jueves, 29 de septiembre de 2016

LA RAZÓN DE UN CAPULLO


Cariacontecido, con los ojos vidriosos, y no precisamente por la ingesta de alcohol, salió de su despacho camino de casa. Hoy no necesitaría chófer.

Quedaban breves momentos para dejar de ser un día y convertirse en otro, y él, sin que se diese cuenta, porque ya llevaba algún tiempo con el norte perdido, comenzó a deambular por las calles del barrio de Argüelles, para enlazar con las del barrio de Chamberí, cruzar todo Cuatro Caminos y plantarse en el mismísimo barrio de Tetuán, el mismo que le vio nacer. Fue allí, donde, después de llevar vagando por espacio de más de dos horas, acertó a sentarse en uno de los bancos existentes en los jardines enfrente del hotel Infanta Mercedes. Tras apoyar su maletín repleto de intenciones en el banco, en contacto directo con su pierna derecha, cerró los ojos, aun vidriosos, y advirtió como se catapultaron por su oscuridad un sinfín de “porqués”.
Permaneció allí sentado por espacio de tiempo de una final de fútbol con penaltis, por lo que, sin intención ni ganas de hablar absolutamente con nadie, después de varios ring ring de su iphone seis, decidió apagarlo sin tener intención de saber de dónde provenían las llamadas; de sobra sabía de donde.
La ciudad en la noche seguía igual, y él, más cercano del amanecer que cuando salió de su despacho, seguía igual; el pensaba que mucho peor. “No puedo”, se decía; “ni puedo ni debo”; “me protege la razón; qué coño; la razón”, se gritaba así mismo. “¿Y qué razón?”, le respondía la leve y fresca brisa que le impactaba en la cara: “¿la razón del moribundo, o la razón del empecinado?, ¿la razón del que nació muerto, o la del inocente que le dejaron creer en esa razón que no hacía daño?, ¿la razón de un quijote, o la del que vio ensangrentar su mano al asir con fuerza su rosa?

Daba igual. Estaba claro que su razón, su particular razón, sería la que, con razón o sin razón, le haría volverse un hombre más razonable.
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