LA
PARISINA.
CAPÍTULO
I
Lo
que está claro es que hoy me queda un día menos teniendo que ver sí
o sí la parisina que da majestuosidad a mi salón. Esa misma
parisina que compré en la rue du Mont Cenis, en el distrito parisino
de Montmartre, por, quiero recordar, poco menos de 700 francos
franceses, y que dicho sea de paso, me costó tener que emplearme
bien a fondo para, primero, poder pasar por la puerta de embarque sin
doblarla, y después, poder acceder al avión con ella. Menos mal que
en las dos puertas se encontraban dos bellas azafatas, una de Dijon y
la segunda de Toulouse, que aunque reticentes al principio, después,
dejándose llevar por mi chapurreado francés del Sur del sur
aprendido en mis años de pantalones cortos, zapatos gorilas y
calcetines hasta las pantorrillas, accedieron a que pudiese viajar
con mi parisina enrollada de casi metro y medio entre mis piernas, no
sin antes dedicarles a las dos, por separadas, unas sonrisas y unas
miradas cargadas de… … … .., y de las que hoy ya no se pueden
utilizar salvo que corras con el riesgo de tener problemas con la
justicia, pero que en aquel embarque consiguieron el objetivo.
Aunque pude
conseguir que embarcase conmigo, la azafata, la de Toulouse, me
exigió que no podía ir en mi asiento, ya que molestaría a los dos
pasajeros que tenían que ir junto a mí, pues tuve la “gran
suerte” de ir en el asiento central, trasladándome al último
asiento de cola que circunstancialmente estaba libre por una
cancelación de última hora. Sin pega alguna, dije yo. Y fue
entonces cuando, ya en pleno vuelo, entablé conversación con un
orondo argentino, cubierto de un sombrero tipo Bogart que ahora que
recuerdo no le favorecía en nada, y con una pipa de madera de cerezo
sin picadura, que también se dirigía para Sevilla. Tengo que
reconocer que su melodioso hablar me cautivó (no pensar mal),
provocando que desplegase el rollo en el que iba envuelto mi lienzo,
quedando mi preciosa parisina expandida a lo ancho de todo el pasillo
central, entre el reposabrazo del porteño y el mío. El argentino
quedó prendado con la pintura, y tras analizarla minuciosamente,
cosa que yo no hice cuando la adquirí en plena rue du
Mont Cenis, me miró fijamente a los ojos y echó mano a su chequera
que llevaba en el bolsillo interior de su chaqueta Armani de cuadros
escoceses, diciéndome: “pide plata”, a lo que yo me quedé
desconcertado sin saber qué contestar.
…......“Pide
plata”, repitió un par de veces, al tiempo que no dejaba de mover
su chequera delante de mi cara, dejándome todavía más descolocado.
Recuerdo que pasaron por mi cabeza mil cosas al mismo tiempo, pero me
centré en la que más me convenía. “Será un Cezanne, un Van Gogh
o un Renoir?, me dije. “De aquí saco yo tajada”.
“No,
no lo vendo”, le dije, “además, fue un capricho de mi mujer y he
pagado demasiado por él; no creo que usted pueda pagar tanto”.
“Vos, pedí, que verás como llegamos a trato”, contestó.
“Joder, joder, joder con el porteño este” pensé, “qué coño
habrá visto el tío este en el lienzo para estar dispuesto a pagar
lo que sea”. “Deja que me lo piense” le dije, y lo desplegué
como pude encima de mis piernas. Lo miré por un lado, lo miré por
el otro, lo miré de cerca, lo miré al lejos, dejándolo caer en el
mamparo del avión y retirándome lo máximo que podía....., y nada;
yo veía lo mismo que vi el día que lo compré; es decir, una
pintura como otra cualquiera; lo compré porque le gustó a mi mujer,
pero cuando yo fui al día siguiente a recoger el óleo con los
setecientos francos que saqué en una oficina parisina del Banco
Central Hispano, me dieron mil cuatrocientos dolores de barriga.
Volví a sentarme, me acerqué lo máximo que pude a la firma y solo
vi un garabato, un garabato donde ni ponía Cezanne, ni Van Gogh, ni
Renoir, ni ningún nombre de otro pintor francés que yo conociera.
