viernes, 4 de noviembre de 2011
BORNOS EN LA HISTORIA (IV)
¿Existió en realidad el rey Arturo? Aunque no haya en la actualidad datos los suficientemente fehacientes que nos aseguren la existencia del mítico rey britano, los diversos estudios que hablan sobre él lo sitúan a principios del siglo VI.
Alrededor de él emergen historias como la de los Caballeros de la Tabla Redonda, la de su joven y bella esposa Ginebra, la de su fiel caballero Lancelot (que según las malas lenguas le regaló en compañía de la bella Ginebra un hermoso gorro de vikingo), la del mago Merlín y la de su hermana Morgana (hechicera adiestrada por el mismísimo mago), o la de la espada Excalibur.
Centrándonos en la famosa Tabla, a día de hoy, ningún historiador o estudioso del tema, ha sabido explicar el porqué de la decisión real de reunir a todos sus caballeros alrededor de una mesa redonda.
Según la leyenda, y antes que el mítico rey tomara la decisión de reunir a todos sus caballeros entorno a una mesa, los mandó a que visitasen todas las cortes europeas, por muy pequeñas que éstas fuesen, y anotasen cualquier detalle que viesen, para que una vez informado, fuese el mismo rey el que tomase la decisión de aplicarlo en sus dominios, y siempre en busca de un mejor gobierno de sus posesiones.
Pues bien, uno de sus caballeros, después de entrar por los Pirineos en la Península Ibérica, atravesándola de norte a sur, vino a caer precisamente en la falda del monte Calvario, lugar éste que por entonces, estaba ocupado por una amalgama de pueblos que estaban condenados a entenderse si querían pervivir en la zona.
Allí convivían los descendientes de la civilización que allá por el siglo IV a.C. formaban la cultura del “Bujerilius”, y que tras nueve siglos habían sabido aislarse lo suficiente para no ser engullidos por el expansivo imperio romano; junto a ellos, y con su carácter altanero y soberbio, propio de todo pueblo que durante siglos se considera como de una raza superior, convivían los romanos que pudieron escapar de la masacre que llevaron a cabo en Carissa Aurelia los vándalos del norte. Con bujerilianos y romanos, habitaban la zona, unos pocos vándalos que tras su paso fulgurante y devastador por las tierras de Carija y Borniche, decidieron quedarse con el fin de disfrutar de la belleza y riqueza de estas tierras, no siguiendo el camino hacia el norte de África como lo hicieron el grueso de sus hermanos de cultura. Por último, habitaban la zona, un grupo que formaban las primeras avanzadillas del pueblo visigodo.
Esta era la realidad que a principio del siglo VI se vivía, no ya en la zona del Bujerillo ni en la de Carissa, sino en la que a día de hoy está levantado nuestro pueblo.
Tanta diversidad de culturas y costumbres estaban condenados al entendimiento si querían subsistir. Y fue entonces cuando, tras muchas conversaciones y discusiones, decidieron formar un gobierno común, el cual estaría formado por cuatro miembros de cada pueblo, y que se reunirían todas las tardes tras la primera comida en un lugar que construyeron para ello en el centro del asentamiento, exactamente en lo que hoy día está localizado el Palacio de los Ribera.
Para esas reuniones diarias, construyeron un pequeño estanque circular de unos tres metros de diámetro, en torno al cual dispusieron varios asientos de mampostería con respaldar, todo ello cubierto por un entramado de enredaderas y hojas de palmeras, y donde los dieciséis representantes, en posición semi tendido (o semi sentado, según se quiera ver), discutían las acciones a tomar para el buen gobierno de la población.
Guillermo de Essex, que así se llamaba el caballero enviado por el rey Arturo, quedó prendado, no sólo con la forma tan peculiar que constituía el lugar de reunión, sino con los resultados tan positivos que salían de esas reuniones para el gobierno del pueblo. Fue por ello por lo que, tras despedirse como buen caballero, partió de vuelta para su corte, donde informó a su rey de todo lo visto. El rey Arturo, emulando al Merenderibus, que así llamaban al lugar de reunión de nuestros antecesores, ideó entonces la famosa Tabla Redonda.
Contaba el tal Guillermo de Essex, que le llamó mucho la atención el hecho de que, las mujeres, cuando tenían que trasladarse de un extremo a otro del asentamiento, le hacían un amplio rodeo al Merenderibus, con el fin de no ser objeto de las miradas y comentarios de los representantes populares allí reunidos.
Domingo
BORNOS EN LA HISTORIA (III)
De todos y todas es sabido, la consideración que el enclave de Carissa Aurelia tuvo durante la ocupación romana de la Península Ibérica. Asentamiento humano mucho antes de que llegasen los romanos (se cree que desde el neolítico inferior o el calcolítico), supieron elegir para su estancia por esta zona, uno de los lugares con mejores vistas que pudiesen encontrar.
Los romanos, amén de grandes estrategas, eran amantes de la belleza, del buen vivir, del goce extremo y del buen comer, no pudiendo elegir mejor emplazamiento donde dar rienda suelta al placer de los sentidos.
Hoy, trasladándome mentalmente a aquella época, me imagino a esos señores romanos, envueltos en túnicas blancas con adornos ribeteados áureos, recostados sobre mullidos cojines en alargadas asientos, y deleitándose con las paradisiacas vistas que le ofrecía el serpenteo del río Guadalete.
