sábado, 4 de abril de 2020

VIGÉSIMO TERCER DÍA

Vigésimo tercer día de confinamiento descoronavizante, y la verdad es que, a pesar que ya el presidente ha anunciado que prorrogará el estado de alarma, no lo llevamos muy mal. Pero no lo llevamos tan mal porque hoy los números parecen que se están suavizando, que las medidas de confinamiento están dando su fruto, que la gente sensata, mayoría por cierto, son solidarias y responsables. Porque aunque se vea yerma y desoladora esa playa de la Victoria, sin un alma, sin ni siquiera una gaviota, me da alegría, porque cada vez que me asomo a la terraza imagino como el viento de poniente y el de levante, al unísono, dibujan en la arena las palabras solidaridad y responsabilidad, sabiendo que muy pronto seremos nosotros los que dibujaremos en la arena esas mismas palabras. Fuerza, que ya queda menos. 




Y antes de comenzar con la historia de la parisina, quiero dedicar algo más que un fuerte aplauso a todo el personal que trabajan (psicólog@s, médic@s, trabajador@s sociales, enfermer@s, auxiliares, cociner@s, limpiador@s, recepcionistas......) en geriátricos, residencias de ancianos, residencias para afectados con discapacidad psíquicas y otros centros de cuidados de población vulnerable, por la gran labor social que hacen de siempre y más ahora con personas de vulnerabilidad extrema. Ell@s son solidari@s, son responsables. Ell@s sí que son héroes.

Y como ya queda menos para resolver el enigma de mi parisina, vamos por ella.

Los dos agentes, sobretodo el inspector, se quedaron estupefactos, y yo aprecié como por la cabeza de Palomo pasaban multitud de preguntas sobre mí. “De verdad que me ha dejado usted sin palabras con sus apreciaciones; muy agudo, sí señor”.
Aunque sabía que el caso le quedaba mucho para su resolución, principalmente porque el mismo inspector era el primero que no estaba debidamente informado sobre su alcance, como bien me manifestó en su momento, lo que sí se estaba demostrando era que el Honorio era parte importante de una trama nada legal. Yo, habiendo vivido en primera persona toda la movida, por llamarla de algún modo, no tenía duda alguna de su pertenencia a la trama, pero también comprendía el papel y la situación del inspector Palomo. Él había recibido la orden tan solo de detener a un sospechoso de traficar con obra de arte, y todo a la espera que se personaran los agentes franceses que eran realmente los que conocían los verdaderos intríngulis del caso. Pero ahora se le presenta un segundo actor, que en este caso era yo, que por arte de birlibirloque, y mientras que no se demostrara lo contrario, podría ser cómplice del tal Ernesto; por muchas pruebas que presentara demostrando que el Honorio de los cojones le había comprado el lienzo, ninguna era concluyente de mi inocencia. Y yo comprendía su postura cuando me decía que no podía abandonar el aeropuerto mientras que no llegasen los franceses y se alumbrasen de alguna manera las lagunas que inundaban el caso. Así que, aunque me tocase jorobarme, no me quedaba más remedio que permanecer allí. Y en verdad era que yo estaba disfrutando con los acontecimientos que estaban sucediendo, ya que en cierta medida estaba saliendo victorioso de ellos; y sobre todo, de pasar por encima del argentino. No se me olvidará la ira reconcentrada que inundó su cara cuando, tras descubrirse lo de la chequera pegada debajo de la mesa, me dijo aquello de “la concha de tu reputa madre”. Yo era sabedor de mucho antes de estos hechos, que uno de los mayores insultos que podían proferir los argentinos era precisamente el que él me había dedicado, pero tengo que reconocer que en aquel momento, y todavía hoy cuando lo recuerdo, a mí me supo a gloria. Yo vi que fue el mayor insulto que me podía hacer, “la concha de tu reputa madre”, pero como yo fui el que lo iba buscando, porque si lo conseguía, el esparcía por todo el ambiente de la sala su derrota, pues fue el piropo más bonito que jamás hubiera recibido. Y perdona, mamá. 


