Decimoquinto
día. Sí, ese mismo en el que se cumplía la primera fecha de
confinamiento. Y me vais a perdonar que hoy comience esta entrada con
un hecho que ha motivado que haya llovido en mis mejillas; en mis
mejillas, en mi corazón y en mi alma. Han sido unas lágrimas
convertidas en lluvia, pero lluvia de impotencia. Y todo por haber
leído las palabras de un héroe más de los que está en primera
línea de batalla, como otros muchos, y que transcribo textualmente:
“Cuando uno decide una profesión, se imagina lo mejor y lo peor que puede llegar a vivir, sin embargo, hoy mi estado de ánimo se ha venido abajo, quizás sea el acabar un turno y no poder marchar a casa, el cansancio de las horas acumuladas, de tanta tensión escondida tras un uniforme y una simple mascarilla, de guardarme mis verdaderos sentimientos frente a esto que esta pasando, de no ver a nadie de mi familia desde hace semanas o peor, de no saber cuando las volveré a ver... No lo niego, estoy asustado, porque mientras miles de personas se quejan de estar encerrados en sus casas junto a los suyos o parte de ellos, yo solo estoy deseando llegar a la mía y encerrarme para que pase otro día más. Veo cada noche miles de fotos junto a vuestra familia pasando esta fea historia, mientras yo lo paso tras un uniforme y a 700km de la mía. Mañana me despertará el despertador de nuevo, con el miedo de no saber si volveré a casa acompañado por algo que no quiero que lo haga. No quiero que me apoyes, ni tan siquiera que respondas, eso ya lo hacen los míos aún sin saberlo, tú solo puedes ayudarme de una manera, de esa manera que no solo me ayudas a mi, sino también a los tuyos... Quedándote en TU casa. Un día más es un día menos, APRIETA!”.
Palabras
de mi hijo a 700 kms en primera línea de batalla. Lo ha dicho claro. Sobran las palabras. Sólo
reiterar lo de que te quedes en casa, ¡¡¡coño!!!
Lo
que te tenga que decir, hijo, ya te lo diré por privado, pero quiero
adelantarte que solo los valientes reconocen que a veces tienen
miedo, pero no olvides que ese mismo miedo es el que te hace más
fuerte.
Proseguiré
con mi parisina.
Yo,
hasta que no comenzó a inventar y a calumniar el señor Ernesto
(Honorio, por si alguien tiene alguna duda), no sabía por dónde
iban los tiros exactamente, si bien tengo que reconocer que en ningún
momento perdí la compostura y comprendí que en el mundo hay muchos
lobos con piel de cordero.
Recuerdo
que era una habitación de unos cinco por cinco aproximadamente, de
paredes blancas, puerta de acceso blanca y mesa con cuatro sillas
también de color blanco; ni un solo cuadro colgado en las paredes,
cuando en este tipo de sitios siempre pende un cuadro del rey Juan
Carlos; pues ni eso, ya que si hubiera estado con el uniforme azul de
Almirante, hubiera dado a la fría habitación algo de calidez; pues
ni eso; su aspecto tétrico se asemejaba más al tanatorio de un
hospital que a una oficina policial. “Sentaros uno delante del
otro”, dijo el agente que portaba el canuto, dejándolo en el
centro de la mesa al mismo tiempo que nos hablaba. “No tenemos
ganas de perder el tiempo, prosiguió, así que quiero saber de quién
es la pintura que está enrollada en el interior de este tubo de
cartón”. Yo, que había conseguido guardar la calma que gané en
la escalerilla del avión, recuerdo, iba a hablar para relatar la
única verdad, pero enseguida el argentino me ganó la vez, hablando
en su papel de enojado:”señor agente, ya lo dije antes; el boludo
este me pidió el favor a la entrada del vuelo que porteara el tubo
por sus dimensiones porque tanto él como su mujer no podían
introducirlo en el interior del avión, ya que los dos portaban
sendas bolsas de mano; así de sencillo, señor agente; no hay ningún
problema, y pensaba devolvérselo nada más pisar tierra. En verdad
es que no entiendo todo el quilombo este que habéis montado”. En
