A
pesar de haber nacido el mismo día y haber compartido el mismo
vientre durante algo más de nueve meses, Raquel y Cristina eran muy
diferentes la una de la otra, todo motivado porque la vida, durante
casi treinta y nueve años que tenían, no se habían comportado
igual con ellas.
Las
dos eran bellas, muy bellas, de llamar la atención, pero mientras
que Raquel era altiva, engreída, soberbia y dueña y señora en todo
momento de la verdad, su verdad, Cristina era tímida, humilde,
sencilla y con unos ojos, que, aunque bellos como los de su hermana,
más bellos aun, estaban revestidos de un halo de tristeza que,
aunque la hacían una mujer enigmática y seductora sin pretenderlo,
eran el producto de los incontables momentos de llantos que tuvo que
sufrir desde su temprana adolescencia.
De
familia adinerada, habían nacido y crecido en una de las casas más
señoriales del pueblo de Bornos, no habiendo tenido que sufrir en
ningún momento los calamitosos racionamientos que asolaron la España
de los cuarenta y cincuenta.
Mientras
Raquel se casó con un rico terrateniente de la campiña jerezana,
afín al régimen de Franco, Cristina se tuvo que casar a los
diecinueve años, con un humilde trabajador de su padre, que apareció
muerto en extrañas circunstancias, una semana después de su boda,
siendo la primera de las muertes que la infeliz Cristina sufriría en
muy poco tiempo. Cinco meses después de la muerte de su marido,
Cristina vio como su hija, producto de la violación de dos gitanos
de Coripe, que un día también aparecieron muertos, causa por la que
tuvo que casarse con Ricardo, con el fin de no mancillar el apellido
familiar, nació muerta.
Nunca
levantó cabeza, acentuando su pésimo estado de ánimo, al borde de
la depresión, el trato vejatorio que sufría por parte de todos los
miembros de su familia, incluyendo a sus padres.
El
final de Cristina fue entrar a trabajar como cocinera en la lujosa
casa de su hermana, soportando de ella, día sí y día también, las
humillaciones que no recibían ni los perros de caza que tenía su
adinerado marido, Luís.
El
embarazo de Cristina, aunque no le dio el fruto que ella esperaba, lo
que sí le dio fue una lozanía, una madurez y unas curvas que nunca
consiguió su hermana Raquel. Ésta, a pesar de lucir los trajes más
caros y elegantes en todo el pueblo de Bornos, nunca pudo rivalizar
en belleza con su hermana; y cada año que pasaba, la distancia en
hermosura era cada vez mayor.
El
no conseguir quedar embarazada, hizo que el carácter de Raquel se
agriase día a día, llegando a tal estado en el que, el único
momento en el que dejaba a un lado su soberbia y su acritud a todo lo
que se moviese a su alrededor, era cuando llegaba su marido y lo
llevaba directo al dormitorio.
-
Luís, déjate de rodeos. Vamos al grano. Fornícame, fóllame y te
corres dentro de mí todas las veces que puedas. No busques que yo
disfrute. Eso no me importa ahora. No me hace falta. Lo único que
quiero es que me dejes embarazada.
-
Pero Raquel, no somos animales. Disfrutemos de nuestra unión.
Gocemos de nuestras relaciones. Yo te quiero y lo único que deseo es
que tú seas feliz cada vez que lo hacemos. Hazme caso, no te
obsesiones con el embarazo; verás como el amor da su fruto.
-
Déjate de cursiladas. Préñame como hacen los hombres, los
verdaderos hombres. Entra en mí. Inunda mis entrañas con tu
líquido.
-
Por favor, Raquel, no digas esas cosas. Me quitas todas las ganas.
-
¿Ganas? Ni tú eres hombre ni nada que se le parezca. Hombres eran
los que preñaron a la imbécil de mi hermana. Esos sí que fueron
hombres. Ojalá me pasara a mí lo mismo. Ahí sí que disfrutaría
yo. Te lo advierto, como no me dejes preñá antes de Semana Santa,
me busco la vida.
-
Estás loca, Raquel. ¿Sabes lo que estás diciendo? ¿Lo sabes?
-
Pues claro que lo sé. Tengo que demostrarle a mi hermana que soy
superior a ella en todo. Y si ella se quedó preñá, yo también me
tengo que quedar. Ya te lo he advertido, hasta Semana Santa te doy.
Dos meses te quedan, dos meses, ¿te enteras?
-
Estás loca, estás enferma. Y no grites más, que todo el mundo se
va a enterar.