Yo disfruté mientras que mi mente se encontraba absorta en probar mi inocencia, pero cada vez que abandonaba ese estado de ensimismamiento en el caso, mi cerebro se dirigía a pensar en el estado de cabreo que pudiese tener mi esposa, culpándome a mí de todo lo que estaba ocurriendo. A ver cómo le explicaba que el follón que estábamos viviendo comenzó en el preciso momento en que decidió, porque eso sí quiero aclararlo, lo decidió ella, comprar la dichosa parisina. Bueno, lo de dichosa no se lo diré a ella. Me tranquilizaba un poco que el señor Rafael Galán la autorizase a disponer de la sala VIP del aeropuerto, donde en compañía de mi suegro, que era el familiar del que hablé que venía a recogernos, podrán deleitarse con los aperitivos y frutos secos de que se disponen en dicha sala.
El sonido de unos artejos impactando la puerta de la sala en la que nos encontrábamos, vino a bajarme de las alturas de las que colgaba. Era un auxiliar de tierra del aeropuerto, Antonio Sánchez, que, por indicaciones del jefe de seguridad, quien también llegó inmediatamente detrás, traía una maleta que por su tamaño no era la más idónea para recorrer tres continentes como apuntó en su declaración el argentino. El señor Galán, tras indicarle al auxiliar de tierra que dejase la maleta encima de la mesa, invitándole a que abandonara la sala, se me dirigió pegando su cara a mi oído y me indicó que “no se preocupe por su señora y su suegro; se encuentran perfectamente en la sala VIP donde les he hecho llegar unos sandwiches y unas piezas de fruta, que por cierto, me he reído mucho con él porque es bético como yo”. También le comentó a Palomo que tenía en su bolsillo las listas de embarque de los dos vuelos y que en las dos venía un pasajero con el nombre de Ernesto Sanromán, coincidente con el nombre que venía en el pasaporte que ya le retiraron nada más bajar del avión.
El subinspector Álvarez, tras ponerse unos guantes de látex (aprovecho para recordar que son necesarios para salir a la calle en estos momentos de pandemia) de color celeste, procedió a la apertura de la maleta, después de que el argentino, con caras de pocos amigos, confirmase que era la suya, tras levantarse de la silla y acercarse hasta la mesa. El registro lo presencié sentado en la silla, pero en vez de estar pendiente de las prendas y otras cosas que sacaba el subinspector, lo hice sin quitar la vista del rostro de Honorio, al tiempo que observé también, de una manera soslayada, cómo las miradas del inspector iban a caballo entre la maleta y mi cara. Desde mi posición me centré en todos y cada uno de los gestos que apareciesen en la cara del argentino, en cada una de sus muecas, en cada uno de sus posibles tics, y sobre todo en sus miradas y en sus labios, porque de la posición de sus hombros ya no me interesaban, pues desde hacía ya algún tiempo estaban caídos, derrotados y no se podían extraer ninguna conclusión delatora de ellos. No pestañeé; aquellas largas y penosas sesiones de interrogatorios en mi periodo de formación me valieron de mucho; esas que hacen que te salga un sexto sentido y adelantarte en ocasiones a los acontecimientos; esas que no se pueden explicar, pero esas mismas que no se pueden borrar de la mente de los que las hayan sufrido. Y lo curioso de todo fue que el argentino, perro viejo donde lo hubiese, estaba más pendiente de mí que del propio registro de su maleta; todavía pienso que por entonces jugábamos en la misma división, aunque el inspector Palomo, que en un primer momento me había subestimado, no nos andaba a la zaga.
El subinspector Álvarez terminó el registro, poniendo todo el contenido de la maleta encima de la mesa, examinando prenda por prenda minuciosamente, zapatos, neceser, un diccionario castellano-francés, un plano de París y un libro, además de varias bolsas vacías, no encontrando aparentemente nada que pudiese aportar algo nuevo. Pero el inspector Palomo supo leer en mi expresión lo que yo había sabido ver en el lenguaje gestual del argentino mientras observaba el trasiego hasta la mesa de todas sus prendas y pertenencias. Guardaba algo.


