martes, 22 de enero de 2013
HAZAÑAS BÉLICAS (I)
Tenían cinco minutos para llegar a la cima; aquél que no llegase, era hombre muerto. Una vez arriba, tomaban posiciones, sin ser vistos desde el nacimiento, aprovisionándose de piedras y guijarros con el fin de intimidar a sus enemigos en su empeño futuro por conquistar la cima.
Ocupadas las posiciones, y antes que llegasen los atacantes a los inicios del escarpado, algunos de los defensores probaban la velocidad que tomaban sus armas arrojadizas, observando cómo éstas llegaban al mismo borde de la base de partida enemiga.
Y comenzaba el asalto.
Tan pronto como se iniciaba el ascenso por parte de los asaltantes, una lluvia de guijarros descendían pendiente abajo a una velocidad vertiginosa, como emulando la lluvia de flechas en las defensas de los castillos medievales.
El primer objetivo del bando atacante era conseguir alcanzar, hacia el ecuador de la inclinada pendiente, el escalón de casi un metro de altura que serviría de cobijo para guarecerse de los materiales arrojadizos.
Una vez alcanzado el mencionado escalón, cobijados y adhiriendo los traseros a sus paredes, los osados asaltantes enmudecían al oír el silbido de los guijarros por encima de sus testas.
Y ahora venía lo más difícil.
¿Quién asomaba la cabeza para dar la orden de proseguir el ataque, siempre que viese el momento en que ninguna nueva andanada de proyectiles rodantes mermara el ímpetu de sus compañeros de ataque?
Algunos, los más fríos y pacientes, aconsejaban esperar, a fin de que los defensores se quedasen sin provisiones arrojadizas. Otros, los más temerarios, jugándose el pellejo, acometían el envite final.
Unas veces se conseguía y otras veces no. Pero lo que sí siempre se conseguía, todos juntos, defensores y atacantes, era el remojo de los pies en la tajea del molino ancho.
Así era, señoras y señores; en eso consistían las luchas de la PIEDRA ROAERA.
Domingo.
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