-
Yo grito lo que me da la gana, y tú no eres nadie para decirme lo
que tengo que hacer, que todo se te va en decir que si la tienes muy
grande, que si se te pone muy dura, pero por dentro, por dentro estás
vacío. Por dentro tienes leche aguá.
-
Raquel, no vuelvas a decirme eso. La próxima vez que me lo digas, te
llevo a casa de tus padres y allí te quedas para el resto de tus
días.
-
¿A casa de mis padres?, tú no eres lo suficiente hombre para
ponerme un dedo encima.
Eran
discusiones que se repetían día tras día, desde hacía ya algo más
de un par de años. Luís estaba desencantado con su matrimonio,
teniendo relaciones con su mujer como con un objeto inanimado se
tratase. El amor y el deseo habían desaparecido en la pareja.
Por
su parte, Cristina, sabedora del tipo de relación existente en el
matrimonio, se perdía noche tras noche en la soledad de sus sábanas.
Testigo de las escandalosas broncas, sobre todo por parte de su
hermana, llegó un momento en el que se apiadaba de su cuñado Luís,
y máxime cuando sólo recibía de él, atenciones y sonrisas. Tan
educadamente se comportaba con ella que los únicos momentos de paz
que encontraba en su vida desde que entró a trabajar como cocinera,
ahora hace ya unos quince años, eran esos en los que
circunstancialmente, se quedaba a solas con él.
Aprovechando
la ausencia del matrimonio, debido a un largo viaje que tenían
pensado hacer desde hacía ya un par de años y que habían ido
aplazando por la ausencia de deseos y ganas por parte de Luís, y
debido a las fuertes calores de finales de julio, Cristina se dedicó
a pasear completamente desnuda por la enorme casa de su hermana. Se
aficionó a tocar y oler los trajes y camisa de su cuñado, llegando
a sentir sensaciones desconocidas para ella. Las calores que sentía
Cristina en esos días, eran provocadas por algo más que las
tórridas temperaturas del verano bornicho.
Una
noche, la víspera de Santa Ana, después de cenar un vaso de
gazpacho y una tortilla, se sentó en el jardín de la casa, en el
balancín de su cuñado, completamente desnuda. A oscuras, con las
piernas encogidas y entreabiertas, tapando sus hermosos pechos con
sus manos de las miradas que pudieran proceder de alguna lechuza o
mochuelo, fijó su mirada en la Osa Mayor, en el Carro, que era como
se le conocía en el pueblo a la constelación, comenzando a imaginar
que cabalgaba a lomos de uno de los caballos y acompañada de su
cuñado Luís. Huían de su hermana. Ninguno de los dos estaban
dispuestos a soportar más los modales y desprecios de Raquel. Y se
alejaban cada vez más de ella, y cada vez más, hasta que la perdían
de vista. Y fue entonces cuando ella, Cristina, comenzó a conocer la
felicidad. Fue entonces cuando se reconoció a sí misma que se
sentía atraída por Luís.
Sin
darse cuenta y sin buscarlo intencionadamente, comenzó a mover
lentamente sus manos y notó como sus pezones se endurecían. Al mimo
tiempo que seguía cabalgando junto a Luís en los caballos de la Osa
Mayor, con su melena de negro azabache al viento, sus manos
aceleraban sus movimientos y oprimía con sus dedos índice y pulgar
sus erectos pezones. Su acaloramiento iba subiendo por segundo. El
vaivén de la mecedora, pronto se vio acompañado por un abrir y
cerrar de piernas que provocó el humedecimiento del periné.
Como
si tuviese un resorte, a oscuras, se levantó toda sudorosa. Cruzando
el salón sin apenas ver, subió la escalera de mármol toda
acelerada y entró en el dormitorio del matrimonio; prendió la luz y
se dirigió sin pensarlo al armario, cogiendo una bata de Luís. La
olió, la besó, la lamió y, tras quitar la colcha de la cama con
mosquitera, cubrió la amplia almohada con la bata, tumbándose y
restregándosela por todo su cuerpo. Nunca en su vida había
experimentado aquellas sensaciones. Había descubierto el placer. Fue
su primer orgasmo, jurándose que no sería el último.
El
viaje no había hecho sino empeorar aun más las ya deterioradas
relaciones entre Luís y Raquel. El distanciamiento entre la pareja
era cada día mayor, al tiempo que el comportamiento de Raquel hacia
su hermana, se hacía por momento casi insostenible para Cristina.