No quiero ser pesado en mi reiteración, pero no hay que olvidar eso de “SEGUIR EN CASA”. Y recalco: seguir en casa; se está demostrando que es la mejor solución para que el puto virus no te haga compañía. Castigo a los desaprensivos. Ya queda menos.

VIGÉSIMO SEGUNDO DÍA

Vigésimo segundo día de confinamiento por culpa del coronavirus. Hoy no voy hablar directa y claramente del problema que nos afecta y que nos tiene confinados en nuestras casas, y no voy a hablar porque estoy muy decepcionado con algunos sectores de la sociedad que a mi modesto parecer, no están apoyando tal como deberían de apoyar. El problema que tenemos, muy grave, es de todos, por lo que somos todos los que tenemos que aportar en positivo, y dejarnos de criticar y criticar a los que le han tocado estar al frente de la gestión de este problemón en el que estamos inmersos. Sé que con esto que estoy diciendo recibiré muchas críticas, pero estoy harto que las redes sociales estén inundadas de criticas y noticias falsas sobre la gestión que se está llevando a cabo. ¿Que si estoy de acuerdo con la gestión? Mi opinión me la guardaré para cuando acabemos con esto; hasta entonces, yo aporto en positivo. Ya protestaré luego si lo tengo que hacer. ¡Señores, que hay que aportar en positivo, joder!. Sólo pido llevar a cabo dos principios básicos y necesarios en momentos como los que estamos pasando: SOLIDARIDAD y RESPONSABILIDAD. 


Bueno os cuento lo que me pasó ayer tarde. Cuando terminé el artículo de hoy de la que ya es “nuestra parisina”, subí a la azotea del bloque donde vivo a recoger la ropa que tendí horas antes. Como estaba un pelín húmeda todavía y la tarde estaba tan soleada, comencé a dar vueltas a un buen ritmo por la amplia azotea, ya que con tanto confinamiento nos estamos anquilosando. Y cuál fue mi sorpresa, que casi acabando ya, al pasar por uno de los laterales, abstraído totalmente en mi mundo, empecé a oír unos aplausos que cada vez eran más fuertes. Os prometo que no pensé en el porqué de los aplausos. Seguí dando la vuelta en la que me encontraba (cada una es de unos 150 metros) y cuando regresé nuevamente al lateral donde oí los aplausos, otra vez llegaron a mis oídos el mismo repiqueteo de palmas. Lo primero que pensé en esta ocasión fue que, como llevaba un ritmo bastante fuerte, algunos vecinos me aplaudían por ese ritmo que llevaba, y sin levantar la cabeza, a mi aire, me fui alejando de esa zona, llegando ya esos aplausos más lejanos. La verdad es que me sentí bien, ya que pensé que mis vecinos me estaban reconociendo las ganas y el empeño que estaba poniendo. Pero nuevamente volví al frontal de los aplausos y noté que ahora eran más intensos, y en esta ocasión con bocinas y carracas. Y fue cuando caí que eran las ocho. Y fue cuando pensé, “¡coño, esta gente si aporta en positivo!”. Y me sentí orgullosos de ellos. Esta gente sí son responsables y solidarios.

Y ahora vendrán las críticas. Yo, a lo mío, con la historia de mi parisina.