¿Entonces qué coño ha visto el gordinflón este en el oleo?, pensé
hecho un basilisco.
Recuerdo
que me dormí y pocos minutos antes de tomar tierra el avión en
Madrid, me despertó un pequeño tirón en el brazo. Era el
argentino.
“Despertá,
boludo, que estamos a punto de tomar tierra en Madrid” fueron las
primeras palabras que escuché al abrir los ojos. Era el argentino
nuevamente. Con él me dormí y con él me desperté. Enseguida caí
en la propuesta que me había hecho antes de caer en brazos de
Morfeo. “Si le pidiera mil francos por mi parisina lo mismo hasta
me los da, y así me gano algo más de seis mil pesetas” pensé
haciéndome todavía el dormido. “Boludo, tres mil francos te doy
por tu pintura; no creo yo que tu chica te dejara pagar tanto por
esta pinturita que la podías encontrar en la esquina de la tienda de
tu calle. ¿Lo tomas o lo dejas?”. Mi calculadora mental comenzó a
dar vueltas y no me creía el resultado final: unas cincuentas mil
pesetas sin partirla ni probarla, o lo que es lo mismo, seis letras
del Opel Kadett que me había comprado unos meses antes. “Ni
pensarlo”, me dije; “¡pero qué coño!, voy a ver si le saco un
par de mensualidades más; o tres o cuatro”. “Boludo......, tú”
le contesté esbozando una leve sonrisa socarrona para intentar
traérmelo a mi terreno. “Te voy a decir una cosa, yo no tengo
ninguna intención de vender esta parisina, pero como me has caído
bien, si me das cinco mil francos, lo mismo hasta te la vendo”.
“Mesdames
et messieurs, attachez vos ceintures de sécurité; dans quelques
instants, nous atterrissons à l'aéroport de Madrid Barajas”.
Recuerdo
como si lo estuviera viviendo en este momento. La voz de la azafata
indicándonos que íbamos a aterrizar me puso de los nervios,
desencajado; con ganas de cerrar los ojos y no abrirlos para nada. “A
ver para que coño me ha despertado el argentino este de los
cojones”, pensé, olvidando la oferta que me había hecho, lo que
yo le había pedido y hasta de las letras de mi Opel Kadett. ”Para,
para, para; no
guitarrees que no tenés cuerdas. Cuatro
mil te doy, y es la ultima palabra”, me dijo volviendo a sacar su
chequera. Los nervios por el aterrizaje me atenazaron; le tenía
pavor, lo que hizo que ni entrase a analizar la última oferta. La
toma del tren de aterrizaje con el asfalto de la pista fue muy suave,
abriendo los ojos y volviendo instintivamente mi vista para la
minúscula ventana y así comprobar que todo había ido bien. Respiré
hondo. “Boludo, qué, ¿lo toma o lo deja? Cuatro mil te doy”,
insistió el argentino bailando la chequera delante de mi cara. “Ni
para ti ni para mí; cuatro mil quinientos y no hablamos más”, le
dije extendiéndole la mano para cerrar el trato. El porteño,
después de entrecruzar nuestras manos, sacó su Mont Blanc para
rellenar el cheque.
El
porteño, después de entrecruzar nuestras manos, sacó su Mont Blanc
para rellenar el cheque. Tuve un momento de lucidez y le salí de
inmediato al paso, antes que firmase, dejándole claro que no era muy
amante de los cheques, que me gustaban ver a los billetes verdes de
mil pesetas unos encima de otros formando un taco. El argentino, con
toda la parsimonia del mundo, y sin inmutarse me dijo que no había
problema, pero que tendría que esperar a llegar a Sevilla para ir a
una oficina bancaria, y eso tendría que esperar al día siguiente,
ya que el avión, tras el transbordo en Madrid no tomaría tierra en
San Pablo hasta después de las diez de la noche. Yo recuerdo, que me
mosqueé un poco, y ni corto ni perezoso, acordándome de diez letras
de mi Opel Kadett le dije que teníamos cinco hora de transbordo en
Madrid, que en el aeropuerto habría con toda seguridad alguna
oficina bancaria donde sacar el dinero, a lo que él me contestó que
así lo haría.
