Sus cuatro paredes le asfixiaban, en su calle no se encontraba, en su ciudad se atormentaba, en su país y en el de al lado, porque en los dos tenía las mismas o casi las mismas sensaciones, llegó un momento en que no se identificaba.
Ahora
estoy con “Hallelujah”.
Y fue
por todo eso por lo que decidió abrirse, buscarse, encontrarse;
aunque fuera tropezarse con su yo. Buscó en nuevas latitudes, en
nuevos mares hasta ahora desconocidos para él, pero que siempre
estuvieron en sus sueños; y en sus despertares; y en sus
atardeceres. Bailó con la más fea, con la bien parecida y hasta con
la más guapa. Le encantaba bailar, bailar y bailar, llegando a
bailar, como a todos nos hubiera gustado, hasta el fin del amor. Y
fue así, bailando y bailando, como llegó hasta las nítidas aguas
de la diminuta isla de Hydra. Fue en esa diminuta isla helena, a
pocos kilómetros de las llanuras en las que se adiestraban allá por
el V a.C. los valerosos espartanos, donde, entre actuación y
actuación en las tabernas de la isla, comenzó a respirar, a
encontrarse; fue donde comenzó a susurrar con su voz cavernosa, fue
donde encontró esas sensaciones que había echado en falta y que él
necesitaba; y fue donde encontró a esa musa que todo artista busca
para que comparta sus desayunos, sus comidas y hasta sus versos.
Y pasó
su periodo de Hydra y fue cuando nuestro trovador de voz profunda y
arrulladora experimenta una explosión continua que ha perdurado
hasta este fatídico once del once.
Escribió
al futuro, al amor, al desamor, a la entrega y al sentirse subyugado
a su obsesión. Escribió y vivió lo que quiso y como quiso, y
sobre todo, ha sabido dejar un legado que pervivirá, al igual que
pervive el de su admirado Federico, por los siglos de los siglos.
Hoy,
bailando un vals vienés, o recordando el té con trocitos de naranja
que le sirvió su amiga Suzanne en Montreal, o evocando la
resistencia francesa del partisano ante las tropas nazis de
ocupación, el maestro estará sentado cara a cara junto a su
Marianne.
Siempre
estarás.