Vigésimo
tercer día de confinamiento descoronavizante, y la verdad es que, a
pesar que ya el presidente ha anunciado que prorrogará el estado de
alarma, no lo llevamos muy mal. Pero no lo llevamos tan mal porque
hoy los números parecen que se están suavizando, que las medidas de
confinamiento están dando su fruto, que la gente sensata, mayoría
por cierto, son solidarias y responsables. Porque aunque se vea yerma
y desoladora esa playa de la Victoria, sin un alma, sin ni siquiera
una gaviota, me da alegría, porque cada vez que me asomo a la
terraza imagino como el viento de poniente y el de levante, al
unísono, dibujan en la arena las palabras solidaridad y
responsabilidad, sabiendo que muy pronto seremos nosotros los que
dibujaremos en la arena esas mismas palabras. Fuerza, que ya queda
menos.
Y
antes de comenzar con la historia de la parisina, quiero dedicar algo
más que un fuerte aplauso a todo el personal que trabajan
(psicólog@s, médic@s, trabajador@s sociales, enfermer@s,
auxiliares, cociner@s, limpiador@s,
recepcionistas......) en geriátricos, residencias de ancianos,
residencias para afectados con discapacidad psíquicas y otros
centros de cuidados de población vulnerable, por la gran labor
social que hacen de siempre y más ahora con personas de
vulnerabilidad extrema. Ell@s son
solidari@s, son responsables. Ell@s sí
que son héroes.
Y como ya queda menos para resolver el enigma de mi parisina, vamos por ella.
Los
dos agentes, sobretodo el inspector, se quedaron estupefactos, y yo
aprecié como por la cabeza de Palomo pasaban multitud de preguntas
sobre mí. “De verdad que me ha dejado usted sin palabras con sus
apreciaciones; muy agudo, sí señor”.
Aunque
sabía que el caso le quedaba mucho para su resolución,
principalmente porque el mismo inspector era el primero que no estaba
debidamente informado sobre su alcance, como bien me manifestó en su
momento, lo que sí se estaba demostrando era que el Honorio era
parte importante de una trama nada legal. Yo, habiendo vivido en
primera persona toda la movida, por llamarla de algún modo, no
tenía duda alguna de su pertenencia a la trama, pero también
comprendía el papel y la situación del inspector Palomo. Él había
recibido la orden tan solo de detener a un sospechoso de traficar con
obra de arte, y todo a la espera que se personaran los agentes
franceses que eran realmente los que conocían los verdaderos
intríngulis del caso. Pero ahora se le presenta un segundo actor,
que en este caso era yo, que por arte de birlibirloque, y mientras
que no se demostrara lo contrario, podría ser cómplice del tal
Ernesto; por muchas pruebas que presentara demostrando que el
Honorio de los cojones le había comprado el lienzo, ninguna era
concluyente de mi inocencia. Y yo comprendía su postura cuando me
decía que no podía abandonar el aeropuerto mientras que no llegasen
los franceses y se alumbrasen de alguna manera las lagunas que
inundaban el caso. Así que, aunque me tocase jorobarme, no me
quedaba más remedio que permanecer allí. Y en verdad era que yo
estaba disfrutando con los acontecimientos que estaban sucediendo, ya
que en cierta medida estaba saliendo victorioso de ellos; y sobre
todo, de pasar por encima del argentino. No se me olvidará la ira
reconcentrada que inundó su cara cuando, tras descubrirse lo de la
chequera pegada debajo de la mesa, me dijo aquello de “la concha de
tu reputa madre”. Yo era sabedor de mucho antes de estos hechos,
que uno de los mayores insultos que podían proferir los argentinos
era precisamente el que él me había dedicado, pero tengo que
reconocer que en aquel momento, y todavía hoy cuando lo recuerdo, a
mí me supo a gloria. Yo vi que fue el mayor insulto que me podía
hacer, “la concha de tu reputa madre”, pero como yo fui el que lo
iba buscando, porque si lo conseguía, el esparcía por todo el
ambiente de la sala su derrota, pues fue el piropo más bonito que
jamás hubiera recibido. Y perdona, mamá.