Ya
en el aeropuerto madrileño, a solas con mi mujer, le relaté todo lo
sucedido, apreciando que la incredulidad se adueñaba de su cara y de
sus gestos. “Vamos a ver, me dijo, no te echo la bronca porque sé
que el argentino ese no va a volver con las noventa mil pesetas, pero
la parisina se compró porque desde que la vi me sedujo, y cuando yo
le ponga un buen marco ni te imagina cómo se va a hermosear tu
salón”. “Pero niña, que con las noventa mil pesetas te lleno yo
las cuatro paredes de parisinas; y encima soy capaz de comprarte
hasta un reloj de pared”, le dije al tiempo que le pellizcaba la
mejilla a modo de caricia con el interior de mis dedos índice y
corazón. “Así que, continué convenciéndola, si vuelve el
gordito feliz, le recogemos muy gustosamente el fajo de billetes, le
damos la parisina y ya nos pasaremos por un buen anticuario y te
compras un par de buenos cuadros ya enmarcados y todo”. Realmente
creo que la convencí, pero debo de admitir que el paso de los
minutos sin ver aparecer al argentino, me hizo pensar que aquello
había sido un fiasco y que la intención del boludo orondo no era
otra que quedarse con la parisina de mi mujer y donarme un cheque sin
fondo. Al final, como casi siempre, las mujeres llevan razón.
Pero
cuál no sería nuestra sorpresa que una hora antes de embarcar, nos
vimos aparecer a Honorio, que así se llamaba el argentino,
haciéndonos señales con el brazo y acercándose hacia nosotros con
una sonrisa de oreja a oreja y dándose golpecitos en el lado del
corazón como diciendo que en el bolsillo interior de su Armani
llevaba las noventa.
…............
y dándose golpecitos en el lado del corazón como diciendo que en el
bolsillo interior de su Armani llevaba las noventa. La verdad es que
me entró algo de congoja cuando lo vi aparecer. Mientras se acercaba
a nuestra mesa, miré a mi mujer tres o cuatro veces, esperando su
reacción. Y habló. “Yo me voy hasta la puerta de embarque; haz lo
que te apetezca, pero que sepas que esa parisina me encantó desde el
primer momento”. “Pero niña, le contesté, que son noventa mil
pesetas, que si le resta las quince que nos gastamos en ella, nos
quedan libre más de setenta; yo creo que no es para pensárselo”.
“Adiós”, esa fue su respuesta, y se fue dejando el zumo de piña
a medio tomar con cara de pocos amigos.
Honorio,
el argentino, con insultante alegría y con una expresión de esas de
“me como el mundo”, se cruzó con mi mujer a menos de dos metros
de la mesa donde me encontraba, que, dedicándole una mirada bastante
altiva y cargada de odio, siguió camino de la puerta de embarque,
aunque su destino, como bien supuse y comprobé más tarde, fue una
de esas tiendas de modas prohibitivas que tan enemigo soy de ellas.
“Vos
tenés el día de suerte hoy, pero no vea el quilombo por el que he
tenido que pasar para conseguir la pasta; pensé que no llegaba”,
llegó diciendo el porteño ya con el sobre en la mano. “Te invito
a una birra antes de tomar el avión, que veo que acá sos algo
rata”, prosiguió hablando al ver que yo no me decidía a
intervenir. En verdad es que por mi cabeza rondaba la búsqueda de
una respuesta para decirle que no iba a vender mi parisina. Aunque
realmente yo deseaba venderla, ya que la pinturita no me decía
absolutamente nada. Era un mar de dudas. Pasaron un ramillete de
respuestas por mi cabeza mientras que él se acercó a la barra por
las cervezas, pero no encontraba la idónea, principalmente porque
diez letras del Kadett eran muchas letras y con ese dinero se podían
tapar algunos agujeros, y algún que otro capricho. Pero todas mis
dudas se esfumaron cuando de regreso con sus dos birras, una de ellas
para mí, y sentado en la misma silla que ocupara mi mujer, me abrió
la solapa del sobre blanco de Argentaria con billetes de cinco mil
pesetas. Yo pensaba en ella; en mi mujer me refiero. Pero el color
marrón de los billetes me ayudaban a mitigar las posibles
consecuencias. “Cuatro mil quinientos francos franceses a veinte
pesetas, noventa mil pesetas. He querido redondear a beneficio de
vos, ya que el cambio del franco está ahora a diecinueve sesenta y
cinco pesetas. Tené que haber dieciocho billetes de cinco mil.
