si pensara que ante el
interés de todos por ver fuera del canuto a la pintura, aprovechara
para salir corriendo, estando preparado para que si así sucediese,
hacerle un placaje a estilo rugby como lo hacía un amigo mío que
practicaba ese deporte y que se llama Juan Antonio Caro.
Benoît
cogió la multiuso en su mano, analizándola y viendo cuál
de sus hojas era la más apropiada para seccionar longitudinalmente el
canuto y así sacar la que ya era su parisina; eligió la más larga
y fina. Con mucha sutileza colocó la punta de la navaja en el
extremo del canuto y procedió a cortar. “Pardón, mon comissaire”,
intervino el capitán Gayangeau; “le
carton nous servira à le transporter; mieux vaut ne pas couper; me
permettrez-vous”
(el cartón nos
servirá para transportarla; mejor no cortar; ¿me
permite usted?), extendiendo la mano para coger el canuto. El
comisario, comprendiendo al capitán se dejó llevar por sus
indicaciones. Enseguida el capitán comenzó a manipularlo y sin
saber cómo, comenzaron primero a salir los contratos de compraventas
y por fin el óleo hecho un rollo. Sin dejarlo salir al completo, el
comisario lo asió delicadamente y lo extendió a lo largo de la mesa. En nada de
tiempo su expresión pasó de la más apasionante y gozosa al rostro
más iracundo y colérico que nunca había observado yo; todo
lo contrario que el cambio del rostro del argentino, que cuando vio
la parisina desplegada en la mesa, se infló de vitalidad. “¡Merde,
merde, merde; Qu'est-ce
que c'est?”
(mierda, ¿esto qué es?). La cara de Benoît se inundó de
impotencia y de ira, la de Palomo de incredulidad y no entender nada.
La sala entera se inundó de dudas y agotamiento mental. Cuando el
comisario, que era un entendido en arte, vio la parisina extendida en
la mesa, exclamó, “ni esto es un Lautrec ni esto es nada. Esta
pintura no vale absolutamente nada; los cafés que me tomé esta
mañana en el aeropuerto valen más que esta merde. ¿Dónde está el
Toulouse-Lautrec, coño?”, yéndose para Antonio Saavedra, el
argentino, y zarandeándolo hasta que su capitán se lo quitó de la
vista.
Mientras
todo aquello sucedía en la sala, la respiración del argentino
volvió a ser más sosegada, como viendo un futuro más halagüeño,
más favorable a sus intereses. Y eso lo percibí perfectamente. Los
hombros habían dejado de estar caídos, los ojos se le iluminaron y
el rictus de su cara que hasta ahora solo mostraba amargura, le
cambió por completo. Algo sucedía en la sala que nadie lo percibió.
No
quiero ser pesado en mi reiteración, pero no hay que olvidar eso de
“SEGUIR EN CASA”. Y recalco: seguir en casa; se está demostrando
que es la mejor solución para que el puto virus no te haga compañía.
Castigo a los desaprensivos. Ya queda menos.
Interesantísimos los 27 relatos que llevamos de confinamiento que nos ayuda sin duda esperándolos cada día para leerlos y quitarle horas de aburrimiento al mismo.
ResponderEliminarY no menos interesante e intrigante el relato de la odisea de la parisina, en la que fluyen nombres conocidos y, que no dudo, irán en aumento.