Ésta, tan solo era feliz cuando se acostaba y daba rienda suelta a
su imaginación, pensando en su cuñado y besando una y otra vez el
camafeo que él le había traído de su viaje, hace ya casi dos
meses, de París. Por supuesto que su hermana era desconocedora del
regalo que su marido le había traído. Ella seguía cabalgando junto
a él, con cabellos al viento, y creyendo cada vez más que faltaba
muy poco para que sus explosiones de placer que revivía noche tras
noche, a solas, tendrían a Luís como único protagonista activo.
Imaginaba una y otra vez cómo entraba en ella y provocaba los
mayores placeres nunca conocidos por su cuerpo.
El
sábado 26 de septiembre, día de San Cosme y San Damián, día
grande de la feria de Bornos, y en el que se celebraba la tradicional
comida de “ricachones”, según decían en el pueblo, iba a
significar un antes y un después en la vida de Cristina.
Sobre
las dos de la tarde, minuto arriba minuto abajo, y tras una madrugada
con llovizna, el coche de caballo de don Luís, llegaba a la puerta
de la casa para recoger a doña Raquel, quien se despidió de su
hermana de forma altiva con un “espero que toda la casa esté en
orden cuando volvamos. Lo más seguro es que vengamos acompañados de
gente muy importante. Y te tengo dicho que no te pongas más esos
vestidos con el escote tan descarado”.
Raquel,
tras recoger en el coche de caballo a la señora del gobernador civil
y a la del gobernador militar, paseó por todo el pueblo, hasta
llegar al real de la feria, su altanería y parte de la belleza que
tuvo. A pesar de embadurnarse en las cremas y potingues más caros
traídos de París, no conseguía mostrar aquella belleza que le
distinguía no hacía muchos años, y mucho menos la que mostraba su
hermana.
Una
vez en la caseta, se reunieron con sus maridos que llegaron a
caballo.
Entre
copas, bailes y risas, Luís decidió montar, con el consentimiento
de su dueño, el maravilloso ejemplar que había traído el
Gobernador Militar, un semental que fue el centro de atención de
todos los amantes de los caballos. Dio varias vueltas por la feria y
decidió acercarse hasta su casa.
Nada
más entrar, se encontró sentada en la cocina, a Cristina llorando.
Se miraron, y sin mediar palabra, acercándose raudos, se abrazaron y
comenzaron a besarse libidinosamente. Los gemidos de placer ahogaron
las señales horarias que marcaron el reloj de pared colocado en el
salón. Dieron las cinco de la tarde. El descarado escote de Cristina
fue blanco del apasionado Luís. Mientras besaba y mordisqueaba los
todavía turgentes senos, con sus manos iba desabotonando la espalda
de Cristina, jalando hacia delante de las hombreras y dejándola en
bragas. Sus redondos pechos quedaron al aire por completo, siendo
oprimidos por las grandes manos de Luís. Fue entonces cuando,
tendiéndola sobre la mesa, comenzó a besarle los pechos, el
vientre, el bajo vientre, hasta, después de quitarle las bragas,
llegar suavemente hasta su entrepiernas y saborear el rico humedal
que tanto había deseado. Cuando ella estaba a punto de perderse en
el mundo de los placeres, Luís se bajó los pantalones hasta los
tobillos y, entre los gemidos de placer de su cuñada, la penetró
salvajemente. Ella se contorsionaba una y otra vez, buscando todo lo
que había imaginado noche tras noche, llegando a un explosivo
orgasmo, con el que sintió que los cielos se abrían, los mares la
cubrían y la tierra la engullía. Nunca pudo imaginar que la vida le
deparara este momento.
Tras
llenar a Cristina y descansar encima de su cuerpo un par de minutos,
la cogió entre sus brazos y, escalera arriba, la llevó hasta su
cama. Una vez allí, la acarició como nunca había hecho con su
mujer. Besó cada milímetro de su piel, le susurró y le expresó
todo lo que sentía por ella. Los pezones de Cristina volvieron a
ponerse erectos y, sin esperarlo él, lo volteó y lo cabalgó como
en sus pensamientos con uno de los caballos de la Osa Mayor. Sin
dilación alguna, cogió sin ningún rubor el erecto pene de Luís y
acertó a introducírselo dentro, acompañándolo a continuación con
un rítmico movimiento que hizo que los dos llegasen al mismo tiempo
al orgasmo.
Con
un cariñoso beso en la mejilla y un “cuando termine la feria, todo
será diferente”, Luís salió de la casa y volvió junto a sus
invitados.