Contá, contá”. Y los conté. Dieciocho billetes. En verdad es que
pensé en aquel momento que iban a hacer más bulto. Honorio sonreía,
me miraba, y con un leve movimiento de cabeza me decía que le
entregara mi parisina.
….......Honorio
sonreía, me miraba, y con un leve movimiento de cabeza me decía que
le entregara mi parisina. Los dos frente a frente. Miradas cargadas
de palabras e intenciones. El sobre de Argentaria con los dieciocho
billetes en su interior encima de la mesa, en el mismo centro,
equidistante entre los dos. Mientras, mi parisina, enrollada en el
interior de un canuto (hablando de canuto, ¿sabéis que a finales
del siglo X y comienzos del XI hubo un monarca danés que fue rey de
Dinamarca, Noruega, Suecia e Inglaterra que se llamaba Canuto II?),
dormitaba extendida en el asiento de otra de las sillas, soportando
nuestras miradas, bien directas bien soslayadas, esperando quizás
saber en qué brazos iba a hacer el viaje hasta el aeropuerto San
Pablo de Sevilla. Recuerdo que me llené de valor y extendí mi brazo
izquierdo hasta tomar fuertemente el canuto, poniéndolo encima de la
mesa, junto al sobre de Argentaria, pero sin soltarlo.”Aquí tienes
la parisina, pero antes de que cambie de dueño me tienes que decir
porqué tanto interés el tuyo en hacerte con ella; no es normal”.
El argentino, poniendo una de sus manos encima del canuto, entre las
dos mías que no se habían desprendido todavía de él, me sonrió
diciendo, “boludo, creo que vos no entendé lo que es el arte en
serie o en cadena según la luz”. “¿En cadena?; ¿el arte en
cadena?;¿qué coño es eso?”, pensé contestarle; pero no lo hice.
“Explícamelo tú, boludo, que yo de arte estoy pegado”, le
contesté, pero utilizando el término boludo de una manera nada
conciliadora, aspecto éste que no se le fue por alto a mi compañero
de viaje. Te explico, me dijo.”El autor de esta parisina pintó en
su día cinco imágenes de la rue du Mont Cenis, con el exterior de
la Basílica del Sacré Coeur (Sagrado Corazón) al fondo, a
distintas horas, con distinta luz según la estación del año y
oscilando su posición a lo largo de la calle en unos cincuenta o
sesenta metros”. “¡Qué bien!”, le contesté; “aburrido que
estaba el tío. ¿Y qué? A mi eso no me dice nada. Esta, apretando
con más fuerza el canuto, ¿a qué hora la pintó, recién levantado
o ya con unas copas de coñac encima?”. “Prosigo. Pues que yo en
mi casa tengo cuatro de esas pinturas y me falta precisamente esta, y
es por lo que he pagado más de lo que vale realmente, para tener la
serie completa. Y ahora me vas a preguntar que cómo supe que la
parisina la había comprado vos, que cómo tengo los mismos vuelos
que vos y todas las preguntas que queré hacerme. Pero toma el sobre
y dame ya la pintura, boludo”, me dijo con aires de pocos amigos.
Su respuesta me enervó en cierta medida, aunque antes de saltar como
un basilisco, pude controlar mis primeras intenciones apaciguando mi
respuesta. “Pues sí, parece ser que has hurgado en mi mente y has
leído mis pensamientos, y te digo, mucha casualidad el que tú vayas
a París en busca de un cuadro que no conoce ni su propio autor, y
acabes consiguiéndolo en el vuelo que casualmente también te lleva
hasta Sevilla, ciudad a la que se dirige el comprador de ese cuadro.
Como también es mucha casualidad que la azafata me envíe a cola del
avión y te encuentres allí como si estuvieras esperando que te
llegara el maná del cielo. Tu me dirás........., boludo; y dilo
pronto que ya mismo abren la puerta de embarque y mi mujer me estará
esperando”.
