Cariacontecido,
con los ojos vidriosos, y no precisamente por la ingesta de alcohol,
salió de su despacho camino de casa. Hoy no necesitaría chófer.
Quedaban
breves momentos para dejar de ser un día y convertirse en otro, y
él, sin que se diese cuenta, porque ya llevaba algún tiempo con el
norte perdido, comenzó a deambular por las calles del barrio de
Argüelles, para enlazar con las del barrio de Chamberí, cruzar todo
Cuatro Caminos y plantarse en el mismísimo barrio de Tetuán, el
mismo que le vio nacer. Fue allí, donde, después de llevar vagando
por espacio de más de dos horas, acertó a sentarse en uno de los
bancos existentes en los jardines enfrente del hotel Infanta
Mercedes. Tras apoyar su maletín repleto de intenciones en el banco,
en contacto directo con su pierna derecha, cerró los ojos, aun
vidriosos, y advirtió como se catapultaron por su oscuridad un
sinfín de “porqués”.
Permaneció
allí sentado por espacio de tiempo de una final de fútbol con
penaltis, por lo que, sin intención ni ganas de hablar absolutamente
con nadie, después de varios ring ring de su iphone seis, decidió
apagarlo sin tener intención de saber de dónde provenían las
llamadas; de sobra sabía de donde.
La
ciudad en la noche seguía igual, y él, más cercano del amanecer
que cuando salió de su despacho, seguía igual; el pensaba que mucho
peor. “No puedo”, se decía; “ni puedo ni debo”; “me
protege la razón; qué coño; la razón”, se gritaba así mismo.
“¿Y qué razón?”, le respondía la leve y fresca brisa que le
impactaba en la cara: “¿la razón del moribundo, o la razón del
empecinado?, ¿la razón del que nació muerto, o la del inocente
que le dejaron creer en esa razón que no hacía daño?, ¿la razón
de un quijote, o la del que vio ensangrentar su mano al asir con
fuerza su rosa?
Daba
igual. Estaba claro que su razón, su particular razón, sería la
que, con razón o sin razón, le haría volverse un hombre más
razonable.