Los
dos kilómetros y medios aproximadamente que separaban el instituto
donde estudiaba, del número veintiséis de la calle Marqués de la
Ensenada, que era donde vivía, suponían para él, dos veces al día,
el mayor de los suplicios, sobretodo cuando regresaba a casa, a
partir de las tres menos diez, cinco minutos después que tocase el
timbre que señalaba el fin de las clases. El tenerse que enfrentar
cinco veces a la semana a ese doble martirio, sin que lo percibiesen
sus padres, ni sus profesores, ni siquiera su compañero pelirrojo de
andanzas y de pupitre, iba mellando su autoestima a pasos
agigantados. Sólo aquellos tres abyectos y despreciables personajes
eran conocedores, por ser ellos los culpables, de la situación por
la que estaba pasando; bueno, esos tres y las tres amiguitas que
tenían, que, con sus silencios y sonrisas solapadas, era, quizás,
lo que más le afectaba; y más aun cuando, desde hacía ya casi un
par de años, estaba perdidamente enamorado de una de la tres,
concretamente de la de los ojos achinados y carita de no haber roto
ni un plato en su vida.
“Puto
chino”, “amarillo de mierda” o “chinito mandarín”, éste
último sin saber los calumniadores lo que realmente significaba,
eran algunos de los insultos que le profesaban cuando, día tras día,
corrían tras él.
Aun
así, Alejandro, chaval de dieciséis años que fue adoptado en un
orfanato de Beijing acabado de cumplir su primer año de vida por un
matrimonio, funcionario de prisiones él y enfermera ella, llegado a
su casa comenzaba a diario su etapa de “regeneración mental” que
era como él la llamaba. Sin comentarle nada a sus padres, comenzaba
a analizar minuciosamente a sus tres “ladrones de paz”,
engordando a diario los dossieres que tenía de cada uno de ellos.
Terminados sus estudios diarios, comenzaba la minuciosa labor,
preguntando por la red a unos y a otros, siempre con la máxima
discreción y sigilo por miedo a que llegase a los oídos de los
macabros personajes, todo lo que pudiera ayudarle a saber más sobre
ellos. Y esta tarea policial era la que lo mantenía vivo y le daba
fuerzas en la mente y en las piernas para no caer en las garras de
esos tres miserables valentones. Así, llego un momento, después de
algo más de un curso escolar, que tenía más conocimientos sobre
cada uno de ellos que el que tenían cada uno de los energúmenos
sobre los otros dos, por muy amigos que fuesen. Y era precisamente
esa faena la que le mantenía vivo, ya que sabía que mañana tendría
que volver a escapar por piernas, después de entregarles el
bocadillo de chorizo con mantequilla que cariñosamente le preparaba
su padre y de tener que soportar la sarta de insultos a los que nunca
llegaba a acostumbrarse.
Su
plan de acabar con aquel martirio había comenzado cuando decidió,
después de desistir de abandonar la cornisa de una novena planta,
hacerles frente llevando él la iniciativa. Sabedor ya de todo lo que
podía saber sobre ellos, había llegado el momento de poner en
práctica su plan. Pero tenía dudas. No sabía si decidirse por
provocar un enfrentamiento ente ellos, de mover hilos para que a su
desgracia de ser perseguido se le uniesen otros compañeros, que
comenzarían a vivir su calvario, o siendo más ambicioso, poner en
práctica los dos “subplanes” como él le llamaba. Decidió
llevar a cabo el doble plan. Era cruel por su parte el provocar que
esos tres mamarrachos se cebasen con otros compañeros de instituto,
pero si lo conseguía, además de ganar periodos de sol en su vida,
podía cebarse en mover hilos para que se diese un enfrentamiento
entre los matones.
Así,
en menos de una semana, la obsesión de hacer mal por parte de los
tres miserables ya no se centraba solo y exclusivamente en el
pequinés, sino que encontraron nuevas “presas” para saciar su
sed de maldades. Para conseguirlo, Alejandro tuvo que levantar
ladinamente, falsos comentarios sobre los tres gilipollas por parte
de los nuevos sufridores. Lo consiguió. Con daños colaterales
centrados en el sufrimiento de los compañeros inocentes, hecho este
que le costó mucho el asimilarlo, consiguió su objetivo. Era el
precio, cómo él se decía una y otra vez, que tenía que pagar la
sociedad para acabar con aquellos tres hijos de puta.
Ahora
ya tenía más tiempo libre para ejecutar la parte principal del
plan: el enfrentamiento entre los miembros del grupo de los
miserables. Y digo que si lo consiguió. Para ello se valió, sin que
lo percibieran los protagonistas, de su compañero de pupitre, el
pelirrojo, que al igual que él era adoptado, aunque de origen
checheno, de su amor platónico, Irina, nacida en España pero de
madre vietnamita y de padre desconocido, y de uno de los integrantes
del trío castigador, Roberto, el más espigado pero el más inocente
de los tres. Sin darse cuenta, los tres protagonistas involuntarios
fueron creando una trama de noticias falsas y confusas, urdidas
sutilmente por Alejandro, que provocaron el malestar entre los tres
maltratadores. Alejandro, conocedor a la perfección de la
personalidad de cada uno de ellos, fue atacándolos donde más le
dolía: uno de ellos era celoso, el otro se consideraba líder
indiscutible, y el tercero, el más inocente y manejable, era un
obseso del sexo y de la violencia. Si conseguía que cada uno de los
miembros del grupo de los bellacos se molestase con los otros dos por
hechos que atacasen contra sus egos, alcanzaría su objetivo. Y eso
fue lo que ocurrió. Consiguió mediante un enjambre de mentiras,
creíbles, que el celoso viera como su chica flirteaba con el obseso,
que el cabecilla viese como los otros miembros se le subían a la
chepa y que al inocente le llegasen a sus oídos que sus dos
compañeros lo tildaban de blandengue amante del color morado.
El
clima creado fue tan extraño que acabaron en los puños, teniendo
dos de ellos que ser ingresados en el hospital por fracturas y
magulladuras graves, motivos estos por lo que se personaron en el
hospital agentes policiales. Tanto revuelo se creó en el instituto
que fueron varios los alumnos y alumnas que confesaron que estaban
siendo molestados e increpados por los tres bichos. Fue entonces
cuando intervinieron profesores y padres para aclarar los hechos,
dando como resultado final la detención de los tres mequetrefes
violentos.
Muero
el perro se acabó la rabia, comenzando una nueva vida en el centro
escolar.
Ni
profesores, ni padres, ni alumnos, ni policías, y muchos menos los
tres bellacos, llegaron a saber que todo el esclarecimiento de los
hechos fue obra de un chaval que en más de una ocasión estuvo
tentado de saltar al vacío.