Vigésimo
segundo día de confinamiento por culpa del coronavirus. Hoy no voy
hablar directa y claramente del problema que nos afecta y que nos
tiene confinados en nuestras casas, y no voy a hablar porque estoy
muy decepcionado con algunos sectores de la sociedad que a mi modesto
parecer, no están apoyando tal como deberían de apoyar. El problema
que tenemos, muy grave, es de todos, por lo que somos todos los que
tenemos que aportar en positivo, y dejarnos de criticar y criticar a
los que le han tocado estar al frente de la gestión de este
problemón en el que estamos inmersos. Sé que con esto que estoy
diciendo recibiré muchas críticas, pero estoy harto que las redes
sociales estén inundadas de criticas y noticias falsas sobre la
gestión que se está llevando a cabo. ¿Que si estoy de acuerdo con
la gestión? Mi opinión me la guardaré para cuando acabemos con
esto; hasta entonces, yo aporto en positivo. Ya protestaré luego si
lo tengo que hacer. ¡Señores, que hay que aportar en positivo,
joder!. Sólo pido llevar a cabo dos principios básicos y necesarios
en momentos como los que estamos pasando: SOLIDARIDAD y
RESPONSABILIDAD.
Bueno
os cuento lo que me pasó ayer tarde. Cuando terminé el artículo de
hoy de la que ya es “nuestra parisina”, subí a la azotea del
bloque donde vivo a recoger la ropa que tendí horas antes. Como
estaba un pelín húmeda todavía y la tarde estaba tan soleada,
comencé a dar vueltas a un buen ritmo por la amplia azotea, ya que
con tanto confinamiento nos estamos anquilosando. Y cuál fue mi
sorpresa, que casi acabando ya, al pasar por uno de los laterales,
abstraído totalmente en mi mundo, empecé a oír unos aplausos que
cada vez eran más fuertes. Os prometo que no pensé en el porqué de
los aplausos. Seguí dando la vuelta en la que me encontraba (cada
una es de unos 150 metros) y cuando regresé nuevamente al lateral
donde oí los aplausos, otra vez llegaron a mis oídos el mismo
repiqueteo de palmas. Lo primero que pensé en esta ocasión fue que,
como llevaba un ritmo bastante fuerte, algunos vecinos me aplaudían
por ese ritmo que llevaba, y sin levantar la cabeza, a mi aire, me
fui alejando de esa zona, llegando ya esos aplausos más lejanos. La
verdad es que me sentí bien, ya que pensé que mis vecinos me
estaban reconociendo las ganas y el empeño que estaba poniendo. Pero
nuevamente volví al frontal de los aplausos y noté que ahora eran
más intensos, y en esta ocasión con bocinas y carracas. Y fue
cuando caí que eran las ocho. Y fue cuando pensé, “¡coño, esta
gente si aporta en positivo!”. Y me sentí orgullosos de ellos.
Esta gente sí son responsables y solidarios.
Y
ahora vendrán las críticas. Yo, a lo mío, con la historia de mi
parisina.
Efectivamente,
después de probar que Honorio era dueño de un Mont Blanc y que los
documentos se habían escrito con ese bolígrafo, el inspector
Palomo, tras dedicarme una sonrisa acompañada de una cara con cierto
estupor, me hizo otra pregunta: “ha demostrado la primera de las
cosas de las que me hablaba, ¿y la segunda?
La
verdad fue que, a sabiendas del follón en el que estaba metido sin
partirlo ni probarlo, el hecho de ver la cara del argentino,
totalmente henchida de ofuscación al probar lo de su bolígrafo, me
reconfortó mucho, y más cuando tras garabatear el inspector con el
Mont Blanc en un folio en blanco que se sacó de su maletín
comparando la tinta con los documentos de compraventa, y hacer el
comentario de “¡coño, qué maravilla; cómo se desliza en el
papel el dichoso bolígrafo!; en verdad es que hay diferencia entre
escribir con esto y hacerlo con un bolin o un bic”, se los puso por
delante, preguntándole “¿puede negar ahora que con su bolígrafo
no se escribió este documento?, ¿y puede negar que la firma que hay
encima de Honorio Sanjuán no la hizo usted? “Le vuelvo a repetir,
señor agente, que no conozco al tal Honorio?, le contestó de muy
malas maneras, tosiendo fuerte y repetidas veces, por lo que se llevó
las manos a la boca. Palomo volvió a la carga: “no le he dicho que
si conoce al tal Honorio Sanjuán, lo que le he preguntado es que si
usted ha firmado encima del nombre de Honorio. Respóndame, carajo,
de una puta vez”. El porteño se vio cogido sin respuesta alguna,
por lo que acudió al tópico de “no responderé sin la presencia
de mi abogado”. Había quedado claro, por lo menos para mí, y para
los agentes también, que la rúbrica que aparecía junto a la mía
en el documento de compraventa era la suya; daba igual que se llamase
Honorio, Ernesto o Periquito el de lo Palotes, que en verdad
cualquiera sabía cuál sería su verdadero nombre.
Fue
después de la negativa del argentino a no declarar sin la presencia
de su abogado, y después que le diera un doble golpe en el hombro
sin fuerza alguna, como diciéndole, “estás pillado, pibe”,
cuando el inspector se me dirigió pidiéndome cuál era la segunda
prueba de la que yo hablaba.
