domingo, 1 de febrero de 2015

ACOSO


Los dos kilómetros y medios aproximadamente que separaban el instituto donde estudiaba, del número veintiséis de la calle Marqués de la Ensenada, que era donde vivía, suponían para él, dos veces al día, el mayor de los suplicios, sobretodo cuando regresaba a casa, a partir de las tres menos diez, cinco minutos después que tocase el timbre que señalaba el fin de las clases. El tenerse que enfrentar cinco veces a la semana a ese doble martirio, sin que lo percibiesen sus padres, ni sus profesores, ni siquiera su compañero pelirrojo de andanzas y de pupitre, iba mellando su autoestima a pasos agigantados. Sólo aquellos tres abyectos y despreciables personajes eran conocedores, por ser ellos los culpables, de la situación por la que estaba pasando; bueno, esos tres y las tres amiguitas que tenían, que, con sus silencios y sonrisas solapadas, era, quizás, lo que más le afectaba; y más aun cuando, desde hacía ya casi un par de años, estaba perdidamente enamorado de una de la tres, concretamente de la de los ojos achinados y carita de no haber roto ni un plato en su vida.
“Puto chino”, “amarillo de mierda” o “chinito mandarín”, éste último sin saber los calumniadores lo que realmente significaba, eran algunos de los insultos que le profesaban cuando, día tras día, corrían tras él.
Aun así, Alejandro, chaval de dieciséis años que fue adoptado en un orfanato de Beijing acabado de cumplir su primer año de vida por un matrimonio, funcionario de prisiones él y enfermera ella, llegado a su casa comenzaba a diario su etapa de “regeneración mental” que era como él la llamaba. Sin comentarle nada a sus padres, comenzaba a analizar minuciosamente a sus tres “ladrones de paz”, engordando a diario los dossieres que tenía de cada uno de ellos. Terminados sus estudios diarios, comenzaba la minuciosa labor, preguntando por la red a unos y a otros, siempre con la máxima discreción y sigilo por miedo a que llegase a los oídos de los macabros personajes, todo lo que pudiera ayudarle a saber más sobre ellos. Y esta tarea policial era la que lo mantenía vivo y le daba fuerzas en la mente y en las piernas para no caer en las garras de esos tres miserables valentones. Así, llego un momento, después de algo más de un curso escolar, que tenía más conocimientos sobre cada uno de ellos que el que tenían cada uno de los energúmenos sobre los otros dos, por muy amigos que fuesen. Y era precisamente esa faena la que le mantenía vivo, ya que sabía que mañana tendría que volver a escapar por piernas, después de entregarles el bocadillo de chorizo con mantequilla que cariñosamente le preparaba su padre y de tener que soportar la sarta de insultos a los que nunca llegaba a acostumbrarse.
Su plan de acabar con aquel martirio había comenzado cuando decidió, después de desistir de abandonar la cornisa de una novena planta, hacerles frente llevando él la iniciativa. Sabedor ya de todo lo que podía saber sobre ellos, había llegado el momento de poner en práctica su plan. Pero tenía dudas. No sabía si decidirse por provocar un enfrentamiento ente ellos, de mover hilos para que a su desgracia de ser perseguido se le uniesen otros compañeros, que comenzarían a vivir su calvario, o siendo más ambicioso, poner en práctica los dos “subplanes” como él le llamaba. Decidió llevar a cabo el doble plan. Era cruel por su parte el provocar que esos tres mamarrachos se cebasen con otros compañeros de instituto, pero si lo conseguía, además de ganar periodos de sol en su vida, podía cebarse en mover hilos para que se diese un enfrentamiento entre los matones.
Así, en menos de una semana, la obsesión de hacer mal por parte de los tres miserables ya no se centraba solo y exclusivamente en el pequinés, sino que encontraron nuevas “presas” para saciar su sed de maldades. Para conseguirlo, Alejandro tuvo que levantar ladinamente, falsos comentarios sobre los tres gilipollas por parte de los nuevos sufridores. Lo consiguió. Con daños colaterales centrados en el sufrimiento de los compañeros inocentes, hecho este que le costó mucho el asimilarlo, consiguió su objetivo. Era el precio, cómo él se decía una y otra vez, que tenía que pagar la sociedad para acabar con aquellos tres hijos de puta.
Ahora ya tenía más tiempo libre para ejecutar la parte principal del plan: el enfrentamiento entre los miembros del grupo de los miserables. Y digo que si lo consiguió. Para ello se valió, sin que lo percibieran los protagonistas, de su compañero de pupitre, el pelirrojo, que al igual que él era adoptado, aunque de origen checheno, de su amor platónico, Irina, nacida en España pero de madre vietnamita y de padre desconocido, y de uno de los integrantes del trío castigador, Roberto, el más espigado pero el más inocente de los tres. Sin darse cuenta, los tres protagonistas involuntarios fueron creando una trama de noticias falsas y confusas, urdidas sutilmente por Alejandro, que provocaron el malestar entre los tres maltratadores. Alejandro, conocedor a la perfección de la personalidad de cada uno de ellos, fue atacándolos donde más le dolía: uno de ellos era celoso, el otro se consideraba líder indiscutible, y el tercero, el más inocente y manejable, era un obseso del sexo y de la violencia. Si conseguía que cada uno de los miembros del grupo de los bellacos se molestase con los otros dos por hechos que atacasen contra sus egos, alcanzaría su objetivo. Y eso fue lo que ocurrió. Consiguió mediante un enjambre de mentiras, creíbles, que el celoso viera como su chica flirteaba con el obseso, que el cabecilla viese como los otros miembros se le subían a la chepa y que al inocente le llegasen a sus oídos que sus dos compañeros lo tildaban de blandengue amante del color morado.
El clima creado fue tan extraño que acabaron en los puños, teniendo dos de ellos que ser ingresados en el hospital por fracturas y magulladuras graves, motivos estos por lo que se personaron en el hospital agentes policiales. Tanto revuelo se creó en el instituto que fueron varios los alumnos y alumnas que confesaron que estaban siendo molestados e increpados por los tres bichos. Fue entonces cuando intervinieron profesores y padres para aclarar los hechos, dando como resultado final la detención de los tres mequetrefes violentos.
Muero el perro se acabó la rabia, comenzando una nueva vida en el centro escolar.

Ni profesores, ni padres, ni alumnos, ni policías, y muchos menos los tres bellacos, llegaron a saber que todo el esclarecimiento de los hechos fue obra de un chaval que en más de una ocasión estuvo tentado de saltar al vacío.
Powered By Blogger