Me cuenta un amigo de allende los Pirineos, concretamente de la ciudad de Ginebra, en Suiza, que cierto día, con ocasión de unas mini vacaciones en tierras españolas, concretamente en la provincia de Málaga, y harto ya de playas y de mega construcciones turísticas, contactó con un grupo de senderistas de la zona costera, concretamente de la localidad de San Pedro de Alcántara, con el solo propósito de conocer in situ la serranía de Ronda, que dicho sea de paso, era la que se le asemejaba un poco a su tierra natal.
Entre comentarios, risas y alguna que otra cerveza, le propusieron a este amigo mío, que se uniera a la ruta que pensaban hacer, que por una razón u otra nunca habían hecho, y que no era otra que el ascenso al alto del Torrecilla, de aproximadamente unos 2000 metros (exactamente 1919). Como se dice por estas tierras, mi amigo el suizo “vio el cielo abierto”; le encantó la idea de abandonar la zona de playa y de bullicio turístico “costasolense” (y eso que discurrían los primeros días de febrero) y adentrarse en esa orografía que le era más familiar.
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Dicho y hecho. Dos días después de haberse comprometido con el grupo senderista, y uno antes de su vuelo desde Málaga hasta el Geneva Cointrin International Airport, partían por la carretera de Ronda, hasta llegar a la zona de los Quejigales, lugar éste donde dejaron los dos vehículos que llevaban. Eran las ocho y media de la mañana. Quedaban unos dieciséis kilómetros de ascensión.
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Preparados los ocho senderistas para comenzar su jornada, a la espera que llegase el guía lugareño, de apodo “Tenzing Norgay”, que sería el que los conduciría a la cima. O por lo menos eso era lo que pretendían.
Nada más llegar el tal Tenzing, con cara de pocos amigos, se dirigió al jefe del grupo, de nombre Edmundo Hilario Junior, y le dijo textualmente: “hoy no es el día más apropiado para subir; la morita está colando”.
- ¿Cómo?, ¿qué dices, hombre? ¿Qué es eso de que la “morita está colando”? –le contestó Edmundo-.
- ¿Ves que la cima del pico está cubierta de una boina de nubes, como si fuera un sombrero?, pues eso es que “la morita está colando”; y cuando eso ocurre, tenemos temporal. Además, con el frío que hace, no me extraña que nieve allí arriba. Hoy no es el día para subir.
- Pero Tenzing, si la única nube que hay es la que cubre la cima; el día está buenísimo.
- Lo que yo te diga, Edmundo; hoy no es el día.
La cara de mi amigo el suizo (según me comentó él mismo) era un poema, no pudiéndose reprimir el entablar conversación con el tal Tenzing.
- Perdone usted que me entremeta, señor, pero me da risa lo que está diciendo. He subido casi todas las cimas de los Alpes, y en casi todas, desde el campamento base, he observado como “la morita estaba colando”, que a decir verdad, no sé que carajo (perdón) significa eso.
- Pues mire usted, señor –le contestó Tenzing-, usted habrá subido a las principales cimas de los Alpes, pero esta zona no la conoce usted; y si yo digo que la morita está colando, es que es así; y yo no me comprometo a subir en estas condiciones.
Tras alguna que otra palabra más alta que otra, miradas desafiantes y algunas que otras expresiones que no ayudaban al entendimiento, el jefe del grupo, Edmundo Hilario, decidió que volvían a San Pedro.
Pero cuál fue la sorpresa cuando mi amigo el suizo, no creyéndose lo que estaba sucediendo, decidió subir el Torrecilla.
- Haced lo que queráis –dijo-, pero yo subo; con morita o sin morita, yo subo.
Y así fue. Sin esperar respuesta alguna, y mucho menos del guía, comenzó la ascensión, desoyendo los consejos a voces de los miembros del grupo, los cuales se fueron apagando al tiempo que él se perdía entre pinos piñoneros y rosales silvestres.
Muy pronto, mi amigo, el suizo, sólo oía sus pasos, su resuello al respirar (a causa de los dos paquetes de Marlboro que se fumaba todos los días) y algún que otro trinar de los pequeños pajarillos que revoloteaban entre copa y copa de los árboles.
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Paso tras paso, y en las inmediaciones de la ascensión, rodeados de pinsapos, mi amigo, el suizo, comenzó a acordarse de Tenzing el guía. Una espesa niebla y un frío intenso se cerró sobre él, no pudiendo ver más allá de cinco o seis metros. De pronto, y sin esperarlo, se vio corriendo sin saber a dónde, delante de una manada de cabras montesas, que huyendo seguramente del brusco cambio climatológico, irían buscando un refugio sin siquiera advertir que un humano (mi amigo, el suizo) les precedía. Tras cambiar su rumbo las cabras, mi amigo quedó paralizado sin saber si había subido, bajado o desplazado a un lado o a otro del sendero que llevaba. Se vio perdido y abatido, por lo que, sin pensárselo dos veces comenzó un descenso sin saber a dónde iba, y mucho menos sin saber si estaba deshaciendo el camino que había hecho.
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Como ya predijo Tenzing, comenzaron a caer los primeros copos de nieve; primero tenuemente, para, en pocos minutos, comenzar a caer unos copos que eran más comunes de la zona del Mont Blanc que de estas latitudes.
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Mi amigo siguió andando; sin saber a dónde, pero andando. Así hasta que, sin darse cuenta alguna, se vio como volteaba por los suelos tras pisar en falso, rodando por un pequeño terraplén cubierto por zarzas y rosales, hasta que pudo detener su cuerpo en las gélidas aguas de un pequeño arroyo. Nuevamente volvió a acordarse de Tenzing.
Todo mojado, aterido de frío y con la rodilla derecha dislocada tras golpearse fuertemente en su caída por el terraplén, mi amigo el suizo se sintió por primera vez perdido en aquella montaña, y todo ello por desoír los consejos de un lugareño, del sherpa de Torrox.
Por fin, tras varias horas de búsqueda, al filo de la medianoche, fue el mismo Tenzing, en compañía de Edmundo, el que encontró a mi amigo suizo, totalmente inmovilizado, en posición fetal y apoyando su espalda en un quejigo.
Domingo