sábado, 11 de octubre de 2014

UNA TARJETA EN EL ROPERO

Luis “Oleadas”, que era como se le conocía en todo el pueblo a pesar de haber luchado a lo largo de su vida para que no le llamasen así, no quiso desaprovechar la ocasión de abandonar el carro de la escasez, que, sin habérselo propuesto en ningún momento con cierto tesón, se le presentó por puro azar.
Todo ocurrió cierto día en el que, ya de vuelta a casa, recogiendo las más de cien trampas de pajaritos, y al cruzar un camino vecinal que serpenteaba la ladera del monte por donde venía, se topó de bruces con un 4x4 de color gris oscuro en el que, sobre su capó, dos gorilas de traje y corbata negra, inflaban a golpes con bates de béisbol a un tercero, sin aspecto de gorila, pero con cabellera engominada y también trajeado y encorbatado. Ante este panorama y sin pensárselo dos veces, aunque a cierta distancia pero henchido de la valentía que le otorgaba su faca de veintidós centímetros, en la que se reflejaban los rayos de sol, y del cayado de mimbre que siempre portaba en su mano izquierda cuando salía al monte, comenzó a increpar a los dos matones para que cejasen en su actitud. Quizás la suya, su actitud, pecara mucho de baladrona, pero fue la única salida que encontró para no tenerse que encargar en ser él quien llamase al juez de paz para el levantamiento de un cadáver.
Ni el baladrón ni el maltrecho guiñapo podían esperar lo que sucedió a continuación, y tras una sola mirada soslayada entre los dos perdonavidas, volviéndose al unísono ante el enérgico requerimiento del desgarbado Oleadas, guardaron sus ya encarnados bates en los asientos traseros del todo terreno y partieron como alma que persigue el diablo. Su víctima respiraba cuando dejaban el reguero de polvo tras de sí, pero ambos, a ciencia cierta, sabían que tras la somanta de golpes que le habían infringido, y tras ver como sangraba por el oído derecho, habían cumplido con el mandato de su jefe.
Más de dos horas, después de esconder detrás de un lentisco la capacha que a modo de bandolera traía al cuello, repleta de trampas y pájaros, tardó Luis en llegar al pueblo porteando en su espalda a la víctima, preguntándose en más de una ocasión si lo que transportaba era un ser vivo o un cadáver.
Horas después de dejarlo en el ambulatorio, tiempo suficiente para prestar declaración de todo lo ocurrido ante la Guardia Civil, le informaron que aunque muy grave, el martirizado engominado seguía con vida, ya en la unidad de cuidados intensivos del hospital del pueblo vecino.

Varios meses pasaron sin que el trampero supiese lo más mínimo sobre aquel guiñapo que porteó hasta el pueblo, tiempo suficiente para haber cambiado en infinidad de ocasiones, superando en cada una de ellas su heroísmo, la versión de lo ocurrido entre sus paisanos y lo que tuvo que sufrir en su día para poder salvar la vida de aquel “pobre indefenso señor”. Desde que lo “encañonaron con una pistola”, hasta que “luchó con su cayado contra cuatro mastodontes armados hasta los dientes”, pasando por todo tipo de acciones que más lo asemejaban a un súper hombre de película americana que al escuchimizado charlatán que realmente era.
Pero en aquella mañana del nueve de diciembre, cuando volvía de poner sus más de cien trampas, y cercano a donde hacía exactamente varios meses sucedieron los hechos que tan valiente lo habían hecho en el pueblo, fue requerido desde el interior de un lujoso coche. Tras acercarse al vehículo, su cara se llenó de estupor al ver que detrás de aquella ventanilla tintada se encontraba el rostro de aquél a quien salvó la vida.

