miércoles, 8 de julio de 2015

EL DESCAMINO DE SANTIAGO. 3ª ETAPA. ARZÚA – PALAS DE REI.




La lluvia impactando contra las latas existentes en el patio interior del albergue, fueron los primeros signos de vida de nuestro despertar en este cuarto día de descamino; tendríamos una etapa pasada por agua. Pero esto era la vida del peregrino, y en nuestro caso, del desperegrino. Así, tras un inapetente despertar, todo el grupo salíamos por la puerta del albergue, poco después de dar las siete y media, camino del bar que nos habían aconsejado la noche anterior y que debería de estar abierto desde las siete.
Así fue, aunque con un amplio salón, habían sido muchos los peregrinos que se nos habían adelantado y copaban casi la mayoría de las mesas. Tras unos minutos de espera, no muchos, pudimos reunir sillas para todo el grupo y pedimos el desayuno. Nosotros, los españoles y el portugués, no abandonamos nuestro tradicional desayuno de tostada con aceite, paté o mantequilla, acompañado de un buen vaso de café con leche. Por su parte, austriacas y neozelandeses, se decantaron por huevos y quesos de la tierra.

Hablando de quesos, decir que la noche anterior comimos el queso con denominación de origen de Arzúa, que fue el mismo que pusieron en el desayuno de los foráneos desperegrinos. Ni fu ni fa; queso cremoso y tierno que se asemeja a los quesos austriacos y neozelandeses, pero que a nosotros, y me refiero a los ocho del grupo originario de descaminantes, acostumbrados al queso viejo payoyo o pajarete, no nos decía absolutamente nada. Que se lo coman todo los extranjeros.
Y en poco más de media hora, con los estómagos llenos y los chubasqueros deshaciendo nuestras siluetas, comenzaba nuestro caminar. Nos quedaban por delante cerca de treinta kilómetros; era nuestra etapa más larga, pero según nos habían comentado antes de comenzar el descamino, nos encontraríamos paisajes de postales, de ensueño. A ver si era así.
Paso tras paso, traspiés tras traspiés, precavidos por el suelo resbaladizo, las mentes de todos los componentes del cada vez más numeroso grupo estaban como el tiempo: grises y oscuras, pesarosas y taciturnas. Las mismas lágrimas que desprendían en forma de lluvia las ennegrecidas nubes por no dejar lucir al sol en plena estación estival, inundaban en forma de pesadumbre, el pensamiento de cada uno de los miembros del grupo, manifestándose en un vivir sin vivir, en un andar sin gozar, en definitiva, en un vagar sin esperanza.
Pasaban los minutos y los kilómetros, con andares cheposos con la intención de resguardarse de las lágrimas del cielo, y ninguno del grupo atinaba a romper el silencio que nos amordazaba a todos. Ni los peregrinos que con más abundancia nos íbamos cruzando al tiempo que íbamos avanzando en el camino, sacaban un solo monosílabo de nuestras bocas. Y fue entonces, un par de kilómetros antes de llegar a Melide, lugar que teníamos marcado para hacer una parada y comer algo, por encontrarse a mitad de camino en nuestra etapa, cuando entramos en una hermosa corredeira de más de cincuenta metros de longitud haciendo curva en su parte final. Justamente cuando llevábamos recorrida un tercio de esa maravilla de la naturaleza, y hacia el final de la misma, apareció un intenso rayo de luz que nos hizo detenernos a todos en seco, eso sí, aunque con el gesto demudado, ninguno del grupo consiguió articular palabra. Tras desaparecer el haz luminoso, con más claridad que la que habíamos dejado a la entrada de la corredeira, proseguimos el camino hasta salir de ella, comprobando que había desaparecido, no sólo la lluvia, sino que el cielo se había convertido en un manto celeste sin presencia de ningún tipo de nube.

