Tendido
en su cama de ciento cincuenta por doscientos, y observando que la
lámpara de agua que pendía del techo tenía una más que notable
inclinación a la izquierda, le vino a la memoria la conversación
que poco antes de dejar la fiesta de la pasada madrugada, tuvo con la
anfitriona, reconociendo ahora que más que conversación, se trató
de un auténtico monólogo por parte de ella, eso sí, acompañado de
sus repetidos asensos. Y eran precisamente recordando esos
asentimientos cobardes o compasivos, más bien cobardes por su parte,
hacia la organizadora, con los que intentaba jugar en su posición
supina, equilibrar, en forma de calzo, el ladeo del embellecedor
superior de la lámpara, que era lo que realmente estaba desnivelado
con respecto al techo.
Pero
no, enseguida se dio cuenta que, por muchos recuerdos de asensos
pusilánimes pasados y muchos movimientos a izquierda y derecha de su
cabeza, le iba a ser imposible enderezar el dichoso embellecedor de
la lámpara con forma de campana invertida. Tocaba levantarse y, bien
desde lo alto del colchón viscolástico, bien desde la escalera
metálica de tres peldaños que guardaba en el trastero, manipular
con sus manos, una vez alcanzada la altura suficiente, el paupérrimo
y escorado estado en el que se encontraba el tan mencionado
embellecedor en forma de campana invertida.
Así
fue y así lo hizo. Y mientras que trataba de conseguir la
horizontalidad del embellecedor, y debido a su forma de campana
invertida, como según parece ya se apuntó anteriormente, recordó
un hecho en el que se vio envuelto en su etapa de adolescente.
Recordó
aquella reunión vespertina en la que, tras la tediosa clase de latín
de las cinco y ante la ausencia de los profesores de matemáticas y
francés, decidieron, casi la totalidad de los miembros varones de la
clase, hacer una visita al viejo convento que se encontraba en las
afueras del pueblo. Eran ocho los que decidieron hacer la prohibida
excursión, los que, según ellos mismos, eran los más “echaos pa
lante”; los ocho valientes; los más intrépidos y valerosos de la
clase de más de cuarenta, por lo menos era lo que ellos buscaban
delante de sus compañeras de aula. Con ese pensamiento fue con el
que salieron del instituto y con el que llegaron al casi derruido
convento. Una vez allí y antes de enfilar el escondido y angosto
pasadizo subterráneo para pasar al interior, decidieron hacer un
poco de tiempo para esperar a que anocheciese, con el fin de darle
más enjundia a la historia que al día siguiente pensaban relatar en
la previa de entrada a clases.
En la
casi hora de espera decidieron que, una vez en el interior del
convento, deberían de subir individualmente hasta la campana de la
ermita, la cual se encontraba en lo más alto de una torre de unos
quince metros de altura, en una de las esquinas del edificio. Echaron
a suerte el orden de subida, acordando que cada uno que subiera,
debería de dejar junto a la campana, uno de sus zapatos, por lo que
el octavo y último en subir, debería de subir con un saco donde
metería los siete zapatos de sus compañeros, entregándoselos
abajo; de este modo, nadie se iría hasta no volver a estar
perfectamente calzado.
Aunque
no eran ni las ocho, la noche estaba cerrada y un fuerte viento de
levante soplaba a espalda del grupo. El más “echao pa lante”, o
al menos era lo que aparentaba, dio la señal para comenzar a subir a
la torre. Y así fue. Pero lo que no pensaron ninguno de aquellos
valientes fue que la espera les iba a ser interminable.
Efectivamente, si largo se les hizo el primero de los viajes, el
segundo se les duplicó en el tiempo, o por lo menos eso era lo que
ellos creían. La larga espera del tercero se agrandó aun más con
los feroces ladridos del perro mastín del encargado del huerto del
convento. Los siete, en total oscuridad, intentaban encontrar la
mirada de cualquiera de sus compañeros sin encontrarla, por lo que,
intentando no levantar sospecha, trataban de tomar contacto físico
con el que tenía a su lado, a fin de ganar en seguridad. Por fin
llegó el tercero.
“Quillo,
vámonos” -dijo uno-, a lo que le contestó otro de los que ya
había subido, “¡y una mierda!; y los zapatos que hay arriba qué.
Venga, a ti te toca, que eres el cuarto”. Para arriba se fue el
cuarto.
El
paso del viento por los diez o doce álamos que se encontraban en uno
de los laterales del edificio en casi ruina, producía un silbido que
hacía que el grupo de siete, buscando protección, estuvieran ya
totalmente apiñado. Ni una sola palabra; ni respirar se oían unos a
otros; sólo buscaban el contacto físico del compañero: dos, mejor
que uno.
