"Me pide por email un futuro pregonero de carnaval, que rememore aquel año en el que nos atrevimos a salir, el día de nuestra cabalgata, de zombis. Y digo, al igual que dice él, que nos atrevimos, porque para hacer lo que hicimos, hay que tener muy, muy, pero que muy poca vergüenza. Porque, la cuestión no se limitó a mal vestirnos de aquellas guisas, sino, una vez ya en la cabalgata, meternos de lleno en la piel de aquellos asquerosos personajes, con una interpretación que hoy, después de haber pasado por nuestros carnés, más de veinte años, me parece, y según me comenta el demandante de este artículo, de lo más bochornoso.
Y
os cuento.
Todo
pasó a escasas horas de que el organizador de nuestra cabalgata
diese la orden de que ésta enfilase la avenida San Jerónimo.
“¿De
qué nos disfrazamos?” –decía uno-. De esto, de aquello o de lo
otro. “Pero si no tenemos nada preparado; ya es tarde” –decía
otro-.
Y
fue entonces cuando, a uno de ellos, se le ocurrió la feliz idea de
que nos disfrazásemos de zombis. Pues venga, manos a la obra.
Nos
fuimos al corral de mi casa, y después de agenciarnos cada uno la
ropa más vieja que pudimos conseguir, le pedimos a mi madre el
brasero o “sarteneja” vieja en la que guardaba la ceniza del
cisco que compraba en lo de borrasca o en lo de la madre de Paquirri.
Después
de ajironarnos la ropa que nos pusimos, ya vieja de por sí, nos
embadurnamos desde los pies a la cabeza con una mezcla de ceniza y
agua. El aspecto que adquirimos fue de lo más repugnante y
asqueroso.
A
continuación, no contentos con el pelaje obtenido, le pedimos a mi
madre el frasco de “crome” y, con toda la parsimonia que pudimos
tener a esas alturas, regamos nuestros rostros con finos hilos del
líquido carmesí: por la frente, por los pómulos, por la comisura
de los labios, e incluso por los párpados.
Ya
estábamos listos. Marchemos a la cabalgata.
Éramos
cuatro, pero desde el corral de mi casa hasta la puerta de San
Jerónimo, nos buscamos cada uno a un amigo. Yo recuerdo que el mío
se llamaba JB, y también recuerdo que el dichoso amigo JB me obligó
a comportarme de una manera nada habitual en mí, observando que mis
compañeros de guisa se comportaban igual que yo, arrebatándome a mi
amigo y cediéndome los suyos.
Ya
en la puerta de San Jerónimo, los cuatro que salimos de mi casa,
dejamos de existir, siendo los cuatro amigos que nos encontramos por
el camino, los que, al son de la caja y el bombo, y vitoreados por el
clamor de mil y una máscara, interpretaban una y otra vez el ritual
ignominioso propio de los muertos vivientes, y que en más de una
ocasión habíamos visto en las películas del cine del “Papi”.
Desde la posición supina, se iban incorporando con movimientos
lentos y desacompasados, siempre, repito, al son del redoble,
dirigiéndose en actitud ofensiva hacia el respetable, y provocando
la lógica estampida ante el ataque de tan macabros personajes.
Y
así una y otra vez, a lo largo de todo el recorrido de la cabalgata.
Recuerdo
que, nuestras señoras, ajenas a nuestros “numeritos”, iban
ataviadas con lujosos trajes dieciochescos, y al enterarse de
nuestros comportamientos, o mejor dicho, de nuestros amigos, se
prestaron diligentemente en encontrarnos para convencernos de que
desistiésemos en nuestras vergonzosas conductas. Nuestra suerte fue
que no nos encontraron hasta que, ya de vuelta, la cabalgata iba
llegando a su fin. Lamentablemente pudimos observar que, cuando nos
encontraron, sus reprimendas iban dirigidas a los cuatro que salimos
de mi casa, quedando totalmente indemnes los cuatro amigos que se
adueñaron de nuestros cuerpos y que realmente fueron los verdaderos
culpables de esos comportamientos tan indecentes.
Después
de narrar esta historia, pido a quien tuviese la feliz idea de tomar
alguna instantánea de lo relatado, la cuelgue en esta página.
Quiero recordar que fue en la cabalgata del 88.
Ésta
se la debía al futuro pregonero. Va por ti, Antonio.