jueves, 27 de noviembre de 2014

LA MUJER QUE FUE MAS VALEROSA QUE TODOS LOS VALEROSOS HOMBRES.


Tendido en su cama de ciento cincuenta por doscientos, y observando que la lámpara de agua que pendía del techo tenía una más que notable inclinación a la izquierda, le vino a la memoria la conversación que poco antes de dejar la fiesta de la pasada madrugada, tuvo con la anfitriona, reconociendo ahora que más que conversación, se trató de un auténtico monólogo por parte de ella, eso sí, acompañado de sus repetidos asensos. Y eran precisamente recordando esos asentimientos cobardes o compasivos, más bien cobardes por su parte, hacia la organizadora, con los que intentaba jugar en su posición supina, equilibrar, en forma de calzo, el ladeo del embellecedor superior de la lámpara, que era lo que realmente estaba desnivelado con respecto al techo.
Pero no, enseguida se dio cuenta que, por muchos recuerdos de asensos pusilánimes pasados y muchos movimientos a izquierda y derecha de su cabeza, le iba a ser imposible enderezar el dichoso embellecedor de la lámpara con forma de campana invertida. Tocaba levantarse y, bien desde lo alto del colchón viscolástico, bien desde la escalera metálica de tres peldaños que guardaba en el trastero, manipular con sus manos, una vez alcanzada la altura suficiente, el paupérrimo y escorado estado en el que se encontraba el tan mencionado embellecedor en forma de campana invertida.
Así fue y así lo hizo. Y mientras que trataba de conseguir la horizontalidad del embellecedor, y debido a su forma de campana invertida, como según parece ya se apuntó anteriormente, recordó un hecho en el que se vio envuelto en su etapa de adolescente.