  • ¿Me reconoces?
  • Señor, usted es aquél que.....
  • Efectivamente, soy aquél a quien tú le salvaste la vida; el mismo que, una vez totalmente restablecido, viene a saldar su deuda.
  • ¿Se encuentra usted bien? Veo que sí.
  • Perfectamente. Me encuentro perfectamente. Y ahora, pídeme lo que quieras. Estoy aquí como ya te he dicho, para saldar mi deuda contigo.
  • Señor...., señor...., yo; no sé. No me debe usted nada.
  • ¿Sabes que si los civiles te cogen con ese saco te meten en chirona?
  • Ya lo sé, pero mis hijos tienen que comer; no tengo trabajo y los libros de bachiller cuestan un ojo de la cara.
  • ¿Ves aquella retama grande?
  • ¿Aquel lentisco?
  • Sí. Pues deja el saco allí y sube al coche.

Sin mediar palabra, el vehículo se puso en marcha y no se detuvo hasta poco más de trescientos metros antes de la primera de las casas del pueblo.

  • Toma -extendiéndole un sobre de grandes dimensiones-. Ahí llevas dinero y una tarjeta bancaria. Que no le falte de nada a tu mujer ni a tus hijos, pero con cabeza. Llevas más dinero que puedas ganar en todo lo que te queda de vida. Y tus hijos que estudien; no lo olvides, que estudien.
  • Señor, pero....
  • También puedes hacer uso de la tarjeta, pero sin abusar. El número secreto es el cero cero cinco siete. Sólo una cosa tendrás que tener en cuenta cuando la uses.
  • Usted dirá.
  • Ve siempre a un cajero de la capital; nunca hagas uso de ella en el pueblo. Y si puedes, una vez en la capital, ve cambiando de cajero, aunque siempre de la misma entidad.
  • ¿Y qué banco es?
  • Te viene indicado en la misma tarjeta.
  • Gracias, señor; no sabe usted lo mal que lo estamos pasando.
  • No me tienes que dar las gracias por nada. Y ya sabes, actúa con vista y que no se te note mucho que te sobra, ¿de acuerdo?
  • Gracias, señor, muchas gracias.
  • Venga, y ahora te tengo que dejar; y ya sabes, actúa con cabeza.

Nada más perder de vista el coche, Luis, que hasta ahora no había visto lo que contenía el sobre de color sepia, se apresuró a abrirlo, quedándose totalmente paralizado. Nunca, ni en sueño, había visto tanto dinero junto. Llevaba razón su benefactor: ni toda su vida trabajando podría reunir tanto dinero -pensó-.
Tras reponerse de la impresión, cerró el sobre y lo dobló, viendo antes de hacerlo que en su interior se encontraba una tarjeta de color oro, metiéndolo por dentro del pantalón, a la altura del bajo vientre, y ajustándose en un agujero más el cinturón.
Henchido de alegría y ávido por llegar a su casa, no sabía si para contarle todo lo ocurrido a su Carmela, o si para encerrarse en su dormitorio con pestillo, y en lo alto de la cama, contar el dinero que había en el sobre, se encontró de bruces, tras la curva cerrada de entrada al pueblo, con el Nissan verde y blanco de la Guardia Civil. El sargento y el cabo -se dijo-; a ver qué coño hacen aquí.

  • Hombre, Oleadas, ¿vienes de vacío? ¿Alguien te ha dicho que estábamos aquí?
  • Buenas tardes, sargento, no sé qué me quiere decir usted con eso.
  • No te hagas el tonto, que no nos hemos caído de un guindo. ¿Y las trampas?
  • Me va a perdonar usted, pero no sé qué quiere usted de mí; yo no sé nada de trampas.
  • Mira, Luisito, sabemos que saliste esta mañana con el saco lleno de trampas, y llevamos ya más de una hora esperándote a que volviese; con que, venga, ¿Qué has hecho con las trampas y los pájaros?
  • Sargento, le juro por lo que yo más quiera que no he puesto ni una trampa.
  • ¿Entonces de dónde coño vienes, carajo?
  • Pues mire usted, sargento, no me va a creer, pero desde que me sucedió aquello que usted bien sabe, casi todos los días voy al mismo sitio para recordar todo lo que ocurrió; y me acuerdo de aquel pobre señor que iban matando y que gracias a mí pudo llegar hasta un médico. ¿Sabe usted si se llegó a salvar?
  • Vete ya, vete ya, que me estoy poniendo nervioso, y ten cuidado, que tarde o temprano te voy a coger con las manos en la masa. Anda, vete ya.