“.........Tu
me dirás........., boludo; y dilo pronto que ya mismo abren la
puerta de embarque y mi mujer me estará esperando”. “Pues muy
sencillo, contestó el porteño, te lo resumo enseguida. Me avisaron
en mi querido Buenos Aires donde encontrar el óleo que andaba
buscando; enseguida volé hasta París y cuando hallo al vendedor me
dijo que ya estaba vendido, entregada una señal y que al día
siguiente vendrían a llevárselo tras la entrega del dinero. Allí
estaba yo al día siguiente cuando vos retiró la compra, te seguí,
localicé tu hotel y por medio de otra persona pude enterarme que
viajabas hasta Sevilla con escala en Madrid, pero todo eso a
ultimísima hora, sin tiempo apenas para sacar el billete. Cómo
conseguí la información?; pues si preguntá a tu hermosa mujer
seguro que recuerda que tuvo una conversación con una chica española
y le dijo cuáles eran vuestros planes de regreso a España. Con
respecto al encuentro que tuvimos en los últimos asientos del avión,
fue circunstancial; aproveché la ocasión de cerrar el trato ya que
en mis planes estaba haberte hecho la oferta una vez tomado tierra en
Sevilla. Así de fácil todo, boludo”. Yo me quedé algo
dubitativo, contestándole “más vale creerlo y no averiguarlo”.
Con mucha desgana extendí los brazos y le entregué el canuto,
recogiendo a la vuelta el sobre de Argentaria, que volví a abrir y
contar los dieciocho billetes de cinco mil, cerciorándome también
que eran legales y que no se trataba de una variante del timo de la
estampita. “Bueno, y ahora en Sevilla qué vas a hacer, ¿te
quedas?, porque entiendo que en tus planes estará viajar hasta tu
querida Argentina”. “En mis planes estaba quedarme un par de días
o tres en Sevilla, desplazándome para conocer Marbella, pero visto
lo visto, lo más seguro es que me quede aquí en Madrid hasta que
encuentre vuelo para Buenos Aires”. Nos levantamos de la mesa,
apuradas las cervezas, y nos dirigimos, entrecruzándonos con el
numeroso público que iba y venía, camino de la puerta de embarque
hablando de arte; bueno, yo realmente iba en el papel de un mero
espectador que se traga todo lo que le quieran decir, ya que por
aquel entonces, y no que ahora sepa mucho, no tenía ni la más zorra
idea del arte de la pintura y de sus pintores. Así, recuerdo que me
habló de la serie de cuadros que pintó el impresionista Monet sobre
un mismo motivo pictórico, concretamente sobre la catedral de Rouen,
vista a distintas horas del día y en distintas estaciones
climáticas, y a lo que él hizo mención cuando me habló de la
compra de mi parisina como un “arte en cadena” con el fin de
impresionarme y dársela de “enteradillo”, ya que desde entonces
he tratado de buscar esa expresión de “arte en cadena” y no la
he encontrado por ningún lado.
Pero
cual fue mi sorpresa cuando, ya viendo el número de la puerta de
embarque que correspondía al vuelo de Sevilla, y en cuya cola de
espera ya se encontraba mi mujer, eso sí, con una bolsa de una
conocida marca de ropa, el señor Honorio se dejó caer con la
siguiente frase: “¿sabés vos lo que le digo?, que voy a hacer lo
que tenía pensado, que me voy para Sevilla”. Y la verdad fue que
nos vino hasta bien que decidiera utilizar el mismo vuelo que
nosotros, ya que si no lo hubiera hecho, la compra de mi mujer en la
tienda de lujo hubiera tenido que ser facturada, pues no la dejaban
entrar con ella al tener ya otra bolsa de mano de viaje; así que el
canuto con la parisina en su interior, encontró asilo junto a la
lujosa prenda.
….....así
que el canuto con la parisina en su interior, encontró asilo junto a
la lujosa prenda. Aunque temíamos que las azafatas, tanto la de la
puerta de embarque como la de la entrada al avión, que no eran las
mismas como todo el mundo supondrá que las del vuelo de Air France,
pudiesen poner algún tipo de objeción para la entrada de la
parisina, por aquello de su tamaño, no pusieron ningún tipo de
impedimento; todo lo contrario, la de la entrada del avión de Air
Europa le gastó una broma al horondo argentino diciéndole que “con
el canuto asemejándose a un rifle sobresaliendo de la bolsa colgada
al hombro y su pipa sin tabaco en la boca, solo le faltaba un
sombrero de safari para imaginar que iba de camino a cualquier parque
nacional africano”; y la gracia de la azafata no estuvo en lo que
le dijo, sino en cómo se lo dijo, demostrando que su gracejo era
propio de la mujer andaluza, como así comprobamos que era a lo largo
del vuelo.
