Nunca pensé que la verbena popular con motivo de las fiestas patronales de aquel pueblo perdido de la mano de Dios, en la serranía malagueña, pudiese ser el despertar de un amor que ni el que vivieron aquella pareja de enamorados que según la leyenda terminaron volando, cogidos de la mano, por el tajo que desde entonces recibió su nombre por la hazaña que habían realizado, porque morir por amor también es una hazaña y es cosa de héroes. No solo nacen los héroes en las guerras, también nacen en el amor.
Y eso
que yo tan solo pasaba por allí.
Y allí
te encontrabas, tan bella como la Venus de Milo, superando la luz que
desprendía aquel sol de verano cuando no era más tarde de las
cuatro y diez. Y yo, sorprendido, obnubilado por esa belleza sin
parangón para mis ojos, me atreví a sacarte a bailar, a bailar un
lento que tocaba entonces la orquesta, encontrado un no, pero un no
deseoso de posar tus brazos sobre mis hombros, y todo por las miradas
celosas del estúpido de tu marido.
Pero
yo seguí allí, en aquella verbena interminable; pero seguí porque
tú seguías siguiéndome con tu mirada, llegando a imaginar que
sería interminablemente absurdo vivir sin tu latido. Y la fiesta
continuaba, y anocheció, y llegó la madrugada. Yo, recostado en
aquella barra de metal con propaganda de coca cola y tú, con la
misma mirada hacia mí, quizás más intensa, en el otro extremo. Y
por fin llegó el alba, ese alba que nos unió y nos hizo entrar
dentro el uno del otro.
Desde
entonces, no dejo de pensar que de alguna manera tendré que
olvidarte, ya que entre los tres no pudimos organizarnos.
Al
maestro Aute, por tantos momentos como me dio.