Recordó aquella reunión vespertina en la que, tras la tediosa clase de latín de las cinco y ante la ausencia de los profesores de matemáticas y francés, decidieron, casi la totalidad de los miembros varones de la clase, hacer una visita al viejo convento que se encontraba en las afueras del pueblo. Eran ocho los que decidieron hacer la prohibida excursión, los que, según ellos mismos, eran los más “echaos pa lante”; los ocho valientes; los más intrépidos y valerosos de la clase de más de cuarenta, por lo menos era lo que ellos buscaban delante de sus compañeras de aula. Con ese pensamiento fue con el que salieron del instituto y con el que llegaron al casi derruido convento. Una vez allí y antes de enfilar el escondido y angosto pasadizo subterráneo para pasar al interior, decidieron hacer un poco de tiempo para esperar a que anocheciese, con el fin de darle más enjundia a la historia que al día siguiente pensaban relatar en la previa de entrada a clases.
En la casi hora de espera decidieron que, una vez en el interior del convento, deberían de subir individualmente hasta la campana de la ermita, la cual se encontraba en lo más alto de una torre de unos quince metros de altura, en una de las esquinas del edificio. Echaron a suerte el orden de subida, acordando que cada uno que subiera, debería de dejar junto a la campana, uno de sus zapatos, por lo que el octavo y último en subir, debería de subir con un saco donde metería los siete zapatos de sus compañeros, entregándoselos abajo; de este modo, nadie se iría hasta no volver a estar perfectamente calzado. 
Aunque no eran ni las ocho, la noche estaba cerrada y un fuerte viento de levante soplaba a espalda del grupo. El más “echao pa lante”, o al menos era lo que aparentaba, dio la señal para comenzar a subir a la torre. Y así fue. Pero lo que no pensaron ninguno de aquellos valientes fue que la espera les iba a ser interminable. Efectivamente, si largo se les hizo el primero de los viajes, el segundo se les duplicó en el tiempo, o por lo menos eso era lo que ellos creían. La larga espera del tercero se agrandó aun más con los feroces ladridos del perro mastín del encargado del huerto del convento. Los siete, en total oscuridad, intentaban encontrar la mirada de cualquiera de sus compañeros sin encontrarla, por lo que, intentando no levantar sospecha, trataban de tomar contacto físico con el que tenía a su lado, a fin de ganar en seguridad. Por fin llegó el tercero.
“Quillo, vámonos” -dijo uno-, a lo que le contestó otro de los que ya había subido, “¡y una mierda!; y los zapatos que hay arriba qué. Venga, a ti te toca, que eres el cuarto”. Para arriba se fue el cuarto.
El paso del viento por los diez o doce álamos que se encontraban en uno de los laterales del edificio en casi ruina, producía un silbido que hacía que el grupo de siete, buscando protección, estuvieran ya totalmente apiñado. Ni una sola palabra; ni respirar se oían unos a otros; sólo buscaban el contacto físico del compañero: dos, mejor que uno.
Por fin llegó el cuarto. “A ver cuándo cojones me cogéis otra vez; no me he matado en los últimos escalones de puro milagro. Venga, que suba el quinto”. Y allí iba el quinto, con más miedo que vergüenza, enfilando los primeros escalones de los casi cien que les quedaba hasta llegar al campanario. Lo que no esperaba él, era que el fuerte viento hiciese que el badajo de la campana rozase levemente con la superficie curvada y emitiese un leve chirrido que se fue acrecentado al tiempo que iba bajando, y al sonido me refiero, por la angosta escalera. El quinto, que se encontraba a media escalera cuando el chasquido metálico se cruzó con él, quedó paralizado. No sabía si subir o bajar; no sabía si gritar o llorar; lo que sí hizo, por tal de no manchar la ropa, fue bajarse a la carrera los pantalones y los calzoncillos blanco de algodón, manchando tres escalones de una tacada. Sin pensárselo dos veces, comenzó a bajar los escalones casi a ciegas y, antes de llegar al grupo, aprovechando la oscuridad, se quitó un zapato y lo introdujo por debajo de su pantalón a la altura de su pubis.
El sexto se dijo que mientras antes acabase este calvario, mejor, por lo que sin pensárselo dos veces enfiló la estrecha escalera camino del campanario. A ciegas iba ascendiendo escalón tras escalón y cuando ya se encontraba más cerca del ultimo que del primero, se cruzó con varios murciélagos que le hicieron que perdiese la respiración. Una vez arriba, se quitó uno de los zapatos, y con el tacto, lo dejó junto a los de los compañeros, comenzando a descender a tientas.
Ya abajo, junto al grupo, se dirigió a ellos diciéndole, “subid los dos juntos y vámonos ya”. “Y una mierda, de uno en uno, igual que todos”, contestó el primero que subió.
A la espera de que llegase el séptimo, los siete, que eran uno, pensaban arrepentidos de su heroicidad. Se habían colocado haciendo un pequeño círculo, hombro con hombro y con los pies hacia el interior. No querían ni hablar, ya que al silbido del viento al besar los álamos y al continuo ladrar del mastín, se les había unido el reclamo agudo y fuerte de un par de mochuelos, haciendo de la espera, el peor de los momentos vividos por cada uno de ellos. “Ya viene ahí. Venga, vete para arriba y no te dejes ni un zapato arriba. Toma mi mechero”.
El que hacía ocho, quizás el que a priori era el más achantado y miedoso, a fin de demostrar que era tan “echao pa lante” como cualquiera de sus compañeros, infló sus pulmones tres veces y comenzó el ascenso.
Los siete, a medio descalzar, seguían sentados en un círculo, cada vez más pequeño; cada vez más arrejuntados. “Quillo, “no oléis ustedes a mierda?”. Todos olían, pero todos callaron, ya que si tres de ellos sabían el porqué de las continuas tufaradas, los otros tres dudaban si los hedores provenían de sus ropas interiores”.
Mientras tanto, el octavo, con el mechero ya sin gas, buscaba el séptimo zapato a tientas, sin obtener resultados positivos, alargándose aun más su estancia en el campanario. Fue entonces cuando, ya desesperado, se vio sorprendido por un intenso haz de luz procedente de una linterna y que le impactaba directamente en su cara. El octavo, que era precisamente la misma persona que años más tarde divisaría tendido en posición supina el desnivel del embellecedor de su lámpara de agua, comenzó a correr escalera abajo, totalmente a ciegas, dejando atrás el saco con tres pares de zapatos y saliendo al patio del convento dando voces. “¡Que viene alguien, que viene alguien”! Los siete, que vieron tras su amigo un haz de luz, comenzaron a correr como alma que se la lleva el diablo y enfilaron, casi cojeando, por falta de uno de los zapatos, el reducido pasadizo que les llevaba al exterior del convento.

Al día siguiente, en clase, nadie comentó nada de lo sucedido la noche anterior. Lo que si encontraron fue una bolsa con seis zapatos distintos, preguntándose la mayoría qué era lo que significaba aquello. Sólo nueve personas de las más de cuarenta podían dar una explicación sobre lo sucedido, explicación que nunca dieron.
Lo que no supieron nunca ninguno de los ocho intrépidos, valientes y valerosos adolescentes fue que la persona que portaba el haz de luz aquella fatídica y ventosa noche, años más tarde organizaría una fiesta en su casa en la que brindaría un solemne monólogo al señor que en su día, hacía ya algunos años, bajó los más de cien escalones, a ciegas, dejando tras de sí los zapatos de sus amigos.

Estaba claro que aquella adolescente portadora de la linterna, era más “echá pa lante” que todos los integrantes del grupo de ocho valientes, intrépidos y valerosos amiguetes.
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