¿Sería
cierta aquella leyenda que da nombre a uno de los parajes más
característicos de la vega antequerana? Seguro que sí, ya que de
otra suerte no habría llegado a nuestros días con ese nombre tan
fascinante y seductor: la Peña de los Enamorados.
De
belleza paralizadora y ademanes cautivadores, Tazgona, hija del jefe
moro de la plaza de Antequera, quedó prendada del prisionero
cristiano, el escultural y atractivo Tello, decidiendo los dos huir
del mundo hostil que les había tocado vivir. El resultado de aquel
amor tan desaforado no fue otro que el de, tras arrojarse al vacío,
darle nombre a ese peñón calizo con forma de cabeza de indio
tumbado, desde donde se divisa el paso natural que en la actualidad
une a cuatro de las ocho provincias andaluzas y que desde siempre fue
centro neurálgico de caminos culturales y comerciales.
Pero
si Tazgona no pudo perpetuar su belleza, fue su hermana Fadhila la
que, tras la conquista de la plaza de Antequera por parte del infante
Fernando de Trastámara en 1410, y tras lograr huir hasta la serranía
de Ronda en compañía de un judío converso, consiguió crear una
auténtica familia cristiana que perduraría a lo largo de los
siglos.
Seis
siglos después de la toma de Antequera por las tropas cristianas, en
un pequeño pueblo de la “presierra” gaditana, a caballo entre
Jerez y Ronda, corre por sus calles un chaval cuya madre recuerda a
aquella Tazgona que un día se arrojó al vacío en compañía de su
amante.
Y así
es. Veintiocho generaciones han pasado desde que Fadhila lograse
escapar del asedio cristiano y asentarse junto a su judío, Samuel, y
otras cinco familias, también conversas, en la aldea de Benarrabás,
actual pueblo malagueño de la serranía de Ronda. Allí en la
montaña, perdidos de la mano de Dios, convirtiéndose en “cristianos
nuevos”, fueron echando raíces y expandiendo su sangre por todos
los pueblos de los alrededores (Genalguacil, Jubrique, Alpandeire,
Villaluenga del Rosario, Benaojan, Benaocaz, Setenil, Zahara,
Algodonales, Olvera, Villamartín, Bornos, Prado del Rey, Espera, y
otras tantas pequeñas localidades andaluzas).
Sin
ser descendiente directo de Tazgona, sino de la hermana, Fadhila,
Nadia, la madre de aquel niño que corría tras el balón en el
parque, era como gota de agua de aquella princesa mora que junto a su
amado Tello se arrojó al vacío. Al igual que un día, aquella
mazmorra en la que se encontraba el cristiano, se iluminó a la
llegada de la princesa, en este inmenso parque, casi imposible de
llenar por los pocos niños del pueblo, ahora se encontraba henchido
de luz con la presencia de Nadia; sus andares, su ademanes, su
sonrisa, su moverse de un lado hacia otro detrás del balón pateado
por su hijo, convertían a aquel otoño decadente que estaban
viviendo en el pueblo, en la más exuberante y fértil de las
primaveras.
Pero
al igual que le ocurría a Tazgona, no todo era vida y primavera en
su vida; también el otoño anidaba en muchas ocasiones en su
almohada. Y si el rostro de la princesa sólo se iluminaba cuando se
sentía observada por Tello, el de Nadia solo rebosaba de alegría
cuando veía a la sangre de su sangre, y cuando, muy de vez en
cuando, yacía con el hombre del que nunca se debería de haber
enamorado. Mientras que Tazgona sintió como traicionaba a su padre
al enamorarse de un cristiano, Nadia sentía una y otra vez como
traicionaba a su marido cada vez que estaba o pensaba en el que le
daba vida; mientras que Tazgona enloquecía viendo enloquecer a su
amado disfrutando de sus esculpidas y perfectas curvas, Nadia perdía
el juicio viendo como lo perdía su amante mientras recorría con sus
labios cada milímetro de su cuerpo; mientras que la princesa mora
antequerana lamentaba una y otra vez no haber nacido en el seno de
una familia cristiana, Nadia se afligía al no haber conocido con
anterioridad a su marido, al hombre que la llenaba de sazón y
madurez.
Eran
como dos gotas de aguas. Solo en una cosa diferían la una de la
otra: mientras que Tazgona fue lo suficientemente valiente como para
echar un telón tras sus espaldas e intentar vivir una nueva vida con
su dador de primaveras, Nadia, quizás acobardada por el qué dirán,
se resignó a vivir con sus claros y nubes.