Durante
todo el vuelo me tocó soportar las indirectas de mi mujer, y las
directas también, como consecuencia de la venta de la parisina. “Era
mía. No olvides que era mía”. “ Como ahora te dedicas al mundo
del arte”. “El gremio de los marchantes de arte deberán de estar
nerviosos con las nuevas incorporaciones en el oficio”; estas y
otras fueron algunas de las frases que tuve que soportar durante gran
parte del viaje. Y la verdad era que en el fondo llevaba gran parte
de razón. Pero, como le dije durante el vuelo en varias ocasiones,
“tampoco pa ponerse así; la he vendido y ya está”. Tan hasta
allí me puso que opté por levantarme del asiento y, sin necesidad
perentoria de micción o evacuación, encaminarme hasta los aseos.
Nada más levantarme y enfilar el pasillo hasta la parte posterior
del avión, observé cuan mástil sobrepasando en altura a toda la
linea que formaban los cabeceros de los asientos, el canuto guarida
de la que fue mi parisina, seguramente apoyado en las piernas del
argentino, ya que nada más entrar en el avión lo sacó de la bolsa
en la que había embarcado, para devolvérsela a mi mujer. Tengo que
admitir que cuando vi aquella verga eniesta en la distancia, me
emocioné; pero no por su forma, sino por su añorado contenido y por
ese interior tan bucólico con el que disfrutamos nada más tenerla a
la vista, adelantándome a lo que hubiera sentido la que realmente
fue su dueña, si hubiera vuelto la vista en ese momento hacia la
parte trasera del avión. “Pero ya la recompensaré”, me dije,
sabiendo que cumpliría mi promesa.
Al
tiempo que me iba acercando al canuto, camino de los aseos, recuerdo
que el sentimiento de arrepentimiento me iba envolviendo, creando una
verdadera maraña alrededor de mi mente; hasta tal punto me envolvió
que me sentí cegado completamente y pasé de largo del argentino
como si no hubiera estado allí. “Boludo, me dijo con mucho
retintín, tomaste la pasta y pasaste de mí; no conocés a nadie,
carajo, ¿Conseguiste ya chamugar con tu chica?, porque tenía cara
de pocos amigos”. Si ya iba ciego y envuelto en remordimientos, con
las palabras del Honorio de los cojones, porque así lo pensé en
aquel momento, me entraron ganas de arrebatarle el canuto y tirarle a
la cara el sobre de Argentaria, aunque no pudiese pagar los cargos de
las prendas que se había agenciado mi esposa; ya escarbaría por
otro lado. No tuve c…...... No lo hice, remitiéndome a responder
con un “no te había visto” y prosiguiendo hasta los aseos.
No
tuve c…...... No lo hice, remitiéndome a responder con un “no
te había visto” y prosiguiendo hasta los aseos. Fue curioso que
cuando entré en el minúsculo recinto del aseo del avión, comencé
a sentirme como si me encontrara en un amplio cuarto de baño. Tal
fue así que sin ganas ninguna que tenía de miccionar o evacuar,
como ya comenté en el capítulo anterior, me senté en el inodoro,
no sin antes enjabonarlo (repito, enjabonarlo) y recubrirlo con
cuádruple capa de papel por dentro y por fuera, con riesgo de tener
que llamar al fontanero de guardia por riesgo de atasco. No llegó a
tanto. Lo que es verdad es que estuve sentado por espacio de casi
diez minutos. Y no pensé en mi esposa y en sus justificados enojos,
ni en la altanería de Honorio el porteño, ni que iba a varios miles
de pies de altura, con lo que a mí siempre me aterroriza eso de
volar. Solo pensaba en la parisina. La tenía grabada en mi mente
como si me hubiera pasado todos los años de mi vida, por entonces
treinta y poco, observándola día sí y día también. Podía ver en
mi mente cuántos peldaños tenía la escalera que aparecía en la
casa de la izquierda, o cuantos árboles se podían contar desde el
principio hasta darte de bruces con la cúpula de la basílica, o
incluso cuántos cientos de hojas dormitaban en el suelo, algunas
casi en movimiento, desprendida de esos árboles, lo que me hacía
ver que el lienzo fue pintado a principios de la estación otoñal.