En apenas treinta metros, no sólo se había pasado del gris llorón al celeste soleado en el cielo, sino que en nuestras mentes, en nuestros cuerpos y en nuestras almas, todo cambió como por ensalmo. Las sonrisas volvieron a nuestros rostros, la vitalidad a nuestros músculos y, sobre todo, la esperanza de hacer felices al prójimo, inundó cada uno de nuestros cuerpos. Sin saber porqué, a pesar que ya aparecían en nuestros pies las primeras vejigas, tuvimos todos los miembros del grupo la necesidad de encontrarnos con peregrinos y hablar con ellos, comentarles lo que se iban a encontrar a su llegada a la cripta del Santo Apóstol.
Y fue entonces cuando llegamos hasta un riachuelo, el Catasol, cortado por un paso empedrado. Realmente la imagen era de postal; preciosa, idílica. Y a ambos lados del paso empedrado, refrescándose los pies y sanándose las heridas, se encontraban un buen número de peregrinos en actitud de esperar algún milagro que mitigara en cierta medida sus dolencias. Y fue en aquel momento cuando uno de nosotros, concretamente el primero de nosotros que yaciera con la vistosa austriaca, detenido en el centro del paso empedrado, se dirigió a ellos en actitud predicante. “Peregrinas y peregrinos -dijo-, ¿qué esperáis cuando lleguéis hasta la cripta del Santo Apóstol, un milagro, una promesa cumplida, un qué bien lo hemos pasado? No, no creáis que Santiago de Zebedeo se conformará con eso. Él viajó desde Galilea hasta Hispania para predicar el cristianismo, para volver nuevamente hasta Oriente, donde encontró la muerte por mandato de Agripa. Pero su cuerpo necesitaba descansar en la tierra que evangelizó, por lo que sus discípulos trajeron su cadáver nuevamente hasta Hispania, enterrándolo en Iria Flavia, la actual Padrón, la de los pimientos que uns pican e outros non”. “Y os decimos esto -prosiguió otro del grupo- porque el Apóstol Santiago lo que realmente desearía es que todos seamos peregrinos, pero peregrinos del bien, no de la jarana; peregrinos del amor, no del ayuntamiento carnal; peregrinos de la caridad, del socorro, de la ayuda del caminante, y no caminante por capricho....”
Todos los allí presentes quedaron absortos, siguiendo con sus miradas y sus corazones las palabras de los desperegrinos, al tiempo que recibían la ayuda del resto del grupo en los quehaceres de cura de sus maltrechos pies, tobillos y rodillas.
.... porque el camino no hay que hacerlo con los pies; hay que hacerlo con el alma. El camino se debe de llenar de bondad, de ayuda, de beneficencia. Ese es el espíritu que debe de reinar en el peregrinar, llegando al éxtasis a la llegada a la cripta. Nosotros empezamos allí, teniendo como misión expandir el verdadero espíritu de lo que verdaderamente debe de ser el peregrinar. Peregrinas y peregrinos, no conformarse con dar un paso tras otro; impregnarse del pensamiento que trajo hasta estas tierras Santiago el Mayor, nuestro apóstol”.
Las heridas sanaron, las articulaciones dejaron de molestar y un nuevo mundo impregnó las mentes de todos aquéllos que oyeron atentamente las palabras de estos nuevos predicadores.


