martes, 11 de agosto de 2020

NO HAY CURA PARA EL AMOR


Nuevamente, deleitándome con el hablar armónico del maestro Cohen, recordé aquel artículo que escribí basándome en un poema suyo, hace ya varios otoños.


"Como cada viernes, cumpliendo la rutina semanal, Carla se aferró en la limpieza a fondo de su salón, aunque el esmero que normalmente ponía en ello parecía que había desaparecido en este viernes negro para ella. En esta ocasión se encontraba como ida, siendo sus movimientos como mecánicos y articulados, no empeñándose en nada de lo que hacía.

Cada pelusa que sacaba con el cepillo de debajo del sofá tres por dos, era como si perdiese una esquirla de su corazón herido; con cada mota de polvo que sacudía de la mesa de su televisión de plasma de cuarenta y dos pulgadas con su bayeta de microfibras rosa fucsia, se le fragmentaba en trozos ese cielo al que en tantas ocasiones subió, y que después del último whatsapp recibido hacía hoy no sabía cuánto tiempo, y al que no tuvo la valentía suficiente para responder, sabía que nunca más ascendería hasta esas alturas.
Porque el amor que sintió durante tanto tiempo, fue tan real como lo eran las campanadas anunciando las doce del medio día que estaban sonando en el reloj de péndulo, y que al repiquetear, cayó en la cuenta que no le había pasado la bayeta, por lo que mecánicamente se dirigió hacia él y, también mecánicamente, lo intentó dejar sin una mota de polvo. Pero el mismo éxito que tuvo en la conservación de su amor, tuvo a la hora de dejar su reloj pendular impoluto. Ni consiguió una cosa ni consiguió la otra.
Pero a ella le dio absolutamente igual, ya que su conciencia, ahora, la estaba ayudando a que se tranquilizase, habiendo puesto tanto ahínco en una cosa como en la otra. Al igual que no comprendía cómo no pudo mantener esa relación que tan feliz la hizo, y en la que puso encima de la mesa todo lo necesario para que así fuese, tampoco comprendía cómo, a pesar de pasar una y otra vez la bayeta por la superficie pulimentada del reloj, aquellas malditas motas de polvo, no desaparecían en su totalidad. Y así, comprendió que, al igual que por mucho que hizo para conservar su amor, no consiguiera retenerlo, ahora, con las dichosas motas, por mucho que pasase la bayeta, conseguiría que se marchasen.
Pensaba ella, a veces en voz alta, que pese al doble fracaso, seguiría sintiendo locura por esa persona y continuaría deseando ver a su reloj impoluto, y que el tiempo, por mucho que transcurriera, no iba a ser un bálsamo para curar esas heridas que tanto, y ahora por partida doble, la atormentaban. Así lo pensaba y así llegó incluso a gritarlo en su amplio salón, retumbando en aquellas cuatro paredes, unos “no hay cura para el amor”, y tras mirar de soslayo su reloj de péndulo, unos “no hay remedio para eliminarlas”.
Pero, ¡qué coño!, se dijo. ¿Cómo voy a comparar la pérdida de la persona que me dio durante tanto tiempo la vida, con la imposibilidad de eliminar esas dichosas motas de polvo? Sonrió de cara a su vacío salón, y tras conseguir aparcar en su maltrecho corazoncito los pensamientos sobre la persona perdida, se dirigió hasta el mueble donde guardaba entre otras cosas, bayetas y paños de limpieza, cogiendo una gamuza de algodón de color azul, que humedeció ligeramente, comprobando inmediatamente que fue el mejor remedio para la eliminación de las rebeldes motas.
Las motas habían desaparecido por fin, pero el dolor en su mente y en su corazón seguían presente, y cada segundo que transcurría, más la añoraba y más la necesitaba tener delante de sus humedecidos ojos. Tras sentarse en el dos, precisó verla junto a ella; le urgió recorrer su cuerpo desnudo y hurgar en su pensamiento; hacerla suya. Pero nuevamente comprendió que aquello era imposible, volviendo a gritar esa frase que tanto la estaba acompañando: “no hay cura para el amor”.
¿Y por qué no hay cura para el amor?, se preguntaba. ¿Por qué el hombre ha llegado a la luna, no para de dar vuelta alrededor de la Tierra, está preparando un viaje a Marte, y no ha podido descubrir un elixir para los corazones destrozados? ¿Por qué la Biblia en ninguno de sus versículos, ni el Corán en ninguna de sus aleyas o ni siquiera en ninguno de los cuatro libros de Confucio, se recogen una sola pócima para el mal de amores? ¿Por qué -seguía preguntándose- no consigo vaciar mi pensamiento y comenzar nuevamente a pensar pero ya sin ti, sin tus despertares, sin tus conversaciones, sin tus frases, sin tus manos, sin tu pelo, sin tu reloj y sin tu cepillo? ¿Por qué no consigo dejar de verte en mi bodegón, en mi lámpara de catorce brazos o en mi centelleante, ahora, reloj de péndulo? ¿Y por qué, por muchas fiestas a las que acuda, por muchas cenas que tenga con mis amigos, por muchas vacaciones que pase con mi marido, y por muchas veces que simule que soy feliz a base de histriónicas risas y que me lo paso bien en todos esos encuentros, no consigo olvidar a esa persona?

¡Coño!, ¿por qué no hay cura para el amor?"

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