Por
fin llegó el cuarto. “A ver cuándo cojones me cogéis otra vez;
no me he matado en los últimos escalones de puro milagro. Venga, que
suba el quinto”. Y allí iba el quinto, con más miedo que
vergüenza, enfilando los primeros escalones de los casi cien que les
quedaba hasta llegar al campanario. Lo que no esperaba él, era que
el fuerte viento hiciese que el badajo de la campana rozase levemente
con la superficie curvada y emitiese un leve chirrido que se fue
acrecentado al tiempo que iba bajando, y al sonido me refiero, por la
angosta escalera. El quinto, que se encontraba a media escalera
cuando el chasquido metálico se cruzó con él, quedó paralizado.
No sabía si subir o bajar; no sabía si gritar o llorar; lo que sí
hizo, por tal de no manchar la ropa, fue bajarse a la carrera los
pantalones y los calzoncillos blanco de algodón, manchando tres
escalones de una tacada. Sin pensárselo dos veces, comenzó a bajar
los escalones casi a ciegas y, antes de llegar al grupo, aprovechando
la oscuridad, se quitó un zapato y lo introdujo por debajo de su
pantalón a la altura de su pubis.
El
sexto se dijo que mientras antes acabase este calvario, mejor, por lo
que sin pensárselo dos veces enfiló la estrecha escalera camino del
campanario. A ciegas iba ascendiendo escalón tras escalón y cuando
ya se encontraba más cerca del ultimo que del primero, se cruzó con
varios murciélagos que le hicieron que perdiese la respiración. Una
vez arriba, se quitó uno de los zapatos, y con el tacto, lo dejó
junto a los de los compañeros, comenzando a descender a tientas.
Ya
abajo, junto al grupo, se dirigió a ellos diciéndole, “subid los
dos juntos y vámonos ya”. “Y una mierda, de uno en uno, igual
que todos”, contestó el primero que subió.
A la
espera de que llegase el séptimo, los siete, que eran uno, pensaban
arrepentidos de su heroicidad. Se habían colocado haciendo un
pequeño círculo, hombro con hombro y con los pies hacia el
interior. No querían ni hablar, ya que al silbido del viento al
besar los álamos y al continuo ladrar del mastín, se les había
unido el reclamo agudo y fuerte de un par de mochuelos, haciendo de
la espera, el peor de los momentos vividos por cada uno de ellos. “Ya
viene ahí. Venga, vete para arriba y no te dejes ni un zapato
arriba. Toma mi mechero”.
El que
hacía ocho, quizás el que a priori era el más achantado y miedoso,
a fin de demostrar que era tan “echao pa lante” como cualquiera
de sus compañeros, infló sus pulmones tres veces y comenzó el
ascenso.
Los
siete, a medio descalzar, seguían sentados en un círculo, cada vez
más pequeño; cada vez más arrejuntados. “Quillo, “no oléis
ustedes a mierda?”. Todos olían, pero todos callaron, ya que si
tres de ellos sabían el porqué de las continuas tufaradas, los
otros tres dudaban si los hedores provenían de sus ropas
interiores”.
Mientras
tanto, el octavo, con el mechero ya sin gas, buscaba el séptimo
zapato a tientas, sin obtener resultados positivos, alargándose aun
más su estancia en el campanario. Fue entonces cuando, ya
desesperado, se vio sorprendido por un intenso haz de luz procedente
de una linterna y que le impactaba directamente en su cara. El
octavo, que era precisamente la misma persona que años más tarde
divisaría tendido en posición supina el desnivel del embellecedor
de su lámpara de agua, comenzó a correr escalera abajo, totalmente
a ciegas, dejando atrás el saco con tres pares de zapatos y saliendo
al patio del convento dando voces. “¡Que viene alguien, que viene
alguien”! Los siete, que vieron tras su amigo un haz de luz,
comenzaron a correr como alma que se la lleva el diablo y enfilaron,
casi cojeando, por falta de uno de los zapatos, el reducido pasadizo
que les llevaba al exterior del convento.
Al día
siguiente, en clase, nadie comentó nada de lo sucedido la noche
anterior. Lo que si encontraron fue una bolsa con seis zapatos
distintos, preguntándose la mayoría qué era lo que significaba
aquello. Sólo nueve personas de las más de cuarenta podían dar una
explicación sobre lo sucedido, explicación que nunca dieron.
Lo que
no supieron nunca ninguno de los ocho intrépidos, valientes y
valerosos adolescentes fue que la persona que portaba el haz de luz
aquella fatídica y ventosa noche, años más tarde organizaría una
fiesta en su casa en la que brindaría un solemne monólogo al señor
que en su día, hacía ya algunos años, bajó los más de cien
escalones, a ciegas, dejando tras de sí los zapatos de sus amigos.
Estaba
claro que aquella adolescente portadora de la linterna, era más
“echá pa lante” que todos los integrantes del grupo de ocho
valientes, intrépidos y valerosos amiguetes.