¿Cómo sería el cuadro que tenía el argentino en su casa, pintado
en la estación de primavera? Era patente que los colores grises y
ocres de esta parisina serían bien distintos a la que poseía el
horondo, con colores verdes y luz radiante primaveral. La primavera
es preciosa, pero me quedo con el otoño de la mía. Quiero esta
parisina. La quiero recuperar. Haré todo lo posible por recuperarla.
La recuperaré. Esa fue la última frase que pensé antes que se
encendiera una luz roja del aseo, encima de la puerta, y oír por el
altavoz que tomásemos asiento y nos pusiésemos los cinturones.
Enseguida me levanté como si me estuvieran pinchando, y tras hacer
correr el agua por el inodoro para que todo el enjambre de papel
desapareciera y acicalarme un poco en el espejo, salí como un
rehilete del aseo y me encaminé hasta mi asiento, no sin antes,
cuando iba a la altura de Honorio, acercarme hasta su oído y decirle
que tenía que hablar con él cuando tomasen tierra. Su “entre
nosotros está todo hablado” me sentó a cuerno quemado, llegando
hasta mi asiento hecho todo un energúmeno, si bien me propuse no
pagar mi ira con mi esposa, ya que en verdad no tenía ninguna culpa
de lo que estaba ocurriendo, aunque ella siguió echando leña al
fuego. “¿Dónde te has metido?; me dije, ¿estará buscando obras
de arte en la bodega del avión para después venderla al mejor
postor?” Fue el recibimiento de ella, a lo que yo le contesté con
un “en la bodega no tengo yo nada de mi propiedad para poder
vender”, respuesta que nada más que la terminé, pensé que se la
había puesto a huevos, arrepintiéndome enseguida. Pero fue tarde,
ya que ella recogió el guante de inmediato: “tampoco era tuya la
parisina y la vendiste sin contar conmigo para nada”. Me callé.
Y
por fin aterrizó el aparato. La verdad es que el aterrizaje fue de
lo más suave, al tiempo que yo lo único que pensaba era cómo
abordaría al argentino para intentar deshacer el trato. Sabía que
iba a ser difícil, casi imposible, pero yo lo intentaría. Lo abordé
en el mismo pasillo del avión, cuando pasaba a la altura de mi
asiento guardando la cola para descender. “Te pediría que no te
dirigieras más a mí”, me contestó después de un doble
requerimeinto por mi parte. En verdad es que cuando pasó a mi altura
y vi que llevaba el canuto como abrazado entre sus dos gruesos e
inconsistentes brazos, como diciéndome que le pertenecía, al tiempo
que sentí una congoja indescifrable, se apoderó de mí una
sensación de ira que si no llega a ser por el fuerte tirón que me
dio mi mujer del brazo, leyendo mis intenciones, me hubiera
avalanzado contra el argentino. Así y todo, pude salir de mi asiento
y colocarme en la fila saliente, a dos personas por detrás de él,
dirigiendo una mirada a mi esposa para que me siguiera. Salimos del
avión, despidiéndonos amablemente de las azafatas y del segundo
comandante que se encontraban en la puerta de salida a pie de
escalerilla, y tras bajar varios escalones, a cuatro o cinco de la
pista, y cuando el argentino se encontraba en el último escalón de
la escalerilla, observé como fue abordado por dos señores que
después de identificarse, lo invitaron a que les acompañara.
