martes, 31 de marzo de 2020

DECIMOCTAVO

Decimoctavo día de lucha confinada contra el coronavirus, decimoctavo día en el que uno se levanta y ya no sabe si es lunes, jueves o domingo, decimoctavo día en el que hay que tener claro que debe de quedarse sin salir de casa otro día más por el bien de uno y del resto de habitantes de nuestro planeta; sí o sí. Es lo que nos queda y es lo que nos está salvando que este jodido bicho no se esté expandiendo más. Iba a decir que no quiero ser reiterativo con lo de quedarse en casa, pero sí, voy a serlo. Las mascarillas ayudan, los guantes de látex también, pero el mejor plan para ayudar a que los centros hospitalarios reciban cada vez menos pacientes infectados es no salir de casa; no hay otra. Y es lo que nos tenemos que meter en la cabeza y tratar de metérselo a todos los que nos rodean. Nosalirnosalinosalirnosalir. 



Y ahora prosigamos con nuestra historia de la parisina.

El inspector, que se encontraba con la cabeza agachada mientras yo hablaba, la levantó, y con una media sonrisa a caballo entre chacotera y conspiradora, me preguntó “¿pusimos esa cantidad o la puso usted solo?”. La pregunta, y en el tono que me la hizo me cogió un poco a pie cambiado, intentando por un momento buscar las verdaderas intenciones que llevaba el agente al hacerla, intento que me resultó baldío, ya que no encontré ninguna respuesta. Fue por lo que, para salir del paso, pero intencionadamente, lo que hice fue repetir su misma pregunta pero cambiándole la entonación y añadiéndole un carácter dubitativo. “Que si la pusimos o la puse; la verdad es que no entiendo lo que me pregunta, señor agente”. No sé si hice bien o mal al contestar de esa manera, pero la verdad es que el inspector, lo recuerdo hoy tal como sucedió en aquel momento, y hace de esto ya una tira de años, le supo mi respuesta dubitativa como un rayo, volviendo a perder en cierta medida los nervios. Me preparé para el chaparrón, aunque seguía sin saber qué fue lo que me quiso preguntar. “Vamos a ver, ni se imagina usted el tiempo que llevamos trabajando en este caso, y ni se imagina tampoco las pocas ganas que tengo de escuchar paparruchadas, jilipolleces y desvaríos como los que usted ha dicho. Creo que mi pregunta está bien clarita”, y todo ello con un tono de voz bastante elevado y amenazante. No sé si hice bien o no, creo que sí, pero sobre la marcha decidí plantarle cara y no amilanarme, creyendo vender con mi postura una imagen de seguridad y que en ningún momento había tratado de sorprender a nadie, y mucho menos a la justicia.”Me va a perdonar usted, señor agente, me dirigí a él sin ningún tipo de altanería, pero hay dos cosas aquí en las que me pierdo, primero que no he entendido su pregunta, y al no entenderla lo único que he hecho es volvérsela a preguntar para que me la aclarase, y segundo, y es una cosa que me está preocupando desde que en la escalinata del avión usted me invitó a acompañarle, es que me habla usted ahora de un caso, y yo creo, que debería de decirme qué caso es este del que habla, porque yo estoy perdido, por favor”. Si la habitación era fría y las paredes, todas de blanco ayudaban a ello, mi respuesta ayudó a que la temperatura bajara unos grados más; hasta provocó que el argentino, que estaba calentito por el interrogatorio un poco agresivo al que seguramente lo habían sometido antes de yo entrar, levantó la cabeza y sintió escalofrío.
  El otro agente, subinspector que era, movió varias veces la cabeza y comenzó a caminar por la sala pero buscando disimuladamente acercarse hasta mí con el fin de poder actuar a tiempo por si su jefe reaccionaba como él pensaba que pudiera reaccionar. No hubo palabras durante un largo espacio de tiempo, pero aquel silencio era, lo recuerdo todavía hoy y se me ponen los vellos de punta, de los que nadie se atreve a romper porque a modo de puñal se te podía clavar en el corazón. Y lo rompió el que tenía que romperlo. Pero no como esperábamos que lo hiciera, demostrando su gran profesionalidad y dominio de la situación, ya que captó perfectamente la intención de mi respuesta, y pienso hoy que después de mi respuesta, el bueno del inspector me hubiera mandado para mi casa ya que se dio perfectamente cuenta de que yo no tenía absolutamente nada que ver con el caso que se traía entre manos. “Vamos a ver si acabamos de una vez por todas con este galimatías en el que estamos metidos y podemos deshacer el entuerto en el que creo que está usted implicado sin partirlo ni probarlo; bueno, probarlo sí, ya que veo que como ha reconocido, sacó usted una buena tajada”. La ruptura del silencio del inspector nos dejó a todos de piedra; a todos menos a mí, ya que en cierta medida me la jugué y me salió bien el envite; o por lo menos eso me pareció a mí. “Me refería a que en el papel que os sirvió como contrato de compraventa, y en el que venía la cantidad de cuarenta mil pesetas, cosa que no tengo porqué saber ni me interesa que realmente usted cobró, según dice, noventa mil, está tan solo la firma de usted, no teniendo validez alguna pues no se encuentra la del tal Honorio Sanjuán, que hasta este momento, si no me lo demuestra usted o alguien, no le pongo cara”. Educadamente me dejó de piedra, pero más me dejó la reacción del argentino, que comenzó a hablar sin que ninguno de los agentes se lo autorizara. “Vos ves, señor agente; no existe absolutamente ningún tipo de prueba que me relacione con la compraventa de este óleo; ya os lo comenté y vos no queré oírme. Este boludo, después de hacerle el favor de portearle el cilindro con su óleo para que pudiese viajar, me queré cargar el muerto y meterme en este quilombo. Ni yo le he pagado plata alguna, ni yo he firmado nada que pruebe que haya adquirido esa mierda de parisina, ni yo sé nada de ese tal Honorio Sanjuán”. La verdad era que el inspector llevaba razón, y aquel papel, sin la firma del argentino, del verdadero argentino, no tenía ningún valor; quedaba bien claro que la parisina, sin ser una mierda como había afirmado el porteño, calificativo que me había olido a cuerno quemado, tenía un único dueño, y ese era yo. Pues sí que está bien la cosa me dije. De pronto recordé un hecho en el que no había caído antes y que en cierta medida podía probar que no mentía, que el tal Honorio Sanjuán existía, por lo que, creyendo haberme ganado la confianza del inspector, me atreví a pedirle al jefe del dispositivo el permiso para demostrar lo que expliqué en mi relato de los hechos.



No quiero ser pesado en mi reiteración, pero no hay que olvidar eso de “SEGUIR EN CASA”. Y recalco: seguir en casa; se está demostrando que es la mejor solución para que el puto virus no te haga compañía. Castigo a los desaprensivos. Ya queda menos.
Powered By Blogger