Y seguimos con el siglo XIX, mi querido y añorado siglo XIX. Y de nuevo sale a la palestra, la figura que por aquel tiempo, fue al mismo tiempo tan idolatrado como repudiado, tan aclamado como rechazado, tan deseado como odiado. Estaba claro que los idólatras, aclamadores y deseosos, o los repudiadotes, los que le rechazaban y los que le odiaban, eran partidarios de las viejas y manidas costumbres los primeros, y amantes de nuevas ideas y cambios en la sociedad los segundos.
Como la mayoría de vosotros habréis adivinado, me estoy refiriendo a la figura del monarca Fernando VII. Ese mismo. El responsable directo de que perdiésemos, y no por la vía del entendimiento, la mayor parte de nuestras provincias de ultramar; el responsable de que en la mayor parte del siglo XIX, nuestra España tuviese que padecer enfrentamientos fraticidas y alguna que otra asonada militar; el responsable de que los pasos fronterizos de los Pirineos, se cerrasen a las nuevas ideas de libertad que campaban por gran parte de Europa, y que al fin y a la postre lo único que aportaran a los países que le dieron asilo, fue prosperidad para esas naciones y libertad y algo más de bienestar a sus habitantes.
Pero no, aquí, el Borbón se empestilló en echar candados y en asegurarse de que su política de oscurantismo tuviese continuidad, perpetuando la corona en su hija Isabel, tras derogar la Ley Sálica con su Pragmática Sanción. Y eso que tuvo la oportunidad. No ya aceptando como sucesor al antiliberal de su hermano Carlos María Isidro, sino que la dinastía Borbónica recayese en su hijo, bastardo, pero hijo suyo al fin y al cabo, y que, junto a su hermana Juana, fue fruto de largas y continuadas noches de apasionado y desenfrenado amor con una bella morena, miembro del servicio de su casa real.
Nada de lo último escrito y lo que viene a continuación, lo encontraréis dentro de los manuales de historia de España, ya que historiadores de los anteriores regímenes habidos en nuestro solar patrio, se encargaron muy bien de que fuesen destruidas cualquier prueba documental que probasen los hechos que realmente acaecieron.
Y otra vez el pueblo de Bornos pudo haber jugado un papel importantísimo en la historia de España. Y os cuento.
Durante la estancia del rey Fernando en el Puerto de Santa María y en la provincia de Cádiz, su majestad el Borbón, se prendó perdidamente de una bella señorita, morena, de grandes ojos del color de la coca-cola, de una sonrisa seductora, de un cuerpo que ni tallado por el mismísimo Miguel Ángel, y de un gracejo especial que le hacía diferente al resto de las mujeres conocidas anteriormente por el monarca.
Y vosotros diréis, ¿qué tiene que ver todo esto con Bornos? Efectivamente, esa mujer de ojos “acocacolados”, era de la villa de Bornos.
Su padre, un zapatero bornicho de ideas liberales y afrancesadas, entró al servicio de un general napoleónico cuando la ocupación francesa a principios del siglo, siguiéndole durante el sitio de la ciudad de Cádiz. Ya por entonces, a sus catorce años, Isabel, que así se llamaba la futura amante del rey Fernando, llamaba la atención de todos los oficiales franceses, siendo más de uno los que la anduvieron rondando, teniendo que decir que ninguno de ellos logró lo que perseguía.
Tras la retirada del ejército napoleónico, el señor zapatero y su familia se asentaron en el Puerto de Santa María, aunque como buen bornicho tenía en mente volver a sus raíces.
Pues bien, estando en el Puerto, fue cuando, tras un duro “casting”, la bella Isabel entró a formar parte del servicio real. Muy pronto, nada más que la vio el monarca, se convirtió en su favorita, no habiendo noche, salvo que el señor monarca tuviese que cumplir con otros menesteres, entre los que se encontraban sus obligaciones con la reina, que no la pasasen juntos en el lecho adintelado de su majestad el rey.
Frutos de esas noches apasionadas, nacieron dos criaturas, Fernando (por su padre, el rey) y Juana.
Ni que decir tiene que la bella Isabel fue la responsable, mientras que duraron sus relaciones, de muchas de las decisiones políticas del monarca, coincidiendo la mayoría de ellas con resoluciones reales de marcado corte aperturista. Estaba claro que el señor zapatero supo transmitir a su hija sus ideas frescas y antiabsolutistas. Por poner un ejemplo, y barriendo para casa, la villa de Bornos fue incluida en el listado en el que se convocaban plazas de médico para balnearios (por Decreto de 1816), y todo ello aprovechando nuestras aguas sulfurosas y medicinales. Esta provisión de un médico, era tan solo una ínfima parte del proyecto que para Bornos estaba aprobado, y que consistía en la construcción de un majestuoso balneario que fuese la envidia de todos los existentes en España.
El proyecto no se llevó a cabo por dos motivos: por el pronunciamiento de Riego, que hizo que durante tres años se paralizasen todas las decisiones reales, y por las pesquisas que llevaron a cabo tras la caída del gobierno constitucional, los partidarios del rey, persiguiendo a todo lo que oliese a liberal, y de las que el zapatero bornicho fue declarado culpable de tomar parte activamente en la preparación del golpe de Riego. Aunque no fue ejecutado, gracias a las influencias que su hija ejercía en el monarca, las relaciones amorosas entre el rey Fernando e Isabel no volvieron a ser las que fueron, enfriándose y llegando incluso a desaparecer.
Aun así, en sus últimos años de vida, y todo por la pasión que sentía por la bornicha, y en su honor, se atrevió a bautizar a su hija, futura reina de España, con el nombre de Isabel.
Domingo