Abrió la puerta de su casa y se encontró a su mujer remendando un calcetín de uno de sus hijos. Con la sonrisa de oreja a oreja, cogiéndola cariñosamente por el brazo, le dijo que dejase el calcetín en la mesa y que lo acompañara hasta el dormitorio.

  • A mí me dejas ahora de fandango, que no tengo yo ahora el cuerpo para alegrías. Que la cosa está muy mala, Luis. Los niños van a tener que dejar el instituto y que busquen cualquier trabajillo. Así que, vamos a dejarnos de alegrías.
  • Alegría te va a dar cuando veas lo que te voy a enseñar; no te lo vas a creer. Cuando lo veas, te van a entrar ganas de fandango, de soleá y de seguidillas. Ven, y si llaman a la puerta, no abras.

Sacó el sobre del interior de su pantalón y, sin dilación alguna, desparramó su interior en la colcha de croché que cubría su colchón. El blanco de la colcha se cubrió de colores donde predominaba el morado y el amarillo, sobre todo el morado, aunque también los había de color verde y naranja. En la almohada, como si la dispersión de los billetes hubiese sido controlada, que no lo fue, se situó la tarjeta de crédito de color oro, como presidiéndolo todo.

  • Pero Luis, ¿esto qué es?, ¿en qué lío te has metido? ¿Tú sabes el dinero que hay aquí? ¿Dónde lo has robado? Dime, dime.
  • Tranquila; no sé cuánto dinero hay aquí, pero quiero que estés tranquila. No lo he robado en ningún sitio, no he hecho ningún trapicheo. Todo es legal. Te lo juro por el Manolo y el Luisito; y por ti también, que eres lo que más quiero en el mundo. Y a partir de hoy no te va a faltar de nada; ni a los niños tampoco. Y los niños van a estudiar una carrera.
  • Pero Luis, ¿cómo quieres que me crea que detrás de este dinero no hay ningún trapicheo? Cuéntamelo todo.
  • Primero vamos a contar el dinero que hay y después te cuento cómo ha llegado a mis manos. Tú cuentas cuántos hay de los amarillos y yo empiezo por los morados.

En un pis pas estuvo recogido y contado todo el dinero. Quinientos mil euros. No se lo creían. Se miraban una y otra vez, sin poder hablar, y no daban crédito a lo que estaban viviendo en lo alto de la colcha de croché que les regaló en su día la abuela de Carmen. Intentaban hablar pero, como si tuvieran un nudo en la garganta, enseguida desistían. Se miraban, se abrazaban, reían, miraban el dinero, pero no articulaban palabra. Aquello duró varios minutos. Por fin Carmen rompió el silencio.

  • Venga, cuéntamelo todo; cuéntame como has conseguido todo esto.
  • No te lo vas a creer, pero cuando ya venía de vuelta con las perchas y los lazos, que por cierto, hoy ha estado el día buenísimo, con tres conejos, más de cuatro docenas de zorzales y otras tantas de chiquititos, me llamaron desde un coche lujoso. Y no te vas a creer quién estaba dentro, detrás de unos cristales tintados.
  • Dime, dime.
  • El mismo señor al que le salvé la vida, carmen, el mismo señor.
  • ¡Anda ya!
  • El mismo, Carmela, el mismo.
  • Bajó la ventanilla negra y me dijo, “don Luis, ¿no me reconoce usted?”. Yo me quedé de piedra. Yo que venía con el saco cargado de pájaros y trampas me dije antes de verlo, “éste es un policía secreta; ya me trincaron”. Pero no. era el señor al que le salvé la vida.
  • ¡Anda ya!
  • Niña, si tú vieras el porte del señor; todo lo que te diga es poco. Un caballero elegante que no salen ni en las películas. ¿Y hablando?; qué bien hablaba el tío.

