Tengo
que decir que de todas las pastelerías que conozco en la ciudad de
Cádiz, son las de la cadena “Alameda”, y creo que son tres las
que abren en la capital, las que, si tuviera que puntuarla de cero a
diez, pueden estar ustedes por seguro que les daría la máxima
puntuación. Y son varias las razones por las que mi decisión de
otorgarle la máxima valoración no me ofrece la menor de las dudas.
Por
un lado la limpieza. Quizás porque crecí en una familia en la que
mi “caporala” le tenía declarada la guerra a las motas de polvo,
por muy ínfimas que fuesen, siendo la limpieza y el orden el
denominador común de cada rincón de nuestro hogar, es por lo que
cuando entro en estas pastelerías y veo esas paredes tan
despercudidas, esos cristales de las vitrinas que parecen que no
existen y esos delantales blancos de las vendedoras que parecen que a
diario han sido pasados por continuos baños de blanqueadores y añil,
me sienta como en casa.
Por
otro lado el servicio que ofrecen en todo momento las expendedoras.
Su amabilidad, sus atenciones, su simpatía y su gracejo dan lugar a
que todo el que entre por primera vez a degustar de sus exquisiteces,
se anime a repetir.
Pero
lo que más me llama la atención de esta cadena pastelera es el
intento de mostrar en sus expositores, intentando de este modo
acercar a sus clientes la realidad que pretenden hacernos ver
nuestros partidos políticos y algunas de nuestras más boyantes
empresas, la paridad de género, pero en este caso entre los dulces.
En este sentido, nos encontramos junto a la gran bandeja de barquitos
de merengue, otra, de las mismas dimensiones, repleta de grandes
barcazas del mismo dulce a la que llaman merengas. O esa otra bandeja
colmada de considerables roscos rellenos de chantilly, colocada junto
a otra repleta de minúsculas rosquillas también rellenas de esa
crema cuyo origen se cree que procede de esa comuna francesa, en la
región de Picardía, al norte de París.
Pero
el colmo de los colmos en cuanto a paridad de géneros confiteros
sucedió esta tarde una vez vista, por televisión, debido a las
inclemencias meteorológicas que no hacían nada agradable el salir a
la calle, la cabalgata de cada cinco de enero. Entré en una de las
confiterías de la tan mencionada cadena pastelera con el fin de
recoger el encargo que hice el día anterior, consistente en el
tradicional roscón de reyes. Y cuál fue mi sorpresa cuando la
dependienta, muy educadamente me dijo que la demanda de dichos
roscones había sido tal que se habían quedado sin ellos. Ahora
bien, prosiguió diciéndome, me ofrecía una suculenta rosca de
reinas, a lo que yo le respondí diciéndole que no sabía de la
existencia de esa modalidad pastelera. La dependienta, repito, muy
educadamente, me contestó que dada la nueva realidad de que las
tradicionales cabalgatas de cada cinco de enero, en algunas
localidades españolas iban dirigidas por reinas y no por reyes
magos, el jefe del obrador de la cadena pastelera había decidido
hacer la misma cantidad de roscones de reyes que de roscas de reinas.
Yo, aunque comprendiendo el por qué de la decisión del jefe del
obrador, y pisoteando mentalmente el verdadero porqué de la nueva
realidad de las tradicionales cabalgatas, me dirigí a una confitería
de la competencia con el pensamiento puesto en mi tradicional roscón
de reyes.