La
lluvia impactando contra las latas existentes en el patio interior
del albergue, fueron los primeros signos de vida de nuestro despertar
en este cuarto día de descamino; tendríamos una etapa pasada por
agua. Pero esto era la vida del peregrino, y en nuestro caso, del
desperegrino. Así, tras un inapetente despertar, todo el grupo
salíamos por la puerta del albergue, poco después de dar las siete
y media, camino del bar que nos habían aconsejado la noche anterior
y que debería de estar abierto desde las siete.
Así
fue, aunque con un amplio salón, habían sido muchos los peregrinos
que se nos habían adelantado y copaban casi la mayoría de las
mesas. Tras unos minutos de espera, no muchos, pudimos reunir sillas
para todo el grupo y pedimos el desayuno. Nosotros, los españoles y
el portugués, no abandonamos nuestro tradicional desayuno de tostada
con aceite, paté o mantequilla, acompañado de un buen vaso de café
con leche. Por su parte, austriacas y neozelandeses, se decantaron
por huevos y quesos de la tierra.
Hablando
de quesos, decir que la noche anterior comimos el queso con
denominación de origen de Arzúa, que fue el mismo que pusieron en
el desayuno de los foráneos desperegrinos. Ni fu ni fa; queso
cremoso y tierno que se asemeja a los quesos austriacos y
neozelandeses, pero que a nosotros, y me refiero a los ocho del grupo
originario de descaminantes, acostumbrados al queso viejo payoyo o
pajarete, no nos decía absolutamente nada. Que se lo coman todo los
extranjeros.
Y
en poco más de media hora, con los estómagos llenos y los
chubasqueros deshaciendo nuestras siluetas, comenzaba nuestro
caminar. Nos quedaban por delante cerca de treinta kilómetros; era
nuestra etapa más larga, pero según nos habían comentado antes de
comenzar el descamino, nos encontraríamos paisajes de postales, de
ensueño. A ver si era así.
Paso
tras paso, traspiés tras traspiés, precavidos por el suelo
resbaladizo, las mentes de todos los componentes del cada vez más
numeroso grupo estaban como el tiempo: grises y oscuras, pesarosas y
taciturnas. Las mismas lágrimas que desprendían en forma de lluvia
las ennegrecidas nubes por no dejar lucir al sol en plena estación
estival, inundaban en forma de pesadumbre, el pensamiento de cada uno
de los miembros del grupo, manifestándose en un vivir sin vivir, en
un andar sin gozar, en definitiva, en un vagar sin esperanza.
Pasaban
los minutos y los kilómetros, con andares cheposos con la intención
de resguardarse de las lágrimas del cielo, y ninguno del grupo
atinaba a romper el silencio que nos amordazaba a todos. Ni los
peregrinos que con más abundancia nos íbamos cruzando al tiempo que
íbamos avanzando en el camino, sacaban un solo monosílabo de
nuestras bocas. Y fue entonces, un par de kilómetros antes de llegar
a Melide, lugar que teníamos marcado para hacer una parada y comer
algo, por encontrarse a mitad de camino en nuestra etapa, cuando
entramos en una hermosa corredeira de más de cincuenta metros de
longitud haciendo curva en su parte final. Justamente cuando
llevábamos recorrida un tercio de esa maravilla de la naturaleza, y
hacia el final de la misma, apareció un intenso rayo de luz que nos
hizo detenernos a todos en seco, eso sí, aunque con el gesto
demudado, ninguno del grupo consiguió articular palabra. Tras
desaparecer el haz luminoso, con más claridad que la que habíamos
dejado a la entrada de la corredeira, proseguimos el camino hasta
salir de ella, comprobando que había desaparecido, no sólo la
lluvia, sino que el cielo se había convertido en un manto celeste
sin presencia de ningún tipo de nube.
En
apenas treinta metros, no sólo se había pasado del gris llorón al
celeste soleado en el cielo, sino que en nuestras mentes, en nuestros
cuerpos y en nuestras almas, todo cambió como por ensalmo. Las
sonrisas volvieron a nuestros rostros, la vitalidad a nuestros
músculos y, sobre todo, la esperanza de hacer felices al prójimo,
inundó cada uno de nuestros cuerpos. Sin saber porqué, a pesar que
ya aparecían en nuestros pies las primeras vejigas, tuvimos todos
los miembros del grupo la necesidad de encontrarnos con peregrinos y
hablar con ellos, comentarles lo que se iban a encontrar a su llegada
a la cripta del Santo Apóstol.
