Si
llenasteis vuestras mochilas con promesas y compromisos, dejaros
ahora de subterfugios paganos que lo único que hacen es minar la
voluntad de los creyentes cumplidores -se dirigía monseñor desde el
elevado presbiterio, en tono algo amenazante, al grupo de
quinceañeros acólitos que, de una manera u otra, llevaban algo más
de una semana soliviantados, como consecuencia de ciertos dimes y
diretes nada agradables-. ¿Alguna vez os hemos fallado?, ¿os hemos
ofendido?, ¿hemos incumplido quizás nuestras promesas? -proseguía
el obispo, con un tono cada vez más irritado e histriónico, al
verse engrandecido con la postura sumisa de los adolescentes
monaguillos-.
Y
yo soy el primero -insistía con una de sus mejores interpretaciones
teatrales- que os incita a que denunciéis cualquier atisbo de
propasar la linea de la fe y de la castidad por parte de algún
miembro de nuestra iglesia. ¡Noooo! -gritaba-, no lo consentiré;
vosotros sois el alma de nuestra casa, el porqué de nuestros
comportamientos y el futuro salvador de nuestra sociedad. ¿Y por qué
sois el futuro de nuestra sociedad? Pues muy sencillo; simplemente
porque con las enseñanzas que estáis recibiendo, que os estamos
dando, seréis los principales baluartes para que esta sociedad no se
convierta en una suciedad, que es en lo que se está convirtiendo en
aquellos lugares donde la fe cristiana nada en el vacío.
Así
que lo primero que vamos a hacer todos, y cuando digo todos, me
refiero a todos -prosiguió el reverendísimo y excelentísimo señor,
quien había bajado del presbiterio, y caminaba por delante de la
línea que formaban los subyugados escolanos, exponiéndole su anillo
obispal para que uno tras otro lo besasen, signo éste con el que les
demostraba a los imberbes acólitos quién estaba por encima de
quién-, sin excepción alguna, es olvidarnos de esos chismorreos,
cotilleos y habladurías paganas, que lo único que hacen es intentar
sacudir nuestras creencias ejemplarizantes y salvadoras de la
humanidad. ¿No os dais cuenta que es precisamente eso lo que van
buscando esos infieles?; y que me perdone Nuestro Señor por ensuciar
las paredes de su Casa con tantas alusiones sobre ellos -terminó
diciendo el prelado, mientras que se encastraba el solideo, camino de
la sacristía-.
Ya
en la sacristía, rodeado de la mayoría de sus subordinados
diocesanos, y con báculo en mano, como pastor de almas descarriadas,
montó en cólera. Prudencia -exclamó-, ¿cuántas veces he repetido
esta palabra?; y nada, ni caso, a disfrutar de los placeres
terrenales. Lo tenemos todo: nos aran el barbecho, nos siembran los
cultivos, nos escardan las malas hierbas y nos queman los rastrojos,
¿para qué?, pues para que nosotros nos ocupemos tan solo de ser
prudentes. Imbéciles, imbéciles, sois todos una sarta de imbéciles.
Más de dos mil años se llevan realizando estas prácticas en todos
los rincones del planeta Tierra, y nunca, en ningún sitio, han sido
pillados. Y tiene que ser ahora y aquí, en mi obispado, cuando la
palabra prudencia haya sido sustituida por la palabra temeridad y
depravación. Yo arderé en el infierno, pero todos vosotros, por
imbéciles, me acompañaréis en la pira. ¡Iros, iros, iros!