No
es que tuviese comportamiento aguardentoso, o que deseara verse
envuelto en el embrujo de Paco Alba, o incluso que se sintiese
seducido por manipular deshidratadas maracas venidas de La Habana.
Nada de eso.
Él
deseaba algo más.
Cautivado
por los sones desenfadados que procedían del interior marinero del
garito, Pepin, que así se llamaba, quería dejarse dirigir de los
vuelos melódicos de aquellos aguiluchos. Como rapaz que acecha a su
presa, ejecutó unas pautas de acercamiento que ya la quisieran para
sí los mejores grupos de operaciones especiales. Poco a poco, con la
mesura que caracteriza al buen depredador, y sin que sus presas se
percatasen de ello, se fue integrando en el paisaje que hasta su
llegada había sido copado en su totalidad por aquellos jacarandosos
músicos.
Sus
movimientos dubitativos y sus andares renqueantes, sólo dieron que
pensar a aquellos atrevidos músicos que no se trataba más que de un
achispado hombrecillo solitario que tan solo buscaba llenar su
aislamiento y su soledad. Quizás, pensaron algunos, se tratara de un
antiguo trovador que, ante el sonar de las cuerdas, le hicieran
rememorar tiempos vividos.
Pero
no. Ni fue trovador en su pasado, ni la añoranza había entrado en
su interior. Pepín buscaba esa noche algo especial. Si para
conseguirlo tenía que seguir los acordes de aquellos músicos
refugiándose en el seco sonar de las maracas, o chapurrear viejas
canciones carnavalescas, o incluso hacer de “cigarrero” del
grupo, pues así sería. Él estaba dispuesto a todo. Por un abrazo
lo daba todo.
Pero
no un abrazo cualquiera; el quería el abrazo. El abrazo. Sólo el
abrazo. Así, todas sus miradas tenían un único objetivo; todas sus
intervenciones buscaban un único receptor; todas sus beodas sonrisas
tenían un único destino.
Por
eso, seguramente, en la obscuridad de su habitación, y alejado ya de
sus incestuosos deseos, caería en los brazos de Morfeo a ritmo de
chotis.