martes, 22 de enero de 2013
NARANJA Y MÁS NARANJAS.
Si nos ponemos a hablar de naranjas “guachis” o "·navelinas", casi todos podríamos estar de acuerdo de que un zumo de tan preciado cítrico en el desayuno, nos sienta muy bien.
Si por el contrario, las naranjas que nos sirven, son de las llamadas en nuestra provincia, “cañadú” o "tonta", ya no estaríamos todos dispuestos a bebernos un zumo de esas naranjas tan insípidas.
Y si ya para rizar el rizo, las naranjas que nos viésemos obligados a comer fueran las llamadas “naranjas agrias”, mejor no hablar de ellas, porque, y en lo que a mí respecta, las utilizo tan solo, y no siempre, cuando me ponen por delante un plato de coliflores refritas. Aquí sí; aquí podría decirse que existe un estupendo maridaje entre la coliflor y la naranja agria.
No obstante, si a la naranja la convertimos en masculino y le añadimos un diminutivo, nos encontramos con el naranjito. ¿Recordáis al “naranjito”?. No me refiero al Pinto (personaje del pueblo de Bornos), sino a la mascota del mundial del 82.
Pero no. Como no fue de gratos recuerdos para nuestros colores, mejor lo rechazamos. Nos quedamos con la naranja. O quizás también con la media naranja.
Sí señoras y señores, ¿qué sería de nosotros sin nuestra media naranja?. Porque la verdad es que todos (o casi todos), somos medias naranjas, que buscamos nuestra otra mitad.
¡Qué lío!
¡La suerte que hay que tener para que cada uno de nosotros, que ha quedado claro que somos medias naranjas, encontremos a la otra media!
Porque, “un poné”. Uno es media naranja “cañadú”, y quiere encontrar su otra media naranja, pero que también sea “cañadú”. Pero como uno, no se la come entera, se embarca en eso que llamamos “matrimonio” o “pareja de hecho” o “arrejuntamiento”, sin saber que la media naranja que uno ha encontrado y elegido, sea “cañadú”, “guachi”, “agria” o “mandarina”.
Y lo mismo le ocurre a esa media naranja elegida, que a lo mejor es “clementina”, y nos ha elegido porque piensa que también somos “clementita”, sin saber que somos “cañadú”.
Al final, pasa lo que pasa, que cada media naranja, si no ha tenido la suerte de encontrar a la de su especie, se va cada una por su lado.
¡Qué lío!
Pero para naranja, la mecánica. ¿Recordáis aquella película de “la naranja mecánica"?, la adaptada por Stanley Kubrick.
Yo lo único que recuerdo de ella es que, a mediados de los 70, fuimos algunos de la pandilla al cine “Delicias” de Jerez. Decían que estaba bien, pero debo de reconocer que no guardo muy buenos recuerdos.
Ahora bien, también por aquella época había otra “naranja mecánica”; la de los Cruiff, Neeskens. Rep, Krol, Jansen o Resenbrink. Era una delicia verlos jugar al fútbol.
Pero para naranjas, los partidos que echábamos en la plaza de la iglesia del pueblo. No nos hacían falta balones, pelotas, ni esféricos como dirían los pibes argentinos. Para eso estaban aquellos árboles tan frondosos cargaditos de “esféricos”. Que se rompía uno, daba igual, al árbol por otro. Lo malo era cuando se oía la voz aquella de, “que viene Luca, que viene Luca”. A correr, dejando nuestro campo de fútbol todo sembrado de “esféricos” desinflados, mientras que el municipal gritaba “venípacá, venipacá”.
¡Vaya “pechá” de naranjas que te estoy dando, amigo Esteban!
Y hablando de naranjas, hay que ver lo buenas que están las naranjas de la Junta de lo Ríos y de toda la vega del Guadalete. Buenas, buenas, buenas.
También están muy buenas las de la Hacienda Nueva, las que están en la carretera Arcos-Bornos, junto a la “Pequeña Holanda”.
¿Holanda he dicho?
Ahora, ahora caigo. Lo que te quería decir hoy es que, con lo que a ti te gusta el fútbol, fue precisamente a Holanda, a Nederland, a los Paises Bajos, a los que llamaron en su día la NARANJA MECÁNICA, a los que le ganamos la final del campeonato del mundo en Sudáfrica. ¿Te acuerdas, amigo Esteban?
Un abrazo
Domingo
HAZAÑAS BÉLICAS (I)
Tenían cinco minutos para llegar a la cima; aquél que no llegase, era hombre muerto. Una vez arriba, tomaban posiciones, sin ser vistos desde el nacimiento, aprovisionándose de piedras y guijarros con el fin de intimidar a sus enemigos en su empeño futuro por conquistar la cima.
Ocupadas las posiciones, y antes que llegasen los atacantes a los inicios del escarpado, algunos de los defensores probaban la velocidad que tomaban sus armas arrojadizas, observando cómo éstas llegaban al mismo borde de la base de partida enemiga.
Y comenzaba el asalto.
Tan pronto como se iniciaba el ascenso por parte de los asaltantes, una lluvia de guijarros descendían pendiente abajo a una velocidad vertiginosa, como emulando la lluvia de flechas en las defensas de los castillos medievales.
El primer objetivo del bando atacante era conseguir alcanzar, hacia el ecuador de la inclinada pendiente, el escalón de casi un metro de altura que serviría de cobijo para guarecerse de los materiales arrojadizos.
Una vez alcanzado el mencionado escalón, cobijados y adhiriendo los traseros a sus paredes, los osados asaltantes enmudecían al oír el silbido de los guijarros por encima de sus testas.
Y ahora venía lo más difícil.
¿Quién asomaba la cabeza para dar la orden de proseguir el ataque, siempre que viese el momento en que ninguna nueva andanada de proyectiles rodantes mermara el ímpetu de sus compañeros de ataque?
Algunos, los más fríos y pacientes, aconsejaban esperar, a fin de que los defensores se quedasen sin provisiones arrojadizas. Otros, los más temerarios, jugándose el pellejo, acometían el envite final.
Unas veces se conseguía y otras veces no. Pero lo que sí siempre se conseguía, todos juntos, defensores y atacantes, era el remojo de los pies en la tajea del molino ancho.
Así era, señoras y señores; en eso consistían las luchas de la PIEDRA ROAERA.
Domingo.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)