Yo
disfruté mientras que mi mente se encontraba absorta en probar mi
inocencia, pero cada vez que abandonaba ese estado de ensimismamiento
en el caso, mi cerebro se dirigía a pensar en el estado de cabreo
que pudiese tener mi esposa, culpándome a mí de todo lo que estaba
ocurriendo. A ver cómo le explicaba que el follón que estábamos
viviendo comenzó en el preciso momento en que decidió, porque eso
sí quiero aclararlo, lo decidió ella, comprar la dichosa parisina.
Bueno, lo de dichosa no se lo diré a ella. Me tranquilizaba un poco
que el señor Rafael Galán la autorizase a disponer de la sala VIP
del aeropuerto, donde en compañía de mi suegro, que era el familiar
del que hablé que venía a recogernos, podrán deleitarse con los
aperitivos y frutos secos de que se disponen en dicha sala.
El
sonido de unos artejos impactando la puerta de la sala en la que nos
encontrábamos, vino a bajarme de las alturas de las que colgaba. Era
un auxiliar de tierra del aeropuerto, Antonio Sánchez, que, por
indicaciones del jefe de seguridad, quien también llegó
inmediatamente detrás, traía una maleta que por su tamaño no era
la más idónea para recorrer tres continentes como apuntó en su
declaración el argentino. El señor Galán, tras indicarle al
auxiliar de tierra que dejase la maleta encima de la mesa,
invitándole a que abandonara la sala, se me dirigió pegando su cara
a mi oído y me indicó que “no se preocupe por su señora y su
suegro; se encuentran perfectamente en la sala VIP donde les he hecho
llegar unos sandwiches y unas piezas de fruta, que por cierto, me he
reído mucho con él porque es bético como yo”. También le
comentó a Palomo que tenía en su bolsillo las listas de embarque de
los dos vuelos y que en las dos venía un pasajero con el nombre de
Ernesto Sanromán, coincidente con el nombre que venía en el
pasaporte que ya le retiraron nada más bajar del avión.
El
subinspector Álvarez, tras ponerse unos guantes de látex (aprovecho
para recordar que son necesarios para salir a la calle en estos
momentos de pandemia) de color celeste, procedió a la apertura de la
maleta, después de que el argentino, con caras de pocos amigos,
confirmase que era la suya, tras levantarse de la silla y acercarse
hasta la mesa. El registro lo presencié sentado en la silla, pero en
vez de estar pendiente de las prendas y otras cosas que sacaba el
subinspector, lo hice sin quitar la vista del rostro de Honorio, al
tiempo que observé también, de una manera soslayada, cómo las
miradas del inspector iban a caballo entre la maleta y mi cara. Desde
mi posición me centré en todos y cada uno de los gestos que
apareciesen en la cara del argentino, en cada una de sus muecas, en
cada uno de sus posibles tics, y sobre todo en sus miradas y en sus
labios, porque de la posición de sus hombros ya no me interesaban,
pues desde hacía ya algún tiempo estaban caídos, derrotados y no
se podían extraer ninguna conclusión delatora de ellos. No
pestañeé; aquellas largas y penosas sesiones de interrogatorios en
mi periodo de formación me valieron de mucho; esas que hacen que te
salga un sexto sentido y adelantarte en ocasiones a los
acontecimientos; esas que no se pueden explicar, pero esas mismas que
no se pueden borrar de la mente de los que las hayan sufrido. Y lo
curioso de todo fue que el argentino, perro viejo donde lo hubiese,
estaba más pendiente de mí que del propio registro de su maleta;
todavía pienso que por entonces jugábamos en la misma división,
aunque el inspector Palomo, que en un primer momento me había
subestimado, no nos andaba a la zaga.
El
subinspector Álvarez terminó el registro, poniendo todo el
contenido de la maleta encima de la mesa, examinando prenda por
prenda minuciosamente, zapatos, neceser, un diccionario
castellano-francés, un plano de París y un libro, además de varias
bolsas vacías, no encontrando aparentemente nada que pudiese aportar
algo nuevo. Pero el inspector Palomo supo leer en mi expresión lo
que yo había sabido ver en el lenguaje gestual del argentino
mientras observaba el trasiego hasta la mesa de todas sus prendas y
pertenencias. Guardaba algo.
No
quiero ser pesado en mi reiteración, pero no hay que olvidar eso
de “SEGUIR EN CASA”. Y recalco: seguir en casa; se está
demostrando que es la mejor solución para que el puto virus no te
haga compañía. Castigo a los desaprensivos. Ya queda menos.