Luis siguió relatando a su mujer todo lo sucedido, sin dejar en el olvido su vena baladrona, fundiéndose con su mujer al final en un abrazo, unas risas y otra diáspora de los billetes a lo largo y ancho de la cama.
Hicieron mil planes y proyectos, pero todos encaminados a vivir desahogadamente, aunque sin levantar ningún tipo de sospecha.

  • Y te digo una cosa, Luis, lo único que no tengo claro es lo del uso de esa tarjeta; así que, como no nos va a faltar de nada, sin derrochar, la tarjetita dichosa ésta la vamos a guardar bien guardada y no la vamos a utilizar. ¿Te parece bien, mi vida? Y pienso así porque no lo veo yo muy claro. Nosotros nunca hemos tenido dinero, pero a honrado no nos gana nadie, y detrás de esta tarjeta veo que no hay mucha honradez. Así que lo dicho, que la voy a guardar bien guardada y ahí se va a quedar sin usar.
  • A mí me parece bien todo lo que te parezca bien a ti.
  • Pues así se va a hacer; ¿y sabes lo que te digo ?
  • Tu dirás.
  • Que llevabas mucha razón; que me han entrado ganas de fandango, de soleá, de seguidillas y de todo lo que tu quieras; vamos a aprovechar que a los niños le quedan un par de horas para que salgan del instituto.

Pasaron algunos años, dos o tres, en los que cambió por completo la vida del matrimonio. En el pueblo seguía siendo el Oleadas, pero desde que abrieron su pequeña tienda donde vendían de todo, ya sus vecinos lo miraban de otra forma. Antes era el perchero y el esparraguero que nadie tenía en cuenta. Ahora, con sus dos hijos en la universidad, su buena tienda, que además de vender mucho, ayudaba en todo lo que podía a sus vecinos más necesitados, y su buen coche, era respetado y bien considerado por todos. Hasta el cabo de la Guardia Civil, que había ascendido y se había quedado como jefe de puesto, le daba un trato especial, motivado también porque en más de una ocasión hubiese recibido en su casa algún que otro canasto repleto de productos ibéricos. Incluso los dos partidos políticos con más representación en el ayuntamiento del pueblo, por separados, le habían ofrecido formar parte de sus listas para las próximas elecciones locales, posibilidad ésta que el bueno de Luis había sabido rechazar muy inteligentemente aduciendo que “el no tenía tiempo pa ná”.

Cierto día, concretamente el segundo sábado del mes de septiembre, en plena feria del pueblo, y mientras que se encontraba muy gustosamente compartiendo una buena ración de pijotas fritas con su Carmela y un matrimonio amigo en una de las casetas de feria, de la que eran socios, quiso ver que entre la multitud que se agolpaba en la puerta se encontraba el mismo señor al que hacía ya varios años le salvó la vida y el responsable de su actual situación desahogada. Su cara cambió como por ensalmo, siendo su mujer la que, sin haber visto al dadivoso señor entre el gentío, y sin conocerlo, presintió que se encontraba allí; no conocía al caritativo caballero, pero a su Luis, que era como ella se refería cuando hablaba de él, “lo conocía como si lo hubiera parido”. Fue por ello por lo que, sin mediar palabra con él, cogiéndolo de la mano, le lanzó una mirada confabuladora con la que, como si del discurso más tranquilizador se tratase, le hizo sentirse el ser más sosegado y seguro de los allí presentes. Sin pensárselo dos veces, lleno de fuerza, la misma que sintió cuando hizo que aquellos dos bravucones trajeados dejasen de apalear a su futuro “protector”, se levantó de la mesa y se dirigió a la puerta de la caseta en búsqueda de su benefactor. Las dos miradas se encontraron enseguida y de los dos rostros surgió una sonrisa limpia y verdadera. Tras un caluroso apretón de manos, el misterioso señor desistió muy educadamente al ofrecimiento de pasar al interior que Luis le hizo, invitándolo a que se alejasen un poco del bullicio ferial con el fin de hablar de un tema muy importante, indicándole también que, una vez hubiesen departido, accedería a acompañarle en la mesa con su mujer y sus amigos. Será muy breve, Luis -le dijo su bienhechor-, a lo que Luis le contestó que no “hay ningún inconveniente, sólo que antes voy a decirle a Carmen que vuelvo enseguida”.
Fuera ya del recinto ferial, llegaron hasta un vehículo de las mismas características y color que aquél en el que Luis recibió el sobre, en el que, nada más llegar ellos, salió un fornido conductor que, tras abrir muy educadamente las dos puertas delanteras, se retiró a una distancia prudencial desde la que la algarabía propia de toda feria le impedía oír cualquier palabra que se dijese en el interior del vehículo.