Yo
no quería alargar más la situación que estaba viviendo, pero era
sabedor que la única manera que había para que acabase aquella
pesadilla era que viniesen prontos los agentes gabachos. Aun así
quería darle otro revolcón al puto porteño de los cojones, y que
conste que yo no tengo nada en contra de los argentinos; todo lo
contrario, me caen pero que muy bien; de hecho, mi dentista es
argentino, al igual que mi compañero de pádel; vaya eso por
delante. Pero el Honorio este, pensé en aquel momento, me había
jodido mi viaje a París; hoy, después de recordar como se
desarrollaron los hechos, tengo que reconocer que lo vivido hubiera
pasado con Honorio o sin Honorio; estaba claro que estaban esperando
que alguien comprase esa maravillosa y otoñal parisina; y me tocó a
mí. Pero a lo que íbamos. Le contesté al inspector. “Pregúntele
en que bolsillo tiene la chequera del Banco de Galicia y Buenos Aires
que en varias ocasiones casi me cruza la cara con ella, demostrándome
con ello su poderío económico para quedarse con mi óleo.
Pregúnteselo por favor, señor inspector, porque no creo que se haya
desecho de ella; iba a decir que la podía tener en su maleta, pero
no, ya que las maletas se facturaron en el aeropuerto de París”.
“Usted dirá, señor Ernesto, dijo Palomo dirigiéndose al porteño,
¿lleva encima esa chequera?”. “Vos sabés, porque ya lo dije
antes, que no hablaré sin la presencia de mi abogado. No obstante,
por referencia a vos, decir que no sé nada de esa chequera y que
todo son invenciones del pibe este”, refiriéndose a mí de una
forma despectiva. “Vacíese los bolsillos, ahora, y no me haga
perder los nervios”. Honorio, sin levantarse de la silla y arrimado
a la mesa como si estuviera buscando el calor de un hipotético
brasero en invierno, se quitó la chaqueta y la puso justamente
encima de mi parisina, escuchándose en la sala un “¡no!” por mi
parte, “¡encima no!”. Inmediatamente el subinspector Álvarez
levantó la chaqueta por el cuello con la mano izquierda mientras con
la derecha cogía el lienzo y lo retiraba, dejándola caer nuevamente
sobre la mesa y enrollando el lienzo con mucha delicadeza para
introducirlo en su canuto. “Álvarez, enrolla los tres documentos y
los introduce también en el tubo ese de cartón”, dijo el
inspector, “y vacía todo lo que haya en los bolsillos de la
chaqueta”. Álvarez esparció en lo alto de la mesa todo lo que
encontró en los bolsillos de la chaqueta pero la chequera no
aparecía. “Bolsillos del pantalón”, dijo Palomo. “Señor
agente, no tengo nada; ni chequera ni nada; compruebe usted mismo”,
dijo Honorio levantándose de la mesa pero sin apartarse de ella. El
subinspector Álvarez registró en los bolsillos del pantalón
encontrando tan solo un pañuelo blanco perfectamente doblado, que al
ponerlo junto al resto de objetos personales salidos de la chaqueta,
se pudo observar que llevaba bordado en azul las iniciales AS, hecho
este que llamó la atención de Palomo pero sobre el que no hizo
ningún comentario. El inspector lo único que hizo al ver que no
aparecía la chequera fue dirigirse a mí y hacer un ademán con la
cabeza como diciendo que la chequera no aparecía, que no había
segunda prueba. Yo, sentado todavía enfrente de Honorio, me dirigí
a Palomo rogándole permiso para hablar con el porteño, ruego que me
concedió. Sentado, me acerqué todo lo que podía a la mesa, en la
misma posición que tenía él y mirándolo a los ojos le dije:
“señor Honorio, ¿le gustan las gomas de mascar de mi esposa? Tras
la pregunta que le hice, aprecié cómo su rostro se demudaba,
llenándose de ira y de rabia. Lo estaba provocando; deseaba que
perdiera los nervios. Y proseguí, tirando de la cuerda, suponiendo
de antemano que el inspector me dejaría tensarla todo lo que yo
quisiera. “En mi tierra, allá en el sur, a los cerdos les encantan
comer gomas de mascar, pero a los niños traviesos le gustan pegar
los chicles debajo de la mesa; ¿usted es un cerdo o es un pibe
travieso? Y ya no se pudo reprimir más, empezando a vociferar. “La
concha de tu reputa madre, cabrón de mierda. Juro por mis
muertos...”, y no terminó la frase porque se levantó avalándose
hacia mí; gracias que el subinspector Álvarez lo redujo enseguida y
lo volvió a sentar en la silla, pero ya a algo más de un metro
separado de la mesa. Me dirigí a Palomo diciéndole: “señor
inspector, mire debajo de la mesa”. El “hijo de puta” que salió
de la boca del agente y su mano abierta impactando en la cara de
Honorio casi coincidieron en el tiempo, teniendo que ser recogido del
suelo por Álvarez. El argentino había pegado con chicle a la tapa
de la mesa, por debajo, la chequera de la que yo hablaba,
presionándola con sus rodillas y muslos, de ahí su interés de
acercarse tanto a la mesa. Cometió el fallo en el momento que
arrastró la silla cuando el inspector hablaba con el señor Galán
fuera de la sala y todos le dábamos la espalda; no pensó que yo
oyera el chirrido al acercar la silla a la mesa.
Los
dos agentes, sobre todo el inspector, se quedaron estupefactos, y yo
aprecié como por la cabeza de Palomo pasaban multitud de preguntas
sobre mí. “De verdad que me ha dejado usted sin palabras con sus
apreciaciones …............”
No
quiero ser pesado en mi reiteración, pero no hay que olvidar eso
de “SEGUIR EN CASA”. Y recalco: seguir en casa; se está
demostrando que es la mejor solución para que el puto virus no te
haga compañía. Castigo a los desaprensivos. Ya queda menos.
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