…..y
cuando el argentino se encontraba en el último de la escalerilla,
observé como fue abordado por dos señores, que después de
identificarse, lo invitaron a que les acompañara. Al igual que el
resto de los pasajeros que descendíamos del avión, me quedé de
piedra, yo quizás más, por aquello del trato tan estrecho que había
tenido con él desde que nos conocimos en el vuelo que nos trajo a
Madrid desde París, y todo a pesar de los desplantes que acababa de
hacerme. Tengo que reconocer que tras los tres desplantes que me hizo
en el avión, uno cuando venía de los aseos para mi asiento por el
inminente aterrizaje y otros dos cuando en la cola del pasillo del
avión le hice un par de requerimientos, le eché mil maldiciones y
le deseé lo peor; pero de ahí a que lo estuvieran esperando a pie
de escalerilla una pareja de policías para detenerlo...; la verdad
es que no me lo esperaba. Y se lo llevaron escoltado, siendo yo
testigo de primera línea.
“¿Ernesto
Sanromán?”, dijo uno de los policías enseñándole la placa, a lo
que el argentino, sin pronunciar palabra alguna, asintió con la
cabeza. “Agente del servicio central de la policía judicial.
Acompáñenos hasta el interior del aeropuerto que tenemos que
hacerle unas preguntas”. Los dos policías que escoltaron al
argentino camino del interior del aeropuerto venían acompañados de
un tercero que se quedó a pie de la escalerilla, cortándonos el
paso mientras que sus compañeros con Ernesto Sanromán se alejaban
del avión, todo con el fin de no mezclarnos con ellos.
Yo
me hacía mil preguntas, pero la que más ocupaba mi mente era la del
nombre del porteño. El muy gandul me dijo que se llamaba Honorio. Me
mintió vilmente. ¿Por qué me mintió y qué perseguía con ese
cambio de nombre cuando a mí ni me iba ni me venía? Lo mismo me
daba con que su nombre fuera Ricardo como que se llamara Patricio. No
entendía nada. Otra vez tenía que darle la razón a mi mujer cuando
me decía que el argentino no le gustaba ni un pelo, que le daba mala
espina. Y además de su falso nombre, me preguntaba ahora, durante el
tiempo que tuve que estar esperando en la escalerilla del avión, el
porqué de su desmedido interés por la compra de mi parisina. Todo
me olía cada vez peor. Y con aquel maremágnum de pensamientos
desordenados en mi cabeza sobre el tal Ernesto, que para mí seguía
siendo Honorio, y cuando ya pensé que el policía que se encontraba
a pie de escalerilla nos iba a permitir el paso, observo que se aleja
unos metros del avión con una mano extendida señalándonos que no
bajásemos y con la otra en el pinganillo que tenía en la oreja, y
que seguramente lo comunicaba con los dos compañeros que en compañía
del porteño se habían parado antes de entrar en la terminal de San
Pablo y de cara al avión en el que habíamos llegado. Los viajeros
comenzamos todos a impacientarnos, habiendo algunos que comenzaron a
hablar de una manera algo agresiva. Que se estaba calentando el
cotarro. Yo estaba allí en la escalerilla, pero mi sexto sentido se
encontraba, no sé porqué, con los dos policías que escoltaban a
Honorio; bueno, a Ernesto. Observaba como discutían y cómo en un
par de ocasiones se cayó al suelo el canuto donde iba la que fue mi
parisina. La verdad es que los dos golpes que dio en el suelo me
dolió como si me hubiera caído yo. De pronto, y sin quitarse la
mano del oído para asegurarse mejor el pinganillo en la oreja y
hablando algo que no llegué a entender, el policía que se
encontraba con nosotros se acercó al avión, hasta el pie de
escalerilla. ¿Qué estaba ocurriendo allí? Todo muy extraño. Y más
extraño aun cuando el policía llegó hasta pie de escalerilla y
comenzó a buscar con la vista a alguien de entre los que nos
encontrábamos allí, al tiempo que el argentino y los dos policías
que le acompañaban regresaban nuevamente hacia el avión, pero con
la salvedad de que el canuto con la parisina en el interior ya no era
portado por Honorio, por Ernesto, sino por uno de los policías. Yo
miraba a mi mujer, mi mujer me miraba a mí, y los dos, sin mediar
palabra alguna comenzamos a ponernos un poco nervioso; yo un poco más
que ella.
No
quiero ser pesado en mi reiteración, pero no hay que olvidar eso de
“SEGUIR EN CASA”. Y recalco: seguir en casa; se está demostrando
que es la mejor solución para que el puto virus no te haga compañía.
Castigo a los desaprensivos. RESPONSABILIDAD Y SOLIDARIDAD. Ya queda
menos.