Decimoctavo
día de lucha confinada contra el coronavirus, decimoctavo día en el
que uno se levanta y ya no sabe si es lunes, jueves o domingo,
decimoctavo día en el que hay que tener claro que debe de quedarse
sin salir de casa otro día más por el bien de uno y del resto de
habitantes de nuestro planeta; sí o sí. Es lo que nos queda y es
lo que nos está salvando que este jodido bicho no se esté
expandiendo más. Iba a decir que no quiero ser reiterativo con lo de
quedarse en casa, pero sí, voy a serlo. Las mascarillas ayudan, los
guantes de látex también, pero el mejor plan para ayudar a que los
centros hospitalarios reciban cada vez menos pacientes infectados es
no salir de casa; no hay otra. Y es lo que nos tenemos que meter en
la cabeza y tratar de metérselo a todos los que nos rodean.
Nosalirnosalinosalirnosalir.
Y
ahora prosigamos con nuestra historia de la parisina.
El
inspector, que se encontraba con la cabeza agachada mientras yo
hablaba, la levantó, y con una media sonrisa a caballo entre
chacotera y conspiradora, me preguntó “¿pusimos esa cantidad o la
puso usted solo?”. La pregunta, y en el tono que me la hizo me
cogió un poco a pie cambiado, intentando por un momento buscar las
verdaderas intenciones que llevaba el agente al hacerla, intento que
me resultó baldío, ya que no encontré ninguna respuesta. Fue por
lo que, para salir del paso, pero intencionadamente, lo que hice fue
repetir su misma pregunta pero cambiándole la entonación y
añadiéndole un carácter dubitativo. “Que si la pusimos o la
puse; la verdad es que no entiendo lo que me pregunta, señor
agente”. No sé si hice bien o mal al contestar de esa manera, pero
la verdad es que el inspector, lo recuerdo hoy tal como sucedió en
aquel momento, y hace de esto ya una tira de años, le supo mi
respuesta dubitativa como un rayo, volviendo a perder en cierta
medida los nervios. Me preparé para el chaparrón, aunque seguía
sin saber qué fue lo que me quiso preguntar. “Vamos a ver, ni se
imagina usted el tiempo que llevamos trabajando en este caso, y ni se
imagina tampoco las pocas ganas que tengo de escuchar paparruchadas,
jilipolleces y desvaríos como los que usted ha dicho. Creo que mi
pregunta está bien clarita”, y todo ello con un tono de voz
bastante elevado y amenazante. No sé si hice bien o no, creo que sí,
pero sobre la marcha decidí plantarle cara y no amilanarme, creyendo
vender con mi postura una imagen de seguridad y que en ningún
momento había tratado de sorprender a nadie, y mucho menos a la
justicia.”Me va a perdonar usted, señor agente, me dirigí a él
sin ningún tipo de altanería, pero hay dos cosas aquí en las que
me pierdo, primero que no he entendido su pregunta, y al no
entenderla lo único que he hecho es volvérsela a preguntar para que
me la aclarase, y segundo, y es una cosa que me está preocupando
desde que en la escalinata del avión usted me invitó a acompañarle,
es que me habla usted ahora de un caso, y yo creo, que debería de
decirme qué caso es este del que habla, porque yo estoy perdido, por
favor”. Si la habitación era fría y las paredes, todas de blanco
ayudaban a ello, mi respuesta ayudó a que la temperatura bajara unos
grados más; hasta provocó que el argentino, que estaba calentito
por el interrogatorio un poco agresivo al que seguramente lo habían
sometido antes de yo entrar, levantó la cabeza y sintió escalofrío.
El otro agente, subinspector que era, movió varias veces la cabeza y
comenzó a caminar por la sala pero buscando disimuladamente
acercarse hasta mí con el fin de poder actuar a tiempo por si su
jefe reaccionaba como él pensaba que pudiera reaccionar. No hubo
palabras durante un largo espacio de tiempo, pero aquel silencio era,
lo recuerdo todavía hoy y se me ponen los vellos de punta, de los
que nadie se atreve a romper porque a modo de puñal se te podía
clavar en el corazón. Y lo rompió el que tenía que romperlo. Pero
no como esperábamos que lo hiciera, demostrando su gran
profesionalidad y dominio de la situación, ya que captó
perfectamente la intención de mi respuesta, y pienso hoy que después
de mi respuesta, el bueno del inspector me hubiera mandado para mi
casa ya que se dio perfectamente cuenta de que yo no tenía
absolutamente nada que ver con el caso que se traía entre manos.
“Vamos a ver si acabamos de una vez por todas con este galimatías
en el que estamos metidos y podemos deshacer el entuerto en el que
creo que está usted implicado sin partirlo ni probarlo; bueno,
probarlo sí, ya que veo que como ha reconocido, sacó usted una
buena tajada”. La ruptura del silencio del inspector nos dejó a
todos de piedra; a todos menos a mí, ya que en cierta medida me la
jugué y me salió bien el envite; o por lo menos eso me pareció a
mí. “Me refería a que en el papel que os sirvió como contrato de
compraventa, y en el que venía la cantidad de cuarenta mil pesetas,
cosa que no tengo porqué saber ni me interesa que realmente usted
cobró, según dice, noventa mil, está tan solo la firma de usted,
no teniendo validez alguna pues no se encuentra la del tal Honorio
Sanjuán, que hasta este momento, si no me lo demuestra usted o
alguien, no le pongo cara”. Educadamente me dejó de piedra, pero
más me dejó la reacción del argentino, que comenzó a hablar sin
que ninguno de los agentes se lo autorizara. “Vos ves, señor
agente; no existe absolutamente ningún tipo de prueba que me
relacione con la compraventa de este óleo; ya os lo comenté y vos
no queré oírme. Este boludo, después de hacerle el favor de
portearle el cilindro con su óleo para que pudiese viajar, me queré
cargar el muerto y meterme en este quilombo. Ni yo le he pagado plata
alguna, ni yo he firmado nada que pruebe que haya adquirido esa
mierda de parisina, ni yo sé nada de ese tal Honorio Sanjuán”. La
verdad era que el inspector llevaba razón, y aquel papel, sin la
firma del argentino, del verdadero argentino, no tenía ningún
valor; quedaba bien claro que la parisina, sin ser una mierda como
había afirmado el porteño, calificativo que me había olido a
cuerno quemado, tenía un único dueño, y ese era yo. Pues sí que
está bien la cosa me dije. De pronto recordé un hecho en el que no
había caído antes y que en cierta medida podía probar que no
mentía, que el tal Honorio Sanjuán existía, por lo que, creyendo
haberme ganado la confianza del inspector, me atreví a pedirle al
jefe del dispositivo el permiso para demostrar lo que expliqué en mi
relato de los hechos.
No
quiero ser pesado en mi reiteración, pero no hay que olvidar eso de
“SEGUIR
EN CASA”.
Y recalco: seguir en casa; se está demostrando que es la mejor
solución para que el puto virus no te haga compañía. Castigo a los
desaprensivos. Ya queda menos.