Desde
que leí la prensa ayer tarde, no consigo sacar de mi pensamiento la
expresión “anti esfamódica”. Y vosotros diréis, ¿qué
significa esa expresión? ¿Realmente describe o narra algo en
concreto? Pues no. Ni literal, ni lingüística ni metafóricamente
la expresión “anti esfamódica” significa algo. Si nos remitimos
al diccionario de la Real Academia de la Lengua, mientras que nos
encontramos que el término “anti”, utilizado bien como prefijo o
bien como adjetivo, significa “opuesto” o “contrario”, el
término “esfamódica” no existe, no tiene ningún significado.
Entonces,
¿a qué viene que de mi mente no desapareciera esa expresión? Pues
lo explico. Aunque dicha expresión no tiene ninguna base
lingüística, sí que tiene un fundamento histórico, y a los
hechos, históricos, me remito. Existía una señora que, al igual
que todas sus hermanas y primas hermanas, alcanzó a ser nonagenaria,
teniendo como una de sus muchas virtudes, que dicho sea de paso, eran
muchas, la de ser una gran amante de la lectura y sobre todo de la
poesía, arte éste, el de la poesía, que en alguna que en otra
ocasión flirteó con ella, o para ser más exacto, ella fue la que
flirteó con los versos y la métrica. Pues bien, esta buena señora,
con la que me unía lazos familiares, ya que me casé con una de sus
nietas, era la que utilizaba muy a menuda, y cuando venía a cuento,
la expresión “anti esfamódica”. Os puedo decir que desde que
oí a la abuela nonagenaria utilizar por primera vez la expresión
“anti esfamódica”, observé que, aunque sin base lingüística,
sí que tenía una base lógica y sobre todo, comunicativa, ya que
todos los receptores de su mensaje, la entendimos perfectamente. En
este sentido, después de aquella primera ocasión, y en posteriores
ocasiones, cuando ella utilizaba la tan cacareada expresión, todos
los oyentes sabíamos que se refería a comidas que se salían de lo
tradicional, de lo que ella, en la época de escasez y miseria en la
que tocó vivir, estaba acostumbrada a comer. Por ello, toda comida
que se apartase de su puchero, su berza, sus patatas con huevos, sus
coliflores refritas, sus migas o su espoleá, eran “anti
esfamódica”, expresión ésta que nunca olvidaré y que regresó a
mi pensamiento tras leer ayer tarde la prensa en internet, y
concretamente tras leer la noticia de última hora sobre la concesión
de las nuevas estrellas Michelín a los restaurantes que así se lo
han merecido.
Y me
acordé de la expresión de la abuela nonagenaria porque yo, al igual
que ella, no soy partidario de la comida “anti esfamódica”, o
sea, no soy partidario de la cocina de fusión, minimalista, dinámica
y en la que los sentidos juegan un papel fundamental.
Y digo
todo esto porque en la concesión de las estrellas Michelín de 2014,
se le otorgó una segunda estrella al restaurante “A poniente” de
El Puerto de Santa María, cuyo chef, conocido como el chef del mar,
es Ángel León. Pues bien, digo esto porque este pasado verano tuve
la suerte de acompañar a un amigo que, agradecido por el agasajo que
le brindé en mi tierra tras cinco años sin vernos, se encaprichó
en invitarnos al demandado restaurante portuense. Y digo lo de
demandado porque para conseguir mesa, sé que incluso tuvo que
emplear sus dotes seductoras, las cuales dieron su fruto.
Y qué
quiere que os diga. Cada vez que pienso en aquella comida en “A
poniente”, sin quitarle méritos al buen hacer del chef del mar,
con sus algas, plancton y mújeles, tengo que decir que soy más de
cuchara. Yo eché en falta en aquel coqueto y reducido salón, mi
cuchara repleta de garbanzos y salsa espesa, mi cuchillo
resquebrajando un buen chuletón de buey, mis dedos bañándose en el
néctar de las cabeza de cualquier marisco.
Dicho
queda: soy de cocina tradicional y aunque respeto (de
gustibus non est disputandum),
huyo de la comida “anti esfamódica”.