ningún momento el orondo charlatán se dignó mirarme a la cara
mientras hablaba, porque si lo hubiera hecho, y de eso estoy seguro,
lo hubiera fulminado con mi mirada asesina; la tenía; reconozco que
la ira se apoderó de mi cuerpo, y aunque no llegué a verme en
ningún espejo, se debería de ver reflejada en mi mirada. Cómo se
puede ser tan hijo de puta, pensé, para inventarse esa sarta de
mentiras. ¿Y por qué? Enseguida comprendí que alrededor de mi
parisina, ya que por lo visto había vuelto a ser mía, según la
declaración del puto argentino, debería de haber algo oscuro, algo
que en verdad no se me pasaba por la cabeza, pero que visto lo visto,
debería ser de cierta enjundia. Estaba claro que no es normal que
tres policías estuvieran esperando el aterrizaje de un avión para
saber quién era el dueño de un lienzo que me había costado al
cambio unas quince mil pesetas, que sí, que era dinero, pero tampoco
para montar este dispositivo. El argentino siguió repitiendo la
misma historia pero engordándola y adornándola cada vez más, hecho
este que me ponía cada vez más nervioso y de lo que no se le fue
por alto a uno de los agentes que no me quitaba la vista de encima.
Este mismo agente, viendo el cariz que estaba tomando la cosa,
pareciéndole que la historia que estaba contando el argentino era
cada vez más fantasiosa e inverosímil, se le acercó por la espalda
y le ordenó, textualmente, que detuviera su historieta, invitándome
a continuación a que contase lo que sabía sobre la pintura que iba
enrollada en el cilindro de cartón que se mantenía en el centro de
la mesa, inmóvil y como testigo de lo que allí estaba ocurriendo.
Mi exposición, con una tranquilidad pasmosa que hasta mí me
sorprendió, no hizo sino relatar tal y como sucedieron los hechos,
ni más ni menos, sin ningún tipo de adorno, desde que paseábamos
mi mujer y yo por la rue du Mont Cenis entrando en la tienda de arte,
enamorándonos de la pintura de esa misma calle, la entrega de una
señal, la recogida del oleo al día siguiente, expendiéndonos el
vendedor el correspondiente certificado de autenticidad de la obra,
el embarque en el vuelo de Air France, el fortuito encuentro con el
señor Honorio, apostillando lo del señor Honorio y preguntándole
al argentino el porqué del cambio de nombre, la venta de la pintura
por una cantidad que no podía rechazar ya que me ganaba más de seis
veces lo que pagué por él y los continuos desdenes por parte del
porteño una vez había conseguido la parisina. “Lo que ha quedado
claro, intervino uno de los agentes, es que uno de los dos miente.
Así que vamos a acabar con los careos y vamos a empezar con los
interrogatorios personales, advirtiéndoles a los dos que a partir de
ahora es cuando nos ponemos más nerviosos, más que nada porque nada
más empezar salimos de la idea de que cada uno tiene el cincuenta
por ciento de estar mintiéndonos, y ni a mi compañero ni a mí nos
gustan los mentirosos, así que por favor, os pedimos que os cuidéis
muy mucho en mentir”. De piedra me quedé yo, no por nada, sino que
por las palabras del agente me había metido en el mismo saco que el
rollizo petimetre puto argentino, y eso no me agradaba en lo más
mínimo. De inmediato, el agente que nos había echado la perorata me
invitó a que me saliera de la habitación donde nos encontrábamos,
no sin antes hacerme una última pregunta: “cuando cobró las
noventa mil pesetas en el aeropuerto de Barajas y le entregó la
pintura al señor Ernesto, ¿le entregó también el certificado de
autenticidad del lienzo de la casa de pintura de París por la compra
de la tela?
No
quiero ser pesado en mi reiteración, pero no hay que olvidar eso de
“seguir
en casa”.
Y recalco: seguir en casa; se está demostrando que es la mejor
solución para que el puto virus no te haga compañía. Castigo a los
desaprensivos. Ya queda menos.