Efectivamente, después de probar que Honorio era dueño de un Mont Blanc y que los documentos se habían escrito con ese bolígrafo, el inspector Palomo, tras dedicarme una sonrisa acompañada de una cara con cierto estupor, me hizo otra pregunta: “ha demostrado la primera de las cosas de las que me hablaba, ¿y la segunda?
La verdad fue que, a sabiendas del follón en el que estaba metido sin partirlo ni probarlo, el hecho de ver la cara del argentino, totalmente henchida de ofuscación al probar lo de su bolígrafo, me reconfortó mucho, y más cuando tras garabatear el inspector con el Mont Blanc en un folio en blanco que se sacó de su maletín comparando la tinta con los documentos de compraventa, y hacer el comentario de “¡coño, qué maravilla; cómo se desliza en el papel el dichoso bolígrafo!; en verdad es que hay diferencia entre escribir con esto y hacerlo con un bolin o un bic”, se los puso por delante, preguntándole “¿puede negar ahora que con su bolígrafo no se escribió este documento?, ¿y puede negar que la firma que hay encima de Honorio Sanjuán no la hizo usted? “Le vuelvo a repetir, señor agente, que no conozco al tal Honorio?, le contestó de muy malas maneras, tosiendo fuerte y repetidas veces, por lo que se llevó las manos a la boca. Palomo volvió a la carga: “no le he dicho que si conoce al tal Honorio Sanjuán, lo que le he preguntado es que si usted ha firmado encima del nombre de Honorio. Respóndame, carajo, de una puta vez”. El porteño se vio cogido sin respuesta alguna, por lo que acudió al tópico de “no responderé sin la presencia de mi abogado”. Había quedado claro, por lo menos para mí, y para los agentes también, que la rúbrica que aparecía junto a la mía en el documento de compraventa era la suya; daba igual que se llamase Honorio, Ernesto o Periquito el de lo Palotes, que en verdad cualquiera sabía cuál sería su verdadero nombre.
Fue después de la negativa del argentino a no declarar sin la presencia de su abogado, y después que le diera un doble golpe en el hombro sin fuerza alguna, como diciéndole, “estás pillado, pibe”, cuando el inspector se me dirigió pidiéndome cuál era la segunda prueba de la que yo hablaba. 


