martes, 25 de noviembre de 2014

OBSEQUIUM ALTARE PUERORUM (la sumisión de los monaguillos).


Si llenasteis vuestras mochilas con promesas y compromisos, dejaros ahora de subterfugios paganos que lo único que hacen es minar la voluntad de los creyentes cumplidores -se dirigía monseñor desde el elevado presbiterio, en tono algo amenazante, al grupo de quinceañeros acólitos que, de una manera u otra, llevaban algo más de una semana soliviantados, como consecuencia de ciertos dimes y diretes nada agradables-. ¿Alguna vez os hemos fallado?, ¿os hemos ofendido?, ¿hemos incumplido quizás nuestras promesas? -proseguía el obispo, con un tono cada vez más irritado e histriónico, al verse engrandecido con la postura sumisa de los adolescentes monaguillos-.
Y yo soy el primero -insistía con una de sus mejores interpretaciones teatrales- que os incita a que denunciéis cualquier atisbo de propasar la linea de la fe y de la castidad por parte de algún miembro de nuestra iglesia. ¡Noooo! -gritaba-, no lo consentiré; vosotros sois el alma de nuestra casa, el porqué de nuestros comportamientos y el futuro salvador de nuestra sociedad. ¿Y por qué sois el futuro de nuestra sociedad? Pues muy sencillo; simplemente porque con las enseñanzas que estáis recibiendo, que os estamos dando, seréis los principales baluartes para que esta sociedad no se convierta en una suciedad, que es en lo que se está convirtiendo en aquellos lugares donde la fe cristiana nada en el vacío.
Así que lo primero que vamos a hacer todos, y cuando digo todos, me refiero a todos -prosiguió el reverendísimo y excelentísimo señor, quien había bajado del presbiterio, y caminaba por delante de la línea que formaban los subyugados escolanos, exponiéndole su anillo obispal para que uno tras otro lo besasen, signo éste con el que les demostraba a los imberbes acólitos quién estaba por encima de quién-, sin excepción alguna, es olvidarnos de esos chismorreos, cotilleos y habladurías paganas, que lo único que hacen es intentar sacudir nuestras creencias ejemplarizantes y salvadoras de la humanidad. ¿No os dais cuenta que es precisamente eso lo que van buscando esos infieles?; y que me perdone Nuestro Señor por ensuciar las paredes de su Casa con tantas alusiones sobre ellos -terminó diciendo el prelado, mientras que se encastraba el solideo, camino de la sacristía-.


Ya en la sacristía, rodeado de la mayoría de sus subordinados diocesanos, y con báculo en mano, como pastor de almas descarriadas, montó en cólera. Prudencia -exclamó-, ¿cuántas veces he repetido esta palabra?; y nada, ni caso, a disfrutar de los placeres terrenales. Lo tenemos todo: nos aran el barbecho, nos siembran los cultivos, nos escardan las malas hierbas y nos queman los rastrojos, ¿para qué?, pues para que nosotros nos ocupemos tan solo de ser prudentes. Imbéciles, imbéciles, sois todos una sarta de imbéciles. Más de dos mil años se llevan realizando estas prácticas en todos los rincones del planeta Tierra, y nunca, en ningún sitio, han sido pillados. Y tiene que ser ahora y aquí, en mi obispado, cuando la palabra prudencia haya sido sustituida por la palabra temeridad y depravación. Yo arderé en el infierno, pero todos vosotros, por imbéciles, me acompañaréis en la pira. ¡Iros, iros, iros!
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