miércoles, 18 de diciembre de 2013

CUANDO PEPÍN QUISO VOLAR COMO UN AGUILUCHO.

No es que tuviese comportamiento aguardentoso, o que deseara verse envuelto en el embrujo de Paco Alba, o incluso que se sintiese seducido por manipular deshidratadas maracas venidas de La Habana. Nada de eso.
Él deseaba algo más.
Cautivado por los sones desenfadados que procedían del interior marinero del garito, Pepin, que así se llamaba, quería dejarse dirigir de los vuelos melódicos de aquellos aguiluchos. Como rapaz que acecha a su presa, ejecutó unas pautas de acercamiento que ya la quisieran para sí los mejores grupos de operaciones especiales. Poco a poco, con la mesura que caracteriza al buen depredador, y sin que sus presas se percatasen de ello, se fue integrando en el paisaje que hasta su llegada había sido copado en su totalidad por aquellos jacarandosos músicos.

Sus movimientos dubitativos y sus andares renqueantes, sólo dieron que pensar a aquellos atrevidos músicos que no se trataba más que de un achispado hombrecillo solitario que tan solo buscaba llenar su aislamiento y su soledad. Quizás, pensaron algunos, se tratara de un antiguo trovador que, ante el sonar de las cuerdas, le hicieran rememorar tiempos vividos.

Pero no. Ni fue trovador en su pasado, ni la añoranza había entrado en su interior. Pepín buscaba esa noche algo especial. Si para conseguirlo tenía que seguir los acordes de aquellos músicos refugiándose en el seco sonar de las maracas, o chapurrear viejas canciones carnavalescas, o incluso hacer de “cigarrero” del grupo, pues así sería. Él estaba dispuesto a todo. Por un abrazo lo daba todo.

Pero no un abrazo cualquiera; el quería el abrazo. El abrazo. Sólo el abrazo. Así, todas sus miradas tenían un único objetivo; todas sus intervenciones buscaban un único receptor; todas sus beodas sonrisas tenían un único destino.


Por eso, seguramente, en la obscuridad de su habitación, y alejado ya de sus incestuosos deseos, caería en los brazos de Morfeo a ritmo de chotis.
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