Yo no quería alargar más la situación que estaba viviendo, pero era sabedor que la única manera que había para que acabase aquella pesadilla era que viniesen prontos los agentes gabachos. Aun así quería darle otro revolcón al puto porteño de los cojones, y que conste que yo no tengo nada en contra de los argentinos; todo lo contrario, me caen pero que muy bien; de hecho, mi dentista es argentino, al igual que mi compañero de pádel; vaya eso por delante. Pero el Honorio este, pensé en aquel momento, me había jodido mi viaje a París; hoy, después de recordar como se desarrollaron los hechos, tengo que reconocer que lo vivido hubiera pasado con Honorio o sin Honorio; estaba claro que estaban esperando que alguien comprase esa maravillosa y otoñal parisina; y me tocó a mí. Pero a lo que íbamos. Le contesté al inspector. “Pregúntele en que bolsillo tiene la chequera del Banco de Galicia y Buenos Aires que en varias ocasiones casi me cruza la cara con ella, demostrándome con ello su poderío económico para quedarse con mi óleo. Pregúnteselo por favor, señor inspector, porque no creo que se haya desecho de ella; iba a decir que la podía tener en su maleta, pero no, ya que las maletas se facturaron en el aeropuerto de París”. “Usted dirá, señor Ernesto, dijo Palomo dirigiéndose al porteño, ¿lleva encima esa chequera?”. “Vos sabés, porque ya lo dije antes, que no hablaré sin la presencia de mi abogado. No obstante, por referencia a vos, decir que no sé nada de esa chequera y que todo son invenciones del pibe este”, refiriéndose a mí de una forma despectiva. “Vacíese los bolsillos, ahora, y no me haga perder los nervios”. Honorio, sin levantarse de la silla y arrimado a la mesa como si estuviera buscando el calor de un hipotético brasero en invierno, se quitó la chaqueta y la puso justamente encima de mi parisina, escuchándose en la sala un “¡no!” por mi parte, “¡encima no!”. Inmediatamente el subinspector Álvarez levantó la chaqueta por el cuello con la mano izquierda mientras con la derecha cogía el lienzo y lo retiraba, dejándola caer nuevamente sobre la mesa y enrollando el lienzo con mucha delicadeza para introducirlo en su canuto. “Álvarez, enrolla los tres documentos y los introduce también en el tubo ese de cartón”, dijo el inspector, “y vacía todo lo que haya en los bolsillos de la chaqueta”. Álvarez esparció en lo alto de la mesa todo lo que encontró en los bolsillos de la chaqueta pero la chequera no aparecía. “Bolsillos del pantalón”, dijo Palomo. “Señor agente, no tengo nada; ni chequera ni nada; compruebe usted mismo”, dijo Honorio levantándose de la mesa pero sin apartarse de ella. El subinspector Álvarez registró en los bolsillos del pantalón encontrando tan solo un pañuelo blanco perfectamente doblado, que al ponerlo junto al resto de objetos personales salidos de la chaqueta, se pudo observar que llevaba bordado en azul las iniciales AS, hecho este que llamó la atención de Palomo pero sobre el que no hizo ningún comentario. El inspector lo único que hizo al ver que no aparecía la chequera fue dirigirse a mí y hacer un ademán con la cabeza como diciendo que la chequera no aparecía, que no había segunda prueba. Yo, sentado todavía enfrente de Honorio, me dirigí a Palomo rogándole permiso para hablar con el porteño, ruego que me concedió. Sentado, me acerqué todo lo que podía a la mesa, en la misma posición que tenía él y mirándolo a los ojos le dije: “señor Honorio, ¿le gustan las gomas de mascar de mi esposa? Tras la pregunta que le hice, aprecié cómo su rostro se demudaba, llenándose de ira y de rabia. Lo estaba provocando; deseaba que perdiera los nervios. Y proseguí, tirando de la cuerda, suponiendo de antemano que el inspector me dejaría tensarla todo lo que yo quisiera. “En mi tierra, allá en el sur, a los cerdos les encantan comer gomas de mascar, pero a los niños traviesos le gustan pegar los chicles debajo de la mesa; ¿usted es un cerdo o es un pibe travieso? Y ya no se pudo reprimir más, empezando a vociferar. “La concha de tu reputa madre, cabrón de mierda. Juro por mis muertos...”, y no terminó la frase porque se levantó avalándose hacia mí; gracias que el subinspector Álvarez lo redujo enseguida y lo volvió a sentar en la silla, pero ya a algo más de un metro separado de la mesa. Me dirigí a Palomo diciéndole: “señor inspector, mire debajo de la mesa”. El “hijo de puta” que salió de la boca del agente y su mano abierta impactando en la cara de Honorio casi coincidieron en el tiempo, teniendo que ser recogido del suelo por Álvarez. El argentino había pegado con chicle a la tapa de la mesa, por debajo, la chequera de la que yo hablaba, presionándola con sus rodillas y muslos, de ahí su interés de acercarse tanto a la mesa. Cometió el fallo en el momento que arrastró la silla cuando el inspector hablaba con el señor Galán fuera de la sala y todos le dábamos la espalda; no pensó que yo oyera el chirrido al acercar la silla a la mesa.
Los dos agentes, sobre todo el inspector, se quedaron estupefactos, y yo aprecié como por la cabeza de Palomo pasaban multitud de preguntas sobre mí. “De verdad que me ha dejado usted sin palabras con sus apreciaciones …............”

No quiero ser pesado en mi reiteración, pero no hay que olvidar eso de “SEGUIR EN CASA”. Y recalco: seguir en casa; se está demostrando que es la mejor solución para que el puto virus no te haga compañía. Castigo a los desaprensivos. Ya queda menos.


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