Quinto
día de encierro “descoronavizante”; y ya que hablamos de
encierro y utilizando un símil taurino (porque a mí me gustan los
toros, sobre todo el momento ese del puro que me trae mi amigo
Juanito el Canario y que nos fumamos en plena corrida), esperemos que
se cumpla aquello de “no hay quinto malo” y a partir de hoy
comencemos a ver la luz nuevamente. Difícil, muy difícil que así
sea, ya que la realidad que estamos viviendo no se arregla de hoy
para mañana. Pero hay que tener esperanza; hay que tener fe en la
ciencia, en los científicos, y cuando llegue la primavera a nuestras
vidas nuevamente, que va a llegar, fe en los humanos, que este ha
sido un toque de atención que nos ha dado ….....................
¿Quién nos ha dado este toque? ¿Dios?, ¿Lucifer?, ¿La vida?, ¿La
naturaleza?, ¿Los humanos, esos que yo pedía en los que tener fe
cuando llegase nuevamente la primavera?
Mejor
sigo hablando de mi parisina.
…......“Pide
plata”, repitió un par de veces, al tiempo que no dejaba de mover
su chequera delante de mi cara, dejándome todavía más descolocado.
Recuerdo que pasaron por mi cabeza mil cosas al mismo tiempo, pero me
centré en la que más me convenía. “Será un Cezanne, un Van Gogh
o un Renoir?, me dije. “De aquí saco yo tajada”.
“No,
no lo vendo”, le dije, “además, fue un capricho de mi mujer y he
pagado demasiado por él; no creo que usted pueda pagar tanto”.
“Vos, pedí, que verás como llegamos a trato”, contestó.
“Joder, joder, joder con el porteño este” pensé, “qué coño
habrá visto el tío este en el lienzo para estar dispuesto a pagar
lo que sea”. “Deja que me lo piense” le dije, y lo desplegué
como pude encima de mis piernas. Lo miré por un lado, lo miré por
el otro, lo miré de cerca, lo miré al lejos, dejándolo caer en el
mamparo del avión y retirándome lo máximo que podía....., y nada;
yo veía lo mismo que vi el día que lo compré; es decir, una
pintura como otra cualquiera; lo compré porque le gustó a mi mujer,
pero cuando yo fui al día siguiente a recoger el óleo con los
setecientos francos que saqué en una oficina parisina del Banco
Central Hispano, me dieron mil cuatrocientos dolores de barriga.
Volví a sentarme, me acerqué lo máximo que pude a la firma y solo
vi un garabato, un garabato donde ni ponía Cezanne, ni Van Gogh, ni
Renoir, ni ningún nombre de otro pintor francés que yo conociera.
¿Entonces qué coño ha visto el gordinflón este en el oleo?, pensé
hecho un basilisco.
Recuerdo
que me dormí y pocos minutos antes de tomar tierra el avión en
Madrid, me despertó un pequeño tirón en el brazo. Era el
argentino.
Seguiremos
mañana con el relato.
Y
no olvidar eso de “seguir en casa”. Ya queda menos.