Allí, en sus terrazas recubiertas por frondosas parras de donde manaban grandes racimos de uva al alcance de sus manos, y acompañados por plateados fruteros repletos de brevas, higos fafaríes, chumbos y damascos, se tramó la caída del gran Julio César.
Lo que empezó con una nimia imposición por parte de Julio César, al ordenar, en honor de su madre, el cognomen de la ciudad, Aurelia, vino a suponer el fin de su vida. Haciendo un inciso, hay que apuntar de que la decisión de César de darle el mencionado nombre a la ciudad en honor de su madre, fue debido a que con anterioridad a su orden, ya había desempeñado los cargos de cuestor, primero, y procónsul, después, en la provincia romana de Hispania, conociendo de sobra las excelencias del enclave de Carissa.
Durante varios años, antes de la imposición cesariana de llamar a la ciudad Carissa Aurelia, ésta había sido bautizada como Carissa Paradisia, por la semejanza con el paraíso que desde sus amplias terrazas se podía observar.
De nada sirvieron las prebendas que desde Roma se le concedieron a la ciudad, como el derecho a poder acuñar moneda propia, o la consideración jurídica que se le otorgó (contaba entre las veintisiete ciudades que a finales del siglo I a. de C. poseían el ius latii) y que hacían de la antigua Carissa Paradisia una de las ciudades romanas más reconocidas en la península.
Pero los días de Julio César estaban contados.
Fue en una de sus terrazas donde, después de deleitarse opíparamente con copiosas bandejas de chorizo, morcilla, tocino y aceitunas partidas, se urdió, en venganza a la decisión de cambiar el nombre de la ciudad, el asesinato del que tan exitosas campañas encabezó con las legiones romanas.
Al gobierno de la ciudad de Carissa Aurelia sólo le bastó ofrecer a los asesinos, Bruto y Casio, una casa con amplia terraza y vistas al valle del Guadalete, para que acabasen con la vida del que se había hecho nombrar, cónsul y dictador perpetuo.
Aunque consiguieron acabar con la vida de Julio César, no se tiene constancia de que los asesinos volviesen para ocupar las prometidas casas con terraza, ya que su asesinato fue la causa del comienzo de la Guerra Civil en Roma, en la que los seguidores de César vencieron a las tropas encabezadas por los asesinos Bruto y Casio.
Domingo
Los romanos, amén de grandes estrategas, eran amantes de la belleza, del buen vivir, del goce extremo y del buen comer, no pudiendo elegir mejor emplazamiento donde dar rienda suelta al placer de los sentidos.
Hoy, trasladándome mentalmente a aquella época, me imagino a esos señores romanos, envueltos en túnicas blancas con adornos ribeteados áureos, recostados sobre mullidos cojines en alargadas asientos, y deleitándose con las paradisiacas vistas que le ofrecía el serpenteo del río Guadalete.
Allí, en sus terrazas recubiertas por frondosas parras de donde manaban grandes racimos de uva al alcance de sus manos, y acompañados por plateados fruteros repletos de brevas, higos fafaríes, chumbos y damascos, se tramó la caída del gran Julio César.
Lo que empezó con una nimia imposición por parte de Julio César, al ordenar, en honor de su madre, el cognomen de la ciudad, Aurelia, vino a suponer el fin de su vida. Haciendo un inciso, hay que apuntar de que la decisión de César de darle el mencionado nombre a la ciudad en honor de su madre, fue debido a que con anterioridad a su orden, ya había desempeñado los cargos de cuestor, primero, y procónsul, después, en la provincia romana de Hispania, conociendo de sobra las excelencias del enclave de Carissa.
Durante varios años, antes de la imposición cesariana de llamar a la ciudad Carissa Aurelia, ésta había sido bautizada como Carissa Paradisia, por la semejanza con el paraíso que desde sus amplias terrazas se podía observar.
De nada sirvieron las prebendas que desde Roma se le concedieron a la ciudad, como el derecho a poder acuñar moneda propia, o la consideración jurídica que se le otorgó (contaba entre las veintisiete ciudades que a finales del siglo I a. de C. poseían el ius latii) y que hacían de la antigua Carissa Paradisia una de las ciudades romanas más reconocidas en la península.
Pero los días de Julio César estaban contados.
Fue en una de sus terrazas donde, después de deleitarse opíparamente con copiosas bandejas de chorizo, morcilla, tocino y aceitunas partidas, se urdió, en venganza a la decisión de cambiar el nombre de la ciudad, el asesinato del que tan exitosas campañas encabezó con las legiones romanas.
Al gobierno de la ciudad de Carissa Aurelia sólo le bastó ofrecer a los asesinos, Bruto y Casio, una casa con amplia terraza y vistas al valle del Guadalete, para que acabasen con la vida del que se había hecho nombrar, cónsul y dictador perpetuo.
Aunque consiguieron acabar con la vida de Julio César, no se tiene constancia de que los asesinos volviesen para ocupar las prometidas casas con terraza, ya que su asesinato fue la causa del comienzo de la Guerra Civil en Roma, en la que los seguidores de César vencieron a las tropas encabezadas por los asesinos Bruto y Casio.
Domingo
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