  • Vamos al grano, amigo Luis -dijo el visitante tras las correspondientes frases de acercamiento-.
  • Usted dirá. Estoy aquí para lo que usted diga.
  • La única razón por la que te he chafado tu sábado de feria es porque quiero que me digas si durante estos años has utilizado la tarjeta que te di en su día, y si lo has hecho, qué cantidad aproximada has sacado. Por favor, Luis, te lo pido por favor, dime sin ningún tipo de remilgo cuánto has sacado.
  • Señor, le veo muy abrumado y nervioso con el tema de la tarjeta, e intuyo que le puede perjudicar si hubiese hecho mucho uso de la dichosa tarjetita.
  • No lo sabes tú muy bien, Luis.
  • Pues le digo que la tarjeta entró en mi ropero el mismo día que usted me la dio y a día de hoy no ha salido de debajo del cajón de mi ropa interior.
  • Luis, ¿me dices que no has usado ni una sola vez la tarjeta?
  • Así se lo he dicho y así es, señor.
  • Dios te bendiga. Nuevamente me has salvado la vida, Luis. Si hace años me salvaste la vida de aquellos dos matones, ahora has evitado que yo me la quite.
  • ¿Qué dice usted, señor? ¿Qué dice de quitarse la vida?
  • La cosa es muy complicada y no quiero llenarte la cabeza con historias que a ti ni te van ni te vienen, sólo me reitero en lo que ya te he dicho, que nuevamente me has salvado la vida. Y que nuevamente estoy en deuda contigo. Y que sepas que no te cuento nada porque muy pronto, un asunto sobre el uso de tarjetas, como la que yo te di en su día, va a inundar las portadas de todos los periódicos. Y por favor, Luis, no me preguntes nada sobre este asunto tan asqueroso. Y te repito, nuevamente estoy en deuda contigo.
  • No diga usted eso. Usted no me debe nada; al contrario. Todo lo que tengo hoy se lo debo a usted, por lo que le estaré agradecido de por vida. Y si no utilicé la tarjeta fue porque mi Carmela, que tiene más vista que un lince, intuyó desde un primer momento que detrás de esa tarjeta de color oro se escondía algo turbio. Y por lo que veo, creo que no se equivocó. Y no, no quiero saber nada sobre el asunto.
  • Luis, qué honrado sois. Qué pena que los que estamos arriba no seamos como vosotros. Gracias, Luis; mil gracias.
  • Por favor, señor, tampoco es para tanto; también tenemos nuestras cositas.
  • Jajajaja, eres la hostia, Luis. Y ahora, antes que me des la tarjeta, ¿te parece si nos tomamos unos vinos y unas raciones?, que tu Carmen debe de estar ya nerviosa. Y pago yo.



Quizás, ese señor misterioso, al que en ningún momento Luis y Carmen le preguntaron por su nombre, fuese el único, de entre los más de ochenta “afortunados” que en su día recibieron una tarjeta de las llamadas “opacas”, que la devolvió sin haber hecho uso de ella, siendo conocido desde entonces en los círculos más cercanos de las altas esferas como el “honorable señor”, quien, agradecido con el matrimonio pueblerino, les hizo llegar otro sobre con la misma cantidad que ya les dio en su día. De donde salieron los sobres, quizás nunca salga en los periódicos, pero lo que si es verdad es que el negocio de Luis y Carmen, al poco tiempo de ser recibido el segundo de los sobres, se vio agrandado.
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