Tras lo sucedido, el grupo reinició la marcha dejando atrás a los numerosos peregrinos que había en el Catasol, pero aumentando en número, ya que varios, concretamente nueve, decidieron deshacer el camino que traían y comenzar su labor de beneficencia.
Como si no hubiera ocurrido nada en el río Catasol, el grupo de veintinueve puso rumbo a Palas de Rei, eso sí, ralentizando su marcha, ya que unas veces unos y otras veces otros, se detenían a parlamentar con los peregrinos que se encontraban, llegando incluso a curar los malparados pies de los caminantes.
Tras pararse en Melide para reponer fuerzas, reanudamos la marcha hacia nuestro destino final del día, estando en todo momento acompañados por una aureola de satisfacción por la labor que estábamos llevando a cabo, labor que no fue óbice para que la “una” dejara de hacerle carantoñas a la “y media”, o que las dos neozelandesas empezaran a sentirse atraídas por los dos únicos que no habíamos “catado” hasta ahora, atracción que dicho sea de paso, era recíproca.
Al mismo tiempo, lo nuevos integrantes del grupo, seis hombres y tres mujeres, algo retraídos al principio, se iban integrando poco a poco, habiendo momentos en que fueron ellos los primeros en protagonizar la labor de metamorfosear a los peregrinos con los que nos cruzábamos, sobre todo una de las dos monjas que se unieron al grupo en el río Catasol. que sumida en la más profunda abstracción evangelizadora, no cejaba en su empeño de rociar todo el descamino con acciones humanitarias y de caridad. Tan entregada estaba en la causa que, desatendiendo las indicaciones de su compañera de hábitos y etapas, rompió el voto de silencio que había contraído a su salida del convento de Santa Clara de Sevilla, hacía ya mes y medio. Y razones tenía, ya que el estado lamentable en el que se encontraban sus pies en las frías aguas del río Catasol cuando oyó las palabras de mis compañeros de desperegrinar, inundados de vejigas y rozaduras, desapareció como por obra del mayor de los hechizos, convirtiéndose más que en extremidades para caminar, en soporte de un cuerpo y un alma cuya única obsesión era hacer el bien. Lo mismo daba consejos a los peregrinos con los que nos cruzábamos, que sanaba sus maltrechos pies invadidos por excoriaciones; lo mismo relajaba con sus masajes los doloridos hombros de los caminantes, que, con sus fricciones de alcohol, trataba por todos los medios de descargar las molestias que se encontraba en cuádriceps y gemelos de los sorprendidos andariegos.

Y todo esta actitud benefactora de la mayoría de los miembros del numeroso grupo, ya que una pequeña minoría pensábamos que esos comportamientos sólo producían un retardo en nuestras intenciones primitivas, fue lo que motivó que nuestra llegada a Palas de Rei no se produjera hasta bien pasadas las siete de la tarde, lo que motivó que no encontrásemos aposento todos juntos en un mismo hostal o albergue. Ante este contratiempo, decidimos jugárnosla y practicar nuevamente la acampada libre.
Tras cruzar el pueblo y avituallarnos para la cena y para el desayuno del día siguiente, sellando nuestra credencial en la iglesia de San Tirso, nos alejamos del pueblo algo más de un kilómetro, en dirección a Portomarín, para montar el vivac en una ladera; concretamente en la ladera del monte Sacro, donde según cuentan, los discípulos del Santo Apóstol amansaron a los toros bravos que trasladaron el cuerpo del Santo hasta su sepulcro.
Fue tras la cena cuando, a la luz de la luna creciente, casi llena, los ochos desperegrinos tuvimos una reunión apartados del resto, en la que, a pesar de la oposición de tres de los miembros, decidimos que al amanecer finalizaría nuestra labor evangelizadora, compasiva y humanitaria, y que lo mejor sería que el grupo volviese a su origen numérico más el portugués, por aquello del ofrecimiento laboral que le dimos en su día.
Fue a la hora de desayuno, y sin haberlo preparado en la reunión de la noche anterior, cuando el mismo de nosotros que comenzó la misión evangelizadora en el río Catasol, con el jarro de café en la mano, se dirigió al grupo diciéndole que “nuestra labor humanitaria debe de expandirse por todos los rincones del camino de Santiago, por lo que para ello debería de separarse el grupo, teniendo así más campo de acción y lo que era más importante -proseguía diciendo-, llegaríamos a un mayor número de peregrinos necesitados de nuestros consejos y auxilios”.
Dicho y hecho. El grupo de neozelandeses decidieron abandonar el camino francés, que era el que llevábamos, y poner rumbo, sin camino marcado, a la búsqueda del camino del norte; el grupo de nueve, con sor Beatriz a la cabeza, que era la monja que abandonó el voto de silencio, decidió volver de donde veníamos y establecer una especie de puesto de socorro en el río Catasol. En cuanto a las austriacas, indecisas unas más que otras y, porqué no decirlo, aferradas a seguir sintiendo el calor humano en las noches del norte de España, decidieron seguir con nosotros.

Así comenzaba nuestra cuarta etapa, con comienzo en Palas de Rei y final en Portomarín.
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