Y
fue entonces cuando llegamos hasta un riachuelo, el Catasol, cortado
por un paso empedrado. Realmente la imagen era de postal; preciosa,
idílica. Y a ambos lados del paso empedrado, refrescándose los pies
y sanándose las heridas, se encontraban un buen número de
peregrinos en actitud de esperar algún milagro que mitigara en
cierta medida sus dolencias. Y fue en aquel momento cuando uno de
nosotros, concretamente el primero de nosotros que yaciera con la
vistosa austriaca, detenido en el centro del paso empedrado, se
dirigió a ellos en actitud predicante. “Peregrinas y peregrinos
-dijo-, ¿qué esperáis cuando lleguéis hasta la cripta del Santo
Apóstol, un milagro, una promesa cumplida, un qué bien lo hemos
pasado? No, no creáis que Santiago de Zebedeo se conformará con
eso. Él viajó desde Galilea hasta Hispania para predicar el
cristianismo, para volver nuevamente hasta Oriente, donde encontró
la muerte por mandato de Agripa. Pero su cuerpo necesitaba descansar
en la tierra que evangelizó, por lo que sus discípulos trajeron su
cadáver nuevamente hasta Hispania, enterrándolo en Iria Flavia, la
actual Padrón, la de los pimientos que uns pican e outros non”. “Y
os decimos esto -prosiguió otro del grupo- porque el Apóstol
Santiago lo que realmente desearía es que todos seamos peregrinos,
pero peregrinos del bien, no de la jarana; peregrinos del amor, no
del ayuntamiento carnal; peregrinos de la caridad, del socorro, de la
ayuda del caminante, y no caminante por capricho....”
Todos
los allí presentes quedaron absortos, siguiendo con sus miradas y
sus corazones las palabras de los desperegrinos, al tiempo que
recibían la ayuda del resto del grupo en los quehaceres de cura de
sus maltrechos pies, tobillos y rodillas.
“....
porque el camino no hay que hacerlo con los pies; hay que hacerlo con
el alma. El camino se debe de llenar de bondad, de ayuda, de
beneficencia. Ese es el espíritu que debe de reinar en el
peregrinar, llegando al éxtasis a la llegada a la cripta. Nosotros
empezamos allí, teniendo como misión expandir el verdadero espíritu
de lo que verdaderamente debe de ser el peregrinar. Peregrinas y
peregrinos, no conformarse con dar un paso tras otro; impregnarse del
pensamiento que trajo hasta estas tierras Santiago el Mayor, nuestro
apóstol”.
Las
heridas sanaron, las articulaciones dejaron de molestar y un nuevo
mundo impregnó las mentes de todos aquéllos que oyeron atentamente
las palabras de estos nuevos predicadores.
Tras
lo sucedido, el grupo reinició la marcha dejando atrás a los
numerosos peregrinos que había en el Catasol, pero aumentando en
número, ya que varios, concretamente nueve, decidieron deshacer el
camino que traían y comenzar su labor de beneficencia.
Como
si no hubiera ocurrido nada en el río Catasol, el grupo de
veintinueve puso rumbo a Palas de Rei, eso sí, ralentizando su
marcha, ya que unas veces unos y otras veces otros, se detenían a
parlamentar con los peregrinos que se encontraban, llegando incluso a
curar los malparados pies de los caminantes.
Tras
pararse en Melide para reponer fuerzas, reanudamos la marcha hacia
nuestro destino final del día, estando en todo momento acompañados
por una aureola de satisfacción por la labor que estábamos llevando
a cabo, labor que no fue óbice para que la “una” dejara de
hacerle carantoñas a la “y media”, o que las dos neozelandesas
empezaran a sentirse atraídas por los dos únicos que no habíamos
“catado” hasta ahora, atracción que dicho sea de paso, era
recíproca.
Al
mismo tiempo, lo nuevos integrantes del grupo, seis hombres y tres
mujeres, algo retraídos al principio, se iban integrando poco a
poco, habiendo momentos en que fueron ellos los primeros en
protagonizar la labor de metamorfosear a los peregrinos con los que
nos cruzábamos, sobre todo una de las dos monjas que se unieron al
grupo en el río Catasol. que sumida en la más profunda abstracción
evangelizadora, no cejaba en su empeño de rociar todo el descamino
con acciones humanitarias y de caridad. Tan entregada estaba en la
causa que, desatendiendo las indicaciones de su compañera de hábitos
y etapas, rompió el voto de silencio que había contraído a su
salida del convento de Santa Clara de Sevilla, hacía ya mes y medio.
Y razones tenía, ya que el estado lamentable en el que se
encontraban sus pies en las frías aguas del río Catasol cuando oyó
las palabras de mis compañeros de desperegrinar, inundados de
vejigas y rozaduras, desapareció como por obra del mayor de los
hechizos, convirtiéndose más que en extremidades para caminar, en
soporte de un cuerpo y un alma cuya única obsesión era hacer el
bien. Lo mismo daba consejos a los peregrinos con los que nos
cruzábamos, que sanaba sus maltrechos pies invadidos por
excoriaciones; lo mismo relajaba con sus masajes los doloridos
hombros de los caminantes, que, con sus fricciones de alcohol,
trataba por todos los medios de descargar las molestias que se
encontraba en cuádriceps y gemelos de los sorprendidos andariegos.
Y
todo esta actitud benefactora de la mayoría de los miembros del
numeroso grupo, ya que una pequeña minoría pensábamos que esos
comportamientos sólo producían un retardo en nuestras intenciones
primitivas, fue lo que motivó que nuestra llegada a Palas de Rei no
se produjera hasta bien pasadas las siete de la tarde, lo que motivó
que no encontrásemos aposento todos juntos en un mismo hostal o
albergue. Ante este contratiempo, decidimos jugárnosla y practicar
nuevamente la acampada libre.
Tras
cruzar el pueblo y avituallarnos para la cena y para el desayuno del
día siguiente, sellando nuestra credencial en la iglesia de San
Tirso, nos alejamos del pueblo algo más de un kilómetro, en
dirección a Portomarín, para montar el vivac en una ladera;
concretamente en la ladera del monte Sacro, donde según cuentan, los
discípulos del Santo Apóstol amansaron a los toros bravos que
trasladaron el cuerpo del Santo hasta su sepulcro.
Fue
tras la cena cuando, a la luz de la luna creciente, casi llena, los
ochos desperegrinos tuvimos una reunión apartados del resto, en la
que, a pesar de la oposición de tres de los miembros, decidimos que
al amanecer finalizaría nuestra labor evangelizadora, compasiva y
humanitaria, y que lo mejor sería que el grupo volviese a su origen
numérico más el portugués, por aquello del ofrecimiento laboral
que le dimos en su día.
Fue
a la hora de desayuno, y sin haberlo preparado en la reunión de la
noche anterior, cuando el mismo de nosotros que comenzó la misión
evangelizadora en el río Catasol, con el jarro de café en la mano,
se dirigió al grupo diciéndole que “nuestra labor humanitaria
debe de expandirse por todos los rincones del camino de Santiago, por
lo que para ello debería de separarse el grupo, teniendo así más
campo de acción y lo que era más importante -proseguía diciendo-,
llegaríamos a un mayor número de peregrinos necesitados de nuestros
consejos y auxilios”.
Dicho
y hecho. El grupo de neozelandeses decidieron abandonar el camino
francés, que era el que llevábamos, y poner rumbo, sin camino
marcado, a la búsqueda del camino del norte; el grupo de nueve, con
sor Beatriz a la cabeza, que era la monja que abandonó el voto de
silencio, decidió volver de donde veníamos y establecer una especie
de puesto de socorro en el río Catasol. En cuanto a las austriacas,
indecisas unas más que otras y, porqué no decirlo, aferradas a
seguir sintiendo el calor humano en las noches del norte de España,
decidieron seguir con nosotros.
Así
comenzaba nuestra cuarta etapa, con comienzo